Por qué no hay que escribir siendo extranjero

Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera
M. Proust

Esta época asesina a los buenos escritores, enaltece a los malos y acaba con la motivación de los medianamente decentes. Aunque pueda sonar excesivo, desde hace algunos años he visto cómo con la proliferación de algunos estilos como la popular “literatura del yo” acabamos agregando también varios vicios. Entre ellos el tema que nos compete: la oralidad.

Una obsesión casi enfermiza por sonar auténticos acabó liquidando casi definitivamente los esfuerzos de algún esteta, evidentemente perdido y equivocado de época, que pretenda surgir en el extraño mercado editorial de hoy día. Con la excusa de la verosimilitud se ha caído en muchos errores, pero uno de los más raros dada su naturaleza diría que son estas ansias por “escribir como hablamos” cuando todos sabemos que la oralidad de la literatura es un artificio.

Como extranjera que ahora vive en un limbo lingüístico, a pesar de seguir viviendo en Latinoamérica, esto no hace más que generar preguntas. ¿Existe una única forma correcta de escribir que realmente represente el “cómo” hablamos?

Las variedades lingüísticas dependen de tantos aspectos que restringirse al geográfico sería minimizar. Además, en estos casos es justamente donde comienza a hallarse el inmigrante. ¿Es acaso menos verosímil su manera de hablar y escribir?

En uno de muchos talleres literarios juzgaban a cierto autor argentino por su uso de la palabra “lavabo”, lo calificaban como un intento superficial por abrirse paso en un mercado ajeno, por buscar el éxito internacional, por ser víctima del marketing y del sistema, por no tener la proeza de Bolaños. Sin importar si el autor del que hago referencia te deslumbró con libros como Trayéndolo todo de regreso a casa o simplemente te impactó su abuso del pretérito pluscuamperfecto en Mañana tendremos otros nombres, lo cierto es que es un argumento que carece de sentido lógico, sin hablar de la injusta y malintencionada comparación. ¿Cuál sería el problema de que alguien utilice alguna palabra con el fin de darse a entender mejor en el país donde vive actualmente? ¿Se puede juzgar esa acción como un intento desesperado por vender libros en un escenario como el actual? ¿Cómo podemos estar seguros de que es así y no de que simplemente al tener años viviendo en España ha comenzado a utilizar algunos vocablos? ¿Es realmente útil algo de ese nacionalismo?

En otra oportunidad un profesor se reía de aquellas veces que escribimos con palabras que en la oralidad parecen tan ajenas, como si existiera realmente una “única forma correcta de escribir”, como si fuese posible tal absurdo.

Y no me malinterpreten, no defiendo los desastres de algunos aprendices (me incluyo), cuando intentan escribir historias que en nada se parecen a sus realidades —especialmente en los diálogos, donde se vuelve más notorio el problema—, pero qué ocurre con los escritores exiliados; expulsados de sus fronteras; con un pie en cada tierra, en cada forma; ¿no hay espacio para ellos?, ¿para buscar adaptarse y ser comprendidos?, ¿hasta de la literatura hemos sido expulsados?

“Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, escribió Wittgenstein. Y aunque el propio Pron diría en una entrevista que aunque sería magnífico que el lenguaje transformase la realidad, esto no sucede; nada y todo va a cambiar en el momento en el qué dejemos de fingir lo que no somos (y lo que somos también).

Este “seudoproblema” ya nos lo advertía Borges, en “El escritor argentino y la tradición”, cuando hacía referencia a esa obsesiva búsqueda de las palabras nativas con la que los autores llegan al punto de lo artificial. Y, entonces, rescato el ejemplo de Banchs y de cómo sus azoteas y sus ruiseñores pueden resultar más argentinas que cualquier motivo local.

Pero aquí no vinimos a hablar de Borges, ni de si los nacionalistas son o no falsos traductores, ni sobre política, traducción, ni importación cultural, tampoco si en el Corán hay efectivamente o no camellos, ni siquiera de si sólo debemos escribir cómo y de los temas que deberíamos escribir según de donde seamos, sino de cómo y de qué escribimos los que ya no somos de ninguna parte.

Vale entonces traer a la discusión el término “zona” que usa Saer para referirse al lugar desde donde escribimos. Durante mucho tiempo me pregunté si ese concepto estaba sujeto a una determinación geográfica. Ahora me atrevo a decir que parte del estilo está en que cada autor logre encontrar su propia zona y, por qué no, su propio lenguaje. Escribir no es imponer una forma. Tomando el atrevimiento de modificar la frase de Borges para los fines de este texto: abandonarnos al sueño de la creación, sin desviarnos en estas pretensiones, nos hará buenos o al menos tolerables escritores y lectores.

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