Frente a los ojos del que presta atención se abre un portal de vida y movimiento; el desafío del escritor es captar con naturalidad este sutil arco de sentimientos en el que una existencia colea.
Memorias de Adriano es, como su nombre lo indica, la memoria del emperador romano Adriano, cuando se recuesta en su último lecho, el doliente, para recordar su vida. La sencillez de los juegos de la infancia, las travesuras desfachatadas de la juventud, el grávido enamoramiento del adulto, el anhelo de paz de un soldado en combate: Adriano fue un hombre pero también el emperador del Imperio romano del siglo II, es decir, el amo del mundo.
Marguerite Yourcenar nos sumerge en la ficción personal de un titán culto y humanista: el más griego de los emperadores romanos. Adriano empeñó todo su talante en apaciguar y refinar a Roma mediante los principios de la justicia, la fortaleza y la moderación. Memorias de Adriano es un viaje a las entrañas del gran Imperio, es visitar la semilla de lo que hoy es cultura en Occidente, es a la vez Maquiavelo y Platón, porque Adriano vivió su vida para encarnar la célebre figura del filósofo rey, fin último que justifica a los más pérfidos medios, notorios en una historia plagada de intrigas palaciegas; a la vez que era un poeta, un enorme observador de la vida, un amante desquiciado del cual nos llegó un único poema:
Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula
Nec, ut soles, dabis iocos…
Mínima alma mía, tierna y flotante,
huésped y compañera de mi cuerpo,
descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y
desnudos,
donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.
El método escogido es el de la epístola. El emperador testimonia: “Me sentía responsable de la belleza del mundo”, y el peso de esa confesión no se aploma sobre sus hombros, sino que vía complicidad se inscribe en el destino de Marco Aurelio1, a quien Adriano escogió como su sucesor del Imperio romano y como destinatario de su última carta.
La elección de la epístola en este libro sobrepasa la opción estética, es el fundamento para la intimidad con la que la voz de Adriano puede finalmente surgir, cercanía que nos hace olvidar que todo es, en última instancia, un artificio de Marguerite Yourcenar, quien como una orfebre demuestra ser capaz de cincelar erudición y sensibilidad en todas sus infinitas aleaciones, en una pieza única, profunda y soberbia.
La carta permite que la memoria discurra en un fluir ininterrumpido, para el cual la posibilidad de un interlocutor interviniendo dialógicamente constituye una amenaza concreta. En este sentido, la epístola es el medio propicio para el libre flujo de conciencia que abre paso al relato visceral de un hombre que quiere recordarse a sí mismo.
De esta manera, Memorias de Adriano simula inscribirse dentro de la epistolografía romana que inaugura Cicerón y continúa Séneca, de cuyas cartas mana la fuente de la sabiduría estoica que leemos hoy. A partir de una epístola es que surge la intención de escribir este libro:
Encontrada de nuevo en un volumen de la correspondencia de Flaubert, releída y subrayada por mí hacia 1927, la frase inolvidable: ‘Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre’. Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo.
M. Yourcenar. Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano.
Para Cicerón, la carta no siente vergüenza (epistula non erubescit), su movimiento es siempre expansivo. Ello, bajo la condición de la privacidad. La imagen de la carta es el sobre cerrado. Las cartas no deben mostrarse ni divulgarse sin permiso. La carta sostiene una forma de vínculo particular que conjuga correspondencia, distancia y proximidad. Quien escribe una carta desaparece en el texto para volver desde el grado cero de la experiencia, es decir la tabula rasa del lector, sobre la cual tiene el desafío de hacerse presente. El escritor de la carta intentará atestiguar que está vivo, o al menos ha dado en estarlo, en la medida en que su experiencia puede tomar la forma de la semejanza en imaginación del receptor.
Los lectores del siglo XXI no estamos acostumbrados a que el monólogo pueda ser también la conversación de intimidad, desarrollada extensivamente sin interrupciones: el diálogo se volvió frenéticamente entrecortado, limitado, tajadas apenas superpuestas, ensimismadas sobre el Yo, en un sentido diametralmente opuesto a la actividad reflexiva. Ese Yo neurótico que, por otra parte, es causa y consecuencia de la pretendida objetividad que aparentemente debería gobernar sobre todo motivo de la conciencia moderna. Antes de que exista la racionalidad (¿cuántos y cuáles tipos de racionalidad existen o existieron?), incluso antes de que exista el individuo, estuvieron estos hombres y mujeres que fundaron al mundo, y lo que perseguían era apenas algo más que la belleza.
En nuestra desahuciada posmodernidad, todos estos puntos cardinales se disuelven como figuras trazadas sobre arena. Y, sin embargo, la dimensión de la intimidad en una relación es absolutamente universal, acaso sea una de las pocas instituciones que persisten, incluso a pesar de su devenir agrietado.
Precisamente por esto es que puedo sentir que Adriano es un cristal dentro del cual me miro: también me veo como un escultor de obras melancólicas que inútilmente aspiran a la eternidad, y puedo reconocerme absurda en cada una de sus confesiones, y me siento profundamente humana al experimentar la magnificencia de su estar presente, para el cual resulta indistinto si quien escribe es un gran emperador o un pastor sefardí. Pero no dejan de ser sorprendentes las profundas cavidades por las que se puede deslizar la pasión en la vida de este demiurgo romano frente al cual la piedra se deshace en pétalos.
El ejercicio contemplativo que desarrolla Yourcenar es de una profundidad tal que roza el misticismo. Si Adriano se hace presente en la plenitud de su vida ante Marco Aurelio en su carta, es porque Yourcenar pudo prolongar la vigencia de Adriano a lo largo de los más de diecisiete siglos que nos separan de la muerte de ese gran emperador. Leyendo Memorias de Adriano uno siente que es Adriano mismo quien le susurra al oído las chispas de su último estertor.
[1] Marco Aurelio, hijo adoptivo de Adriano, fue el último emperador de la pax romana y un filósofo conocido por Meditaciones, obra inexorable del corpus estoico.
Hermosa narrativa , que invita a la lectura .
Evocadora y nostálgica esta reseña. Cuánta verdad sobre la pérdida de la intimidad.