La última cena

El escriba ha desaparecido
Señalo el sitio vacío
donde los muertos se divierten.

Escrito con un nictógrafo, A. Carrera

Dicen que la muerte es cosa de vivos. Y es cierto, lo reafirmo como alguien que llora en funerales de próximos y ajenos.

Ver cómo enemigos y extraños se acercan a husmear el féretro, cómo quien busca consuelo en la miseria de otros como los gusanos lo harán más tarde en los cuerpos, es nauseabundo, pero no por eso un acto menos extrañamente literario.

Sueño entonces con un hombre que recorre velatorios buscando venganza entre los vivos y los muertos: 

“En Taktsang Lhamo, en el Tíbet chino, a los muertos se les duela desmembrándolos con machetes y entregando sus sesos a los buitres. Porque ellos, ellos han descubierto el verdadero sentido de la vida”, gritó al irrumpir en la capilla.

“El cuerpo, sin el alma, es sólo un envase que ha de retornar a la tierra: ser alimento para las otras especies. Por algo siempre ha sido mencionado como una especie de homenaje. Medea era una madre horrible, sí, pero, al igual que Atreus a su hermano Thyestes, le sirvió la carne de sus hijos a Jasón en una fiesta de reconciliación. ¡Qué acto tan noble! Comer es el acto más grande de amor”, ha dicho antes de llevárselos, y es que incluso el mismísimo Cristo se convirtió a sí mismo en alimento, por eso no hay homenaje más grande que el que está a punto de hacerse, qué mejor final para los hombres que un gran banquete.

Ilustración por Eugenia Mackay

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