Carlos Marini: el lector de Heidegger que cambió el destino de lo cotidiano

Convencido de que lo nuevo sólo puede encontrarse en los clásicos (y por decantación en lo clásico), y resignado también por haberme confesado en privado esa inútil afición por todo lo que me empobrece económicamente, en 2021 decidí anotarme al curso inicial de latín de la Universidad de Buenos Aires.

En aquel momento, yo trabajaba como corrector de estilo, y para aprender una lengua con casos y declinaciones como el latín el análisis sintáctico es indispensable. Yo pensaba que era bueno en lo que hacía, pero un día, en las primeras clases, vi a un mago. Vi a un compañero tejer y destejer el destino de las frases en el aire, con una velocidad implacable. Carlos Marini (ese era su nombre) diseccionaba como un cirujano sintaxis y morfología y le insuflaba vida a nuevas, inexploradas combinaciones. Fascinado, en un recreo le pregunté:

—Disculpe, Carlos. ¿Usted qué estudió?

Se rio y me dijo: “¿Yo, querido? Yo tuve una buena secundaria”.

La mitología sobre Carlos Marini apenas había comenzado. Me enteré, a medida que avanzábamos con las clases, de que era artista plástico y sus obras formaban parte de colecciones públicas y privadas de Argentina, Bélgica, Italia y Australia. Hace unos meses, revisitando viejos apuntes recordé a esta figura fantástica y decidimos entrevistarlo.

***

Como artista, ¿cuál fue el ideal, la ilusión detrás de lo que hacías?

¿El ideal? Son búsquedas. El arte es el terreno de la sospecha, todo lo contrario a la ciencia. Acá no hay verdades. Por eso te permite tener conjeturas sobre cosas serias y superfluas.

¿Pero hay un punto que hayas querido defender en especial? ¿O lo dejaste al inconsciente, a la manifestación artística?

Mirá, la manifestación artística es como la filosofía: no sirve para mucho. En realidad, no sé para qué sirve. Sirve para que uno no se pegue un tiro, para entrar en epojé, para hacer un paréntesis en un mundo cada vez más jorobado. Casi como una solución espiritual, en el sentido religioso, por eso la relaciono con la filosofía. Es interesante la cuestión de la pintura, del arte, porque en realidad no pasa de moda nunca, porque no es moda, es un modo del pensar o más bien lo que hace pensar y así es tan contemporáneo Velázquez como Picasso o Platón como Heidegger, y la contemporaneidad está en que no se puede prescindir de uno u otro. Velázquez es actual después de cinco siglos.

Tuviste una exposición que se llamó “La Grieta”, con una cita de Marechal: “La patria es un dolor que no sabe su nombre…”. Marechal, que fue un tipo que sintió hondamente la Argentina, que la sufrió. Eso de “llevar la patria al hombro” es actual, sobre todo cuando uno ve el odio que se tiene la gente que defiende distintos partidos políticos. ¿Hubo entonces, por momentos, una voluntad más consciente en las obras expuestas en “La Grieta”?

La cuestión que me planteé ahí fue, por un lado, que venía toda la época del macrismo —la obra es del 2017— y empezaba un sentimiento de separación social, de grieta, de ruptura. Eso te obliga a tomar una posición, ¿pero cómo tomar una posición? Porque o hacés panfleto —¡y ahí vino el desafío!— o unís lo estético, que es lo que uno busca; ese orden, ese equilibrio del todo con las partes junto con la expresión ideológica. A mí me gusta mucho Carpani, pero Carpani tiene una concepción gráfica de afiche donde hay una idealización del obrero, una exaltación de sus luchas: un mensaje directo. Pero a la luz del presente perdura lo estético sobre lo ideológico.

La Grieta (2017), pieza central de la exposición homónima.

¿Tiene que ser coyuntural lo ideológico?

Yo creo que sí. Siempre es coyuntural: vivís tu época. Es muy loco esto de sacar las estatuas de Roca en Neuquén. Me parece que no tiene sentido si es una buena pieza escultórica. Es la misma situación que intentó hacer la Libertadora con la decapitación de las estatuas que conformaban el Monumento al Descamisado, lo que iba a ser el mausoleo de Evita después. La cuestión coyuntural es inevitable, la iconoclastia así lo demuestra. El arte se trata de símbolos vacíos que uno llena con su propia imaginación, con sus asociaciones: cuanto más ponés de vos mismo, más se enriquece la obra. Y vos, por supuesto, de pronto ves a Inocencio X, de Velázquez, y allí encontrás por un lado la perversión y por el otro advertís la maestría en la composición, en el color, en esa pincelada llena de empaste que es sobre lo que se sostiene el mensaje.

En el balance entre lo político y lo estético, ¿cuál es la receta ganadora?

En lo inmediato, la cuestión ideológica. A largo plazo, no. Porque el hombre cambia; cambia uno. Constantemente.

Y la plana artística argentina de hoy en día, ¿hacia dónde se inclina más? ¿Hacia la promoción de lo ideológico por sobre lo estético o a ese fin a largo plazo que es, a fin de cuentas, la trascendencia?

No sé. Me resulta caótico el momento actual. ¿Transcendencia? No sé, ¿a qué? ¿Para qué? Son preguntas que yo me hago y que no tengo respuesta. Por eso me quedo en esa cuestión espiritual, inmediata, lo que no quiere decir que me desentienda del mundo político. Esa es otra cuestión. No voy a dibujar a Evita o al General, los amo, pero no los puedo incluir porque su peso simbólico eclipsa la cuestión estética… o al menos yo no lo sé resolver. Por eso hablo de signos vacíos. Los va llenando uno. En realidad, los cuadros son como indicaciones, pero indicaciones hacia uno mismo, hacia el espectador. ¿Qué ve uno? ¿Qué ves en La Grieta? Objetivamente, una línea amarilla y dos planos, pero también hay otra grieta como una herida.

Que no sea explícito es parte del juego.

Claro. Lo explícito lo ponés vos. Si no fuera así, sería retórica de la retórica. Sería propaganda o espectáculo. O también están los diletantes, la frivolidad de algunos artistas que son decorativos.

¿Tiene el artista algún tipo de responsabilidad sartreana, de deber con la polis, o puede ser un esteta separado y aislado de todo y apuntar solamente a lo decorativo?

Vamos por partes. Si apuntás a lo decorativo, te quedás en la artesanía; en algo que mirás y siempre te va a decir lo mismo: nada. Paul Klee hace una pintura abstracta, y cuanto más terrible era su realidad más abstracta se vuelve. Uno trata no de aislarse, sino de enfocar el pensamiento visual sin que esté interrumpido, pero a la vez estimulado, por lo inmediato.

¿Y cuándo se convierte la obra en clásico?

Depende. Qué sé yo. Esto son botellitas que uno tira al mar con un SOS y que en algún momento alguien encuentra y se produce el rescate, que es la nueva interpretación. ¿Cuándo se convierte en clásico…? No lo sé, quizás cuando una posteridad tenga la voluntad de darle un nuevo significado.

No tener nada seguro es parte de ser artista.

Sí, es sospechar, no tener certezas. Puede tener intuiciones. Lo único seguro es que no sabe hacia dónde va ni sabe cuándo llega.

¿Cuál es tu opinión de separar al artista de su obra?

Céline fue colaboracionista de los nazis. Pero es uno de los mayores revolucionarios de la literatura, les recomiendo Voyage au bout de la nuit. La cuestión es: ¿vos podés separar al colaboracionista? ¿A Borges de que era un tremendo gorila? ¿A Ezra Pound, maravilloso poeta (¡por Dios!) que apoyó al fascismo? Yo los puedo separar. ¿Y Heidegger? ¡Es enorme lo que hizo ese tipo!, pero respondió a una época también, y eso no lo podés separar. Así como también yo estoy tan confundido con respecto a mi época, supongo que él tendría la verdad en el nazismo, en el nacionalismo, en la historia de Alemania, no tengo idea. No lo puedo juzgar, puedo separar su vida de su obra.

El hombre es de la época, pero el arte —por ejemplo en el caso de Borges o de los otros escritores que fuiste nombrando— trasciende su época.

Absolutamente. Además, ustedes me hablaban de lo clásico: lo clásico está (por eso las obras son símbolos vacíos) en que el hombre del mañana va a ver algo que ni siquiera el autor se planteó. Así como el hombre contemporáneo ve otra cosa, yo puedo decirte: “mirá, este cuadro se llama de tal manera”, y eso es una indicación, no quiere decir que sea eso.

La obra se completa con el que la ve.

Claro. Si te atrae algo, fantástico. Volviendo a Borges, creo que él decía que si vos dejabas un libro en la primera página era porque no te correspondía. Esto también es así. También hay una gran parte de mentira, de algo que no tiene nada que ver con el arte, que es el mercado de arte. Un tipo pone una banana pegada a la pared y dice que la vende a un millón de dólares. En otra parte del mundo alguien dice que realiza esculturas invisibles… eso es para giles.

¿Y el cuadro en blanco?

Son posiciones epocales. Es decir, lo comprendés en su momento. Pero ahora ya está hecho. Yo no me voy a poner como Lucio Fontana a tajear un cuadro. Pero, de alguna manera, sí, porque Fontana está detrás de La Grieta, donde se da un paso más y el tajo permite abandonar la bidimensión y entran en juego los relieves, ¿no? Es una sospecha.

Volviendo a la idea de la banana pegada a la pared. ¿Cómo diferenciar las manifestaciones modernas que dicen ser disruptivas del arte que sí tiene ese atributo?

¿A qué te referís con disruptivo? Nombrame a alguien.

Banksy, por ejemplo, que dice que su idea es ser disruptivo, ir en contra de lo que supuestamente conocemos como arte. ¿Cómo se lo separa de lo verdaderamente valioso, si es que lo hay?

No lo conozco. ¿Pero, alguien conoce a Fernando Espino, un artista santafecino que murió hace unos años? ¿Y a Julio Paz u Horacio Farías? Son dos grandes artistas. A los tres que nombré no los conoce nadie. Ellos no necesitaban mostrar la disrupción, eran la disrupción. Espino con tres fichas de rompecabezas armó un cuadro muy sugestivo. Es decir, transformaba la realidad, interrumpía el ser de la cosa. Esas tres piezas se transformaron en una imagen cuyo carácter tiene una poderosa subjetividad. Todo buen artista es disruptivo.

Dijiste que estos pintores no mostraban la disrupción, sino que eran la disrupción. Si el artista es artista en todo momento, ¿cómo es en el plano normal, cuando no está creando, cuando solamente contempla el mundo?

No te hacés preguntas. Uno está ahí y las cosas van apareciendo. Después hay un pensamiento visual. Algunos artistas, algunos creadores tienen una coherencia, no es lo mío, yo encuentro una veta en determinado momento y la sigo hasta agotarla, después me olvido y encuentro otra cosa. O encuentro la figuración, busco otro camino. Por ejemplo las calaveras, a las que estoy volviendo ahora.

Empecé a hacerlas en 2017, hace seis años. Después no volví a meterme en esa imagen y ahora las vuelvo a retomar: es un pensamiento. Por eso es filosofía, es volver a Platón o a Aristóteles (¡o a los cínicos!). Es retomar lo que otro dejó, los tajos de Fontana o la locura de Pollock. Eso es el pensamiento visual, es lo que vos desarrollás durante toda la vida, y cuando te morís pueden decir: “esta es la estética de fulano, la poética de tal”. Antes no podés decir nada, porque está en desarrollo. Para mí es una búsqueda constante: es sospecha.

Otra cosa: los elementos también te hablan. Cuando hago objet trouvé, un trozo de madera puede ser sugerente. Los objetos te hablan. No sé cómo explicarlo.

¿Y qué tipo de cosas te dicen?

Les muestro por ejemplo esta pieza. ¿Saben qué es esto? Un cabo de hacha (de hacha o de pico, no me acuerdo) y una silla thonet que encontré en la calle.

El pescador.

O éste otro que dejó de ser una pata de silla para ser un pájaro o lo que ustedes imaginen…

¡Un yunque tímido!

Pájaro con huevo (o yunque tímido).

¡Es eso, es eso! Qué lindo es eso. Cuando nos estábamos por ir a vivir a Devoto, levanté una de las terrazas que estaba en mal estado, los pedazos de ladrillo eran muy interesantes. Eran una porquería, pero no te puedo decir qué me llamó la atención: la textura, el color, no sé, de golpe “tac, tac, tac”, empezás a compensar, a combinar elementos.

¿Ustedes hablaban de lo ideológico? Acá hay un Perón escondido. Si lo descubren, fantástico.

Volviendo a los objetos. ¿Qué es esto? Ni idea. ¿Por qué esta madera? No sé, queda bien. Compensa. Compensa la regularidad frente a lo que es irregularidad. Una forma de irrumpir, porque es así la cosa. ¿Qué te genera? Bueno, a mí me genera idea de juego, de azar. Lo que a ustedes les genere es válido.

Como decía Borges: coincido con su interpretación y con cualquier otra.

Sí, ¡eso suena a Groucho Marx!, pero está bien.

Acá lo mismo: esto lo encontré en la calle. Es un pedazo de la patente de una moto que chocó. Los números en relieve, las letras, los bordes abollados resultaron sugestivos. Es muy fuerte la imagen de un pedazo de chapa en esas condiciones. Algo nos quiere contar, por eso es sugerente. Por lo menos para mí.

¿Querrían ser libres los números y por eso chocó la moto?

Eso es una posibilidad, vos propusiste esa historia que merecería ser contada. Pero también es la compensación de símbolos; el cinco y el cuatro con las letras.

Volviendo a lo ideológico, tengo un trabajo (que también estaba en “La Grieta”) que se llama La noche de los lápices. Es una luna negra, no es un sol. Es una luna negra que tiene que ver con el Tarot. Vos fíjate que, mientras te voy contando, recuerdo cómo hacía las cosas y me doy cuenta de que no sólo es el objeto, es la idea, es lo que pasó. De golpe se empiezan a asociar las cosas. Cuando ustedes escriben, ¿qué pasa adentro suyo? Empiezan las ideas. ¿Qué es lo que hace que uno vincule una situación con otra? No importa que sea de tu vida o que te la hayan contado. Ya es tuyo.

La noche de los lápices, obra expuesta en “La Grieta” (2017).

Con este otro trabajo, lo mismo. Eso está pensado en una estructura ortogonal, o sea, líneas horizontales y verticales, siguiendo la idea del constructivismo de Torres García. Lo único que hice fue cambiar por zócalos, porque son los que me sobraron de esta casa. El objeto cambió: ¿es un zócalo? No, dejó de serlo. ¿Es una tabla de lavar? Tampoco. Perdió la esencia, se convirtió en otra cosa. ¿Qué quiere decir? Bueno, está ahí para que como observador lo completes.

¿Y cómo se conjugan todas estas disciplinas? Está el dibujo, la pintura, el arte plástico. ¿Hay alguna que prefieras?

No, ya te digo. Son los elementos que generan las ideas los que condicionan la técnica. Y también las circunstancias. La pandemia me condicionó mucho. Lo único que podía hacer era dibujar. Varios de los dibujos que aparecen en internet son de esa época.

Retrato de Edgar Allan Poe.
Retrato de Gérard de Nerval con su mascota.
Retrato de Arthur Rimbaud.

Cuando decís que los objetos te hablan, te llaman, suena un poco a esta idea de la vocación. ¿Dónde empieza tu vocación como artista?

Con la dictadura del 76, sobre todo. Yo ya no pude seguir en Letras, que era lo que me interesaba. Peligraba todo, pero Filosofía y Letras en aquella época era ponerse un cartel que dijera: “Llévenme”. Entonces busqué otra alternativa y encontré un enorme maestro, que fue Jorge Rivara…

En ese momento, Adelina, la pareja de Carlos, entró a ofrecernos café y le preguntó si no estaría (de nuevo) usando los filtros de café para alguna obra, a lo que Carlos —culpable—sonrió… ¿Qué le habrán dicho los filtros?

Fuiste corrector en La Nación. Oficio que elegiste porque trabajabas seis horas y pagaba lo suficientemente bien como para que hicieras lo que te gustaba. Aunque la vocación nos llame a todos, son pocos los que responden o sostienen ese llamado.

Bueno, yo me aguanté la corrección durante veinte años. Necesitaba laburar y era un trabajo cómodo, diferente al corrector de editorial, que es una especialidad más compleja.

Y sin embargo se ha degradado mucho, en aquel momento eran cuarenta y tres. Hoy son tres o menos.

¿Cómo sabés?

¡Me dijiste vos!

¿Yo te conté? Éramos muchos, se trabajaba de a dos. Uno leía y el otro seguía la lectura. Pero después cambió, se empezó a trabajar solo y más tarde apareció la informática, que tenía un corrector incorporado. Esto permitió eliminar personal en detrimento de la calidad.

¿La corrección, además de ser un sustento económico, contribuyó a tu formación artística?

Sí, porque me dejaba tiempo. Yo laburaba entre cuatro y seis horas y trabajaba de noche. Además era joven, y eso es otra cosa muy interesante, más que trabajar de corrector. Ya te digo, la corrección me daba tiempo para formarme y conocer gente interesante. La primera vez que viajé a Bélgica, en el 89, fue gracias a gente que me ayudó a sacar el pasaporte y todo ese tipo de cosas.

¿Viajaste para exponer tus obras?

Sí.

¿Cómo fue el proceso de diseminación? Expusiste en Argentina, Bélgica, Australia…

No, en Australia no estuve. Me compraron obras y las mandé. Me fue muy bien en Bélgica las veces que fui. Yo aprovechaba que podía juntar los días feriados y sumarlos a mis vacaciones.

¿Cómo es el público belga?

Ahí tengo dos experiencias. La primera fantástica porque llegué cuando los cantones eran socialistas. Yo no hablaba un carajo de francés. Viajé en la línea aérea paraguaya, que era muy económica. Iba con cien dólares a pasar tres meses; estaba totalmente loco. Llevaba mis obras en una valija de plástico, de esas grandotas de Pan Am, muy pesada. Apenas la abrí en el aeropuerto la mujer que trabajaba ahí me dice: “Vous êtes artiste, Monsieur !” (tenía un compañero de viaje, que estaba de escala porque se iba a Alemania, era mozo, y él sí hablaba muy bien y me tradujo todo). La cuestión es que yo había sido invitado por el Centro de Estudiantes Universitarios Latinoamericanos (CEUL), que era una asociación de orientación izquierdista. Como todos los zurdos, se pelearon entre ellos y echaron a quien me había invitado, y me quedé sin sala para exponer. En consecuencia, empecé a moverme con un amigo que era antropólogo y trabajaba para la comunidad como traductor. Buscó relaciones y conseguí una galería de arte, eso me vino muy bien. Conseguí una galería en Louvaine-la-Neuve, que es la ciudad de la universidad, y la galería Delftenco, en Bruselas. Al año siguiente conseguí en la galería De Mool, en Aalst.

¿Te acordás de la primera obra que vendiste?

La primera obra que vendí en Bélgica fue comprada por el director de una escuela que la vio antes de que expusiera, era la imagen de una piedra con signos, una especie de runa, de la que no me quedó registro fotográfico.

¿Te dan nostalgia los cuadros que vendiste o te preguntás sobre su paradero?

A veces me duele desprenderme de ellos. De algunos perdí el rastro. En general suelo fotografiarlos para consulta.

¿Y los cuadros que vendiste en Australia? Hasta hace poco seguía siendo un destino remoto.

No fue un cuadro, sino uno de los cinco centauros que adquirió una turista australiana cuando expuse en la galería Andrada, aquí en Buenos Aires. Fue y es un destino remoto para una de mis obras.

Y el mercado del arte, ¿está más complicado ahora que antes?

Sí, ahora está muy complicado. Es un círculo muy, muy pequeño de coleccionistas. Antes había un púbico que era la clase media, profesionales que compraban. Durante todo lo que fue la década del sesenta o setenta, hubo un movimiento muy interesante de profesionales, gente con una inquietud por tener colgada una obra en su casa. Hoy en día no es así por la situación económica o quizá porque hay un público en extinción. Ya no compran.

Cuando decías que el arte es muchas veces la salvación de uno mismo, ¿salvación con respecto a qué? ¿De preservar la memoria, de no caer en el olvido?

No, olvidate de la trascendencia. Salvación de esto. De la hostilidad del mundo, de la existencia. Cuando vos escribís, ¿no sentís que entrás en una realidad paralela? Creás un mundo con palabras. En este oficio, ese mundo paralelo, ese refugio lo hacés con formas y colores.

Pero hoy hay artistas a los que sólo les interesa vender.

Eso hubo siempre. Si vos estás apuntando sólo a vender, no sos un artista. Sos un comerciante. Es otro ámbito. Vos sabés cuál es el gusto de la gente en un determinado momento y entonces hacés eso. Trabajás en función de un gusto que no es el tuyo. Pero cuando creás vos estás haciendo tu poética: aunque sea arduo e inútil, eso no importa. Estás haciendo el camino. No pensás en vender. El interés está en el goce de hacer.

¿Y cómo hace uno las paces con los comerciantes de la época?

No, no hay paz. Apenas un pacto transitorio donde fijás un precio, una comisión por venta y, si no estás invitado, alquilás su espacio.

Con el auge de la escuela francesa y el posmodernismo surgió una corriente que lo relativiza todo: la obra es buena si así lo quiere el espectador. ¿Qué opinión te merece esto?

No opino nada. Lo nuevo no me atrae a esta altura de mi vida.

El problema es que si uno simplemente dice que lo nuevo no lo atrae se le acusa de retrógrado.

Bueno ya te dije que estoy anclado en el siglo que pasó… uno envejece en un mundo que es cada vez más joven.

El mundo opera para quitarnos las capacidades que hemos querido desarrollar. Hoy con inteligencia artificial todo el mundo sabe dibujar.

Y, bueno. Yo no puedo hacer nada. Yo me dedico a pintar, para mal o para bien: lo que ves es lo que hago, sirve o no sirve, gusta o no gusta. No importa. Soy yo, esta es mi existencia.

En cualquier caso, aunque el mundo vire a un lugar raro…

¡Muy raro! Al menos para mí.

[…] seguirán encontrándose personas que se resistan a eso.

Quizás sea la gente que se resiste a lo que piensa el mundo la que normalmente lo cambia. De golpe Descartes, con sus dudas, o Hobbes, con su miedo, estaban cuestionando todo. ¡Y se tuvieron que exiliar! Aun así cambiaron el pensamiento: eso es lo que realmente es el espíritu de la época. Para que el espíritu de la época se afiance necesitás que se instale en el público.

¿Dirías que el intelectualismo impostado de la academia escindió al arte —y al cultivo espiritual que conlleva— de la realidad de la sociedad de a pie, de la gente común?

Yo te nombré tres pintores que están muertos, pero que de algún modo siguen siendo contemporáneos, porque murieron hace poco. Eran gente común. Yo también creo que hay una cosa extrapictórica: el verdadero arte subyace; no sabés lo que está pasando en este momento. Te dicen que está pasando tal cosa, pero de golpe el tipo que encuentra un bidón y lo convierte en una cara —bueno, eso ya lo hicieron en el Congo— está haciendo un arte. Vos no sabés si a partir de eso hay un desarrollo del pensamiento visual, no sabés qué es lo que va a pasar. Si lo seguís, fantástico. Por ahí tenés una poética nueva. Ahí quizás esté el espíritu de la época.

Ustedes me hacen preguntas muy difíciles y yo soy un muchacho de barrio.

Nos faltó preguntarte por Italia. ¿En Italia vendiste o expusiste?

Vendí desde Bélgica. Sé que la obra está en Sicilia, donde reside la persona que lo compró.

¿Cuál es tu Guernica, Carlos?

Tengo un Guernica que es un bombardeo a Plaza de Mayo. Lo tengo en el taller, vengan.

Acá lo que juega también es la tridimensión: de acuerdo con la luz, cambia el cuadro y es difícil de reproducir fotográficamente por los reflejos metálicos. La idea es que frente a lo que estaba construido aparecen de pronto tres símbolos —que no tienen la forma de los Gloster que nos bombardearon en el 55, sino que es la fusión de un perfil de avión y el de una cruz, después de todo los genocidas se mostraban con la consigna de Cristo vence— y abajo el caos. Una estructura ortogonal, racional, organizada que es atacada por la irracionalidad de manchas y grafismos irracionales, arbitrarios…

¿Es tu obra favorita?

No, no tengo obra favorita. Con algunas tengo encuentros. De golpe encuentro obras y digo “qué interesante lo que hice acá”, retomo la idea plástica y vuelvo a desarrollarla.

O sea que volvés a dialogar con el Carlos Marini del pasado.

Sí, y también tengo estancamientos, que es cuando no se me ocurre nada. Entonces empiezo a inventar personajes que se ríen de los humanos y también tienen que ver con la transformación del material. Esto, por ejemplo, que ahora tiende a ser un escudo, sin embargo no es un escudo, es una suela de zapato que encontré en una avenida. ¿Por qué la junté? No sé, quizás intuí sus posibilidades de ser otra cosa…

¿Qué harán cuando te vas, no?

¡Adán y Beba podemos suponer lo que hacen!

Adán y Beba.

Es interesante la poética que desarrollás alrededor de los objetos. En una época crecientemente digital, donde toda la interacción pasa por una pantalla…

Qué raro. ¿Sabés que no se me había ocurrido eso? Bueno, no había pensado en la parte digital. No tengo nada que ver con eso. Soy un analfabeto informático.

Pero también porque sacás al objeto de lo puramente material.

Por eso me gusta Heidegger. Jugar con el modo de ser de la cosa.

¿Por qué Heidegger en tu pensamiento artístico?

Por Juan Pablo Feinmann. En un curso me metió esa polilla que es la curiosidad y que te va comiendo el cerebro. Volví a leer filosofía y me puse a estudiar griego. Los primeros objetos se me ocurrieron recorriendo las costas de lo que ahora es la reserva ecológica. Allí estaban los escombros producidos por la ampliación de la Avenida 9 de Julio. Ladrillos, metales, maderas, cerámicos, todos fragmentos tocados por las aguas del río y los dedos del tiempo… tan maravillosamente sugerentes que sólo había que ponerlos en una base o combinarlos…

“Cosas de la luz” de Buenos Aires.
Piedra rescatada del río.

Se parece a las Cuevas de Altamira. En un punto, arrancaste tu carrera como arrancó la historia del arte de la humanidad. ¡Es un homenaje!

Carlos ríe. “¡Me encantan estos objetos, che!”

***

El encuentro con Carlos confirmó una cosa: el artista es artista en todo momento y todo lo que hace forma parte de un inextricable entramado de causas y causalidades misteriosas de las que él no tiene el más mínimo control ni conocimiento, como si rodara enajenado por una pendiente trazada previamente por un diablo o un demiurgo. No es extraño que Carlos sea un admirador de la filosofía de Heidegger; para el alemán, las manos y los pies son el lugar de pensamiento, aquello que nos liga al orden terreno. Sólo alguien con los pies en la tierra puede reconocer el ordinario destino machacado de una suela de zapato y, a través de sus manos, elevarla para siempre a escudo de caballero cruzado que morirá por la fe de su corazón. Pero en la fibra creativa de Carlos Marini, Heidegger es posterior a él, y por eso confirma mi tesis. Heidegger es sólo una coincidencia, el alivio de encontrar a un amigo, la constatación de saber que alguien más también se ha detenido ahí para encontrar la misma verdad que nosotros.

Nos despedimos afectuosamente entre lo que me pareció el murmullo amistoso de sus creaciones. Miré por última vez a aquel hombre de tácitos y atentados pasos, y antes de lamentarme nostálgico por ese tiempo mítico al que Carlos había pertenecido me pregunté si su casa no sería la galería que guardara la última pieza de arte que retratará infinitamente. La de él mismo.


Carlos Marini nació en Buenos Aires. Su formación artística comienza en la Escuela Nacional de Cerámica Fernando Arranz, luego en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón (1979-1983) y en el Taller Río de la Plata del pintor Jorge Rivara (1976-1985). Fue profesor de dibujo y pintura en Gente de Arte de Avellaneda (1987-1990), colaborador del taller Río de la Plata (1986-1995) y creador del taller de arte Megafón. Da clases y trabaja en su taller de Villa Devoto, en la Ciudad de Buenos Aires. Sus obras forman parte de colecciones públicas y privadas de Argentina, Bélgica, Italia y Australia. Un gran número de sus obras pueden encontrarse en su sitio web: https://carlosmarini.com/.

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