No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir, porque no puedo ni quiero contradecir a EAP, por supuesto. Pero, al menos, para los anticultores del terror es que me dispongo hoy, en esta noche negra, a contarles la verdadera historia del gato negro.
Mi abuela chiquita tenía un gato negro que se llamaba Negro y era gordo y malo (mi mamá años más tarde tuvo un gato gris que se llamó Gris, y yo una perra blanca que se llamaba Blanca. Nunca hubiera reparado en ese detalle —acaso terrorífico— que nos habrá ligado a las tres generaciones a nombrar a las mascotas cada vez más desteñidas).
Negro sólo se dejaba ver cuando tenía hambre y con la única que era cariñoso era con mi abuela. Me gustaba que mi abuela me invitara a almorzar, a mí y a mi prima Nora, que es dos años más chica. Por esos años vivía mi abuelo también, y comíamos los cuatro, en una mesa redonda, sopa de vitina de primero, y pizza después. Y charlábamos con el abuelo, aunque si quiero acordarme de qué, sólo lo veo moviendo los labios, sonriendo, gesticulando, como si fuera cine mudo. En aquella cocina había, in eternum, un vaso con ramas de ruda, y si por casualidad llegábamos a decir que nos dolía la panza, no nos salvábamos de un asqueroso té de aquel yuyo, así que, a menos que nos estuviéramos muriendo, restringíamos al máximo nuestros verdaderos pesares.
Luego venía el rato obligado de jugar en el patio, debajo del duraznero del abuelo, con sus herramientas y sus cacharros; o en el galpón, donde teníamos montada nuestra oficina, con el escritorio de pinotea donde ahora mismo me apoyo para contar estos extraños sucesos.
A diferencia de lo que cuenta EAP, yo nada puedo decir acerca de la amistad entrañable trabada con aquel soberbio animal: era arisco y retobado, no nos dejaba ni acercarnos a él, y, sin embargo, nosotras dos, tiernas niñitas amantes de los animales, nos sentíamos fatalmente atraídas por aquél, una fascinación que empezaba en el negro encandilador de su pelaje, y tendíamos las manos hacia él como poseídas por un demonio de la gravedad, queriendo tocar la suave turmalina que lo recubría. Él nos dejaba ser para, a traición, darnos un zarpazo disuasorio.
Lo vi reírse. Sí. Con seguridad, aunque a ustedes les cueste creer ese hecho contrario a la naturaleza gatuna.
Comía sólo hígado crudo cortado por mi abuela. Y con ella ronroneaba, se paseaba entre sus piernas restregando la cola y dando unos maullidos suaves, y mi abuela le respondía y le hablaba. Sólo ellos. Con Norita queríamos imitar a la abuela, a pesar de que ella nos decía “las va a morder”, y eso zanjaba la cuestión. La abuela decía eso dándose vuelta, limpiando sus manos en el delantal de cocina, sin mirarnos, mientras terminaba de lavar los platos.
Un día Negro no estaba más, y supimos por el abuelo, allá debajo de los frutales, que lo habían encontrado enganchado en el alambrado de púas que separaba su patio del vecino. Despanzurrado. Sin más, esa fue la única información que nos dieron. Nosotras, inquisidoras, le preguntamos:
—¿Dónde está el Negro, abuela? —nos gustaba aquel animal, pero ahora, a la distancia, creo que había un matiz de gozo en aquella pregunta, más que saber dónde estaba, queríamos saber cuál había sido el fin del maldito y, sobre todo, quién y por qué; aunque con las sucintas palabras del abuelo nos imaginábamos la gorda panza del gato abierta con las tripas en el alambrado.
—No está —era la única respuesta de ella.
—¿Pero adónde se fue, abuela? —las dos paraditas detrás suyo mientras ella cocinaba.
—Menos pregunta Dios y perdona —la última y definitiva respuesta que nos dio fue esa. Sabíamos que no habría más a pesar de la insistencia, porque cuando metía un refrán en el medio significaba “asunto terminado”, que eso lo sabíamos bien.
Ni idea qué tendría que ver Dios en aquella cuestión. A pesar de todo, Norita, que estaba en primero de Catecismo, en un susurro me dijo:
—¿Para qué tendría que preguntar algo Dios si lo ve todo?
Yo miré sin querer el vasito donde siempre había ruda. Estaba vacío.
La semana siguiente, cuando volvimos a almorzar, la abuela tenía un nuevo gatito negro, que se llamaba Negro.
***
Hoy le pregunté a mi madre, ya anciana, qué había pasado realmente con Negro (el gordo malo), por conocer aquel secreto de mi infancia que vuelve a mí en esta noche negra.
—¿Cuál de todos? —me preguntó—. Tuvo diez.
Ilustración por Eugenia Mackay