Blobfish

No es fácil despedirse de un amigo. Y la verdad es que cualquiera desearía tener algo para decir, de esas grandes verdades elementales nunca dichas en voz alta, pero no, una vez cortado el vínculo, no hay nada más. En particular a él, las interacciones sociales siempre le resultaron más insoportables de lo que debían. Su voz y sus piernas temblaban, recordándole siempre que su naturaleza era caer. La ansiedad le retorcía hasta las náuseas y se le hacía tan difícil el simple acto de hablar en voz alta que al menor intento el sudor le corría como un caudal por las mejillas dejando un rastro que, casi inmediatamente, se llenaba de diminutos y desagradables granitos. Entonces la clase reía de sus piernas al punto del colapso, de su rostro enrojecido sumido en la vergüenza, de su remera, transpirada y demasiado grande para su cuerpo.

Mientras las doctrinas religiosas suelen restringir el infierno a un lugar intangible e indeterminado destinado únicamente a los pecadores, se sabe que el infierno está en la Tierra y es distinto para cada uno. El suyo era la escuela.

“Intenta hacer amigos”, le sugería Martina, su madre, casi hastiada. Lo decía como si realmente pensara que fuera algo sencillo, pero con una mirada que parecía gritar: “me das lástima, sí, pero lo que siento es confusión porque no entiendo cómo puedes ser mi hijo”, y nada en el mundo le irritaba más. 

Con el tiempo Martina había aceptado que su hijo jamás sería como otros niños e incluso había dejado de lamentarse por teléfono con sus amigas. Ya casi no se le escuchaba gritándole a Oscar, su marido, lo extraño que se había vuelto “tu” hijo (quien en realidad era hijo de ambos pero que, obviamente, ninguno quería atribuirse). Habían acabado los ataques de llanto que en su momento había luchado por circunscribir a las paredes del comedor en aquellas noches que no dejaba de preguntar “qué podrían haber hecho para que todo saliera tan mal”.

Oscar, en cambio, no lograba abstraerse con tal facilidad de esa realidad que le producía aquel nivel de rechazo hacia su hijo. Quizás por eso encontraba en la televisión su mejor aliado. Cuando por alguna razón buscaba estar con su hijo, lo llevaba a jugar con los vecinos, pero la vergüenza y la decepción eran como un nudo que se le atravesaba en la garganta a la primera patada mal ejecutada del niño. En esos momentos, primero se arrepentía de haber deseado un hijo y después de haberle negado un segundo a Martina, con lo mucho que ella había insistido por tener dos. Habría sido la oportunidad de hacerlo bien, decía para sí mismo.

Entonces recordaba a Martina embarazada, sentada mirando la ventana de aquel departamento en el centro que tenían cuando eran sólo dos, cuando los esperaba un mundo de posibilidades.

En honor a la verdad, aunque Oscar rememore aquella etapa con la nostalgia propia del pasado desvanecido, para Martina fueron días en los que el tiempo se detuvo. Aunque a veces ella misma se sintiera cruel de sólo pensarlo, el problema de su hijo quizás había empezado mucho antes de que sus ojos vieran la luz por primera vez.

El primer mes luego de enterarse del embarazo, Martina no pudo dormir más de dos horas. La noticia la había tomado por sorpresa, y aunque ya había decidido tenerlo, no terminaba de acostumbrarse a la idea. “El llamado” nunca había llegado, pero se suponía que estaba en ese momento de la vida en el que, de decidir interrumpirlo, seguro más tarde se arrepentiría, o eso decían. Sin embargo, no lograba encontrar paz. Podía tenerlo, sí, pero ¿era ella una madre? ¿Qué pasaría con todos los planes que tenía? ¿Podría cargar con el peso de otra existencia en sus hombros cuando apenas podía con el de ella misma?

La situación la aterraba a tal punto que las pesadillas no tardaron en aparecer. Todos los días la misma: yacía ella postrada en una cama, con el vientre inflado como un globo a punto de estallar, escuchaba entonces el llanto de un niño que parecía venir del interior, desesperada entre el dolor y los sollozos, tomaba entonces una enorme tijera que descansaba sobre la mesa de luz y clavaba el filo entre la carne. Después de mucho luchar lograba sacar al niño del vientre y, cuando aquella sangrienta escena parecía haber terminado, lo peor estaba por ocurrir. Tomaba el cuerpo inerte de su hijo por la cabeza y procedía a devorarlo, como sólo podría hacerlo un animal salvaje y hambriento. Al cabo de cinco minutos había terminado. Entonces comenzaba a llorar desconsoladamente en el sueño y habría de parecer muy real porque luego, cuando despertaba, se ponía a llorar también.

Muy distinta era la imaginación de Oscar, que no había sino soñado con su hijo corriendo junto a él en la cancha, un jovencito de piernas fuertes y sonrisa encantadora, carismático y sociable como en algún momento él mismo había querido ser. Ahora pensaba que moriría deseando por siempre algo distinto, un niño que no fuese ese mosaico caótico de gestos extraños y torpes, que no lo avergonzara al hablar y no le produjera repugnancia de solo escuchar el ruido que hacían sus dientes al masticar; lo que, por cierto, siempre le había parecido un sonido demasiado exagerado, casi producido con malicia.

Pero la idea de un segundo hijo nunca le atrajo demasiado. Odiaba todo de su hijo, sí. Pero ¿qué podía pasar?, podrían tener otro y que resultara igual o peor que el primero.

La otra opción tampoco le convencía del todo. ¿Qué pasaría entonces si nacía un hermoso niño, destinado a ser exitoso y entonces tenía que ver una y otra vez su historia repetirse?

Si bien el padre de Oscar nunca había sido muy suave con la educación de sus hijos; el hijo menor, el hermano de Oscar, Maximiliano, había sido siempre su debilidad.

Mientras al resto los obligaba a permanecer de pie durante horas en la escalera, con libros sobre sus cabezas, cuando hacían alguna travesura; a Maxi lo dejaba sentado en una esquina, mirando por horas hacia un rincón. Su excusa: no todos necesitaban la misma dosis de disciplina.

Un poco de razón tendría, o eso pensaba Oscar, ya que su hermano había sido el único en lograr irse a la ciudad mientras él nunca había hecho más nada que no fuese atender una pescadería. Desde entonces, había tenido la fortuna de no volverlo a ver.

Atravesado por todo esto, Oscar miraba poco a su hijo, de hecho, casi prefería evitarlo, y de tanto discutir ya tampoco miraba a Martina, quien entonces había comenzado a hacer lo mismo. Más tarde al chico le comenzó aterrar ver a los ojos a cualquiera de los dos, por lo que, al cabo de un tiempo, en esa casa ya nadie miraba a nadie. Y mucho antes el chico había dejado de sufrir tanto por el desprecio materno como paterno. Había terminado por asumirlos, con una naturalidad casi solemne, como otra de las tantas cosas que nunca podría cambiar.

Por ese entonces Oscar le había dado un trabajo a su hijo en el negocio familiar: una pequeña pescadería instalada en una concurrida esquina del barrio, que inundaba toda la vereda de un nauseabundo olor a pescado y que además tenía problemas en las cañerías, pero que aun así se llenaba todos los fines de semana, lo que le hacía necesitar toda la ayuda posible. 

Todo había comenzado con la idea de Oscar de que así, quizás, el niño podría encontrar algo en lo que al fin fuese útil, pero su paso por el negocio no tardó en convertirse en otro infierno.

En los días malos, las burlas podían durar horas. A Oscar le gustaba reírse de su extraño peinado engominado, de su forma de hablar, de andar, de su amaneramiento al usar el cuchillo. Una vez le había dicho que sus muñecas eran demasiado femeninas y sus dedos demasiado delgados como para siquiera filetear bien un pescado; y lo había empujado con rabia contra el freezer. El episodio le había provocado una crisis nerviosa al niño y a partir de entonces Oscar había jurado controlarse, pero su animosidad habitual no tardaría en volver.

Cansado de soportar las burlas de su padre, quien secundado por sus empleados parecía sentir esa complicidad masculina que siempre había deseado; prefería escuchar la radio y sumergirse en cualquier sonido de fondo, mientras soñaba despierto con las aguas de alguna playa del caribe. 

Para inspirarse miraba una foto que aparecía en un viejo calendario que hacía un extraño contraste en aquella pared manchada de sangre al lado de los cuchillos. 

Le gustaba imaginarse echado en la arena, donde el sol lo transformaba en una gota de aceite que se fundía con el mar. Sin sus padres, sin la escuela, sin problemas y sin nadie. Solo en un mar de un profundo azul intenso.

Dicen que el color azul produce calma y, en esos momentos, así parecía. Esa foto era su escape y, por eso, no dejaba que nadie la moviera de lugar.

***

El mundo se divide en los que viven una vida corriente y aquellos que en algún momento pasamos a preguntarnos diariamente qué podría estar provocando ese rechazo casi sistemático en los parias o en los marginados. Podría ser por todas las razones, por cualquiera o por ninguna. Pero el verdadero desastre del asunto es que no somos esa desgracia melancólica y sombría que incluso atrae desde lo exótico, ni la miseria sublime que pasa casi a despertar lástima, o, digamos mejor, la bondad de los más o menos amables. No, somos lo incómodo, esos que no pasamos del común desagrado, y eso es peor aún. Si intento recordar cuándo empeoró todo, me temo que sería difícil de explicar. Aunque si tengo que elegir una fecha podría ser, quizás, cuando, en sexto grado, Darío pidió a la profesora que me sentara lejos, argumentando que por mi culpa toda el aula apestaba a pescado. 

Julián, un compañero que lo seguía e imitaba de forma casi vergonzosa, por una tarea de Biología había encontrado en Internet al pez más feo, gris y triste de todos. Así había descubierto entonces la existencia del Pez Gota, también conocido como Pez borrón o Blobfish, para los amigos. Y, desde entonces, mi nombre también. 

Nunca fui demasiado creyente, pero de haberlo sido, la existencia de una criatura como aquella, probablemente hubiese sembrado la semilla de la duda sobre esa teoría de un Dios puro amor y belleza. El Psychrolutes marcidus era una especie tan espantosa que incluso la descripción de la Administración Oceánica y Atmosférica Nacional de Estados Unidos —supuestamente imparcial por tratarse de escritura científica— era deprimente: un gran renacuajo en forma de gota, una masa de pálida carne gelatinosa con la piel hinchada y suelta, una nariz grande y pequeños ojos brillantes. Una criatura sin dudas desgraciada. Sí, desgraciada, aunque no mucho más que yo.

Y es que estar del lado de los otros es demasiado sencillo. No puede decirse lo mismo de quienes, desde el momento en que nacemos, parecemos destinados a vivir en soledad.

Espero que no me malinterpreten, sí que lo he intentado, pero quizás siempre fui demasiado extraño, demasiado débil, de cuerpo y de espíritu. Desde incluso antes de que mi nombre pasase a ser Blobfish, todos tenían cuidado de no acercarse demasiado, casi como si pudiera contagiarles mi miseria. De nada servía caminar tan silenciosamente como buscando lograr el don de la invisibilidad, con la esperanza de convertirme en algo imperceptible. Había nacido para ser y sería siempre una presa minúscula e indefensa en un mar lleno de depredadores.

Al principio no puedes dejar de cuestionarte por eso, hasta que te das cuenta de que también esas especies se agrupan de una forma tan común como aburrida: el líder rebelde, el secuaz insoportable, el carismático accidental lo suficientemente amable como para ser amigo de todos pero con tanto miedo que es incapaz de rebelarse contra el resto, el que conoce al resto del grupo desde pequeños y que en algún momento olvidó qué los hacía tan amigos y ese que prefiere quedarse con ellos aunque lo ignoren con tal de sentir que hay un lugar al que pertenece. Cuando tienes tantos años sufriendo de esto como yo, aprendes a reconocerlos; sabes que apenas llegaran a la universidad, que son unos imbéciles con los que no vale la pena pelear por mucho que te imagines golpeando sus cabezas contra el asfalto. Aunque igual, de vez en cuando, no podía evitar imaginarme encontrarlos de nuevo en muchos años, viejos, solos y con una vida mucho más mísera que la mía, necesitados de un préstamo, un trabajo… o hasta de un riñón. 

Estábamos ya en séptimo grado, los días en la escuela transcurrían con la levedad característica del otoño y todo parecía tranquilo, pero esa mañana amaneció fría y lluviosa, como esas que casi anuncian que algo malo va a pasar. Las burlas no habían cesado, pero habían quedado en intentos toscos e infantiles. Todo seguía como siempre, yo con toda naturalidad sacaba los pescados que habían depositado ese día en mi casillero, cuando todo se volvió físico, violento. Entré al baño y enseguida vi a Darío del otro lado, esperando por mí. Apenas me dio tiempo de escuchar a su amigo cerrando la puerta detrás cuando sentí el golpe. Sabía que era mi culpa, por débil. Enseguida imaginé lo decepcionado que habría estado mi padre de ver con cuánta facilidad cedí, con qué rapidez me habían derrotado.

O, quizás, de enterarse ni siquiera se habría sorprendido. Nunca lo sabré y desde entonces prefiero no pensar demasiado en lo que pasó ese día; sólo recuerdo que durante treinta largos minutos miré aquellas baldosas del baño deseando con todas mis fuerzas despertar en cualquier otro lugar.

***

​​No es fácil despedirse de un amigo. Estamos acostumbrados al letargo inevitable que caracteriza las relaciones humanas. Ese que hace que después de cinco años te preguntes qué fue de ese vecino con el que hablabas todos los días, pero cuyo contacto perdiste para siempre. 

Así sin más desaparecen todos los que en algún momento te salvaron de caer. 

Aquel día de séptimo grado habría calificado definitivamente como un día de mierda de no ser porque ese día conociste a Santiago, que te vio disimulando muy mal el dolor mientras arrastrabas la pierna derecha. El día había aclarado, sólo se escuchaba el ruido de tu suela entre el crujir de las hojas húmedas que llenaban la vereda. Te preguntó qué te pasaba y eso era mucho más de lo que cualquiera había hecho por ti alguna vez, así que fue suficiente para considerarlo tu primer amigo. Tenía el cabello castaño y largo, y una chaqueta que lo hacía lucir adulto. No le contaste lo que te había pasado, pero de alguna forma pareció saberlo.

Desde entonces, nada fue lo mismo.

Extrañas esas primeras conversaciones, totalmente irrelevantes pero que te hacían pensar que todo estaría bien, que había un mundo afuera lleno de estupideces, pero que de alguna manera era mejor que este lugar. Incluso tardabas el doble de tiempo en llegar a casa, pero a nadie parecía importarle lo suficiente como para preguntarte. Y aunque hablaban poco, caminar juntos luego de la escuela se había convertido en una nueva forma de no estar solos. Algunos los miraban mal, seguro por lucir como un par de perdedores. Podías decir que tenían algunas cosas en común, aunque sabías que eran pocos los detalles de su vida que conocías: le gustaba el helado de pistacho y las películas de ciencia ficción, detestaba el invierno y sus padres tampoco le prestaban demasiada atención, ya que nunca se preguntaban qué hacía cuando andaba contigo.

Creías que, al igual que tú, no tenía muchos amigos. Aunque no lo comprendieras del todo, pues de hecho él era lo que siempre habías deseado ser y en cambio tú eras lo que todo el mundo odiaría en convertirse. Santiago tenía una respuesta para todo. “Blobfish, me gusta. Tiene personalidad”, había dicho alguna vez. Siempre pensabas que a tu padre le habría gustado, si hubiese existido la oportunidad de que lo conociera.

Les gustaba hablar de lugares distantes, universos lejanos, realidades paralelas. Un día te dijo que le gustaría conocer el desierto, que probablemente se sentía como estar en otro planeta. Entonces tu dijiste que te conformabas con conocer el mar y él prometió que algún día te acompañaría. Sólo había que esperar el tiempo suficiente, cuando fuesen adultos, podrían hacer lo que quisieran.

Ya para ese momento escuchabas de nuevo a Martina y Oscar discutiendo detrás de la puerta, pero gracias a Santiago habías dejado de sentirte mal por eso. Que no sirve de nada preocuparse por algo que no podías cambiar, que esas cosas le pasan a todos en todas partes, te había dicho una vez sentados en el parque.

Pocos días antes de la última vez que lo viste, tu mamá te siguió cuando salías de la escuela. Fue Santiago quien te advirtió desde la otra vereda. Lo miraste sin saber qué hacer, como esperando una instrucción. Ella tardó en darse cuenta de que la habían visto. Caminaste como si nada hasta tu casa y ella tomó el camino largo para llegar tiempo después. No sabías por qué él no quería conocerla, pero confiaste en que lo hacía por tu bien. Tu papá prefirió seguir evitándote. Incluso dejó de molestarte, como si algo de tu presencia ahora lo incomodara. 

Entonces viste a Santiago por la que no sabías que sería la última vez. Te presentó a sus amigos. Y aunque no hicieron todos ustedes mucho más que caminar y hablar de videojuegos y zombies; pero fue todo lo que alguna vez soñaste cuando fantaseabas con tener alguien con quien estar. Sentiste que de alguna manera se parecían a ti, que gracias a ellos eras libre por primera vez. 

Te gustaba imaginar que ustedes eran una especie de cardumen. Que al fin habías encontrado tu lugar, uno donde no sólo no te juzgaban, sino en el que todos se movían de una manera casi perfectamente coordinada y sintónica, que ahora estaban preparados para enfrentarse al mundo real, que tendrían chances de sobrevivir.

Te los imaginabas nadando en un movimiento perfecto, sumergidos en el mar rozando el sol.

Ese día Santiago te dijo que planeaban escaparse lejos, que juntos harían el camino y que no tenías nada que perder. En parte era cierto, después de todo, nada te ataba allí. Era el plan perfecto.

No verías más a Oscar, ni a Martina, ni a Darío. La vida de pronto parecía sencilla. Y todo habría salido bien de no ser porque tu padre entonces decidió encerrarte. Ya no te dejaba salir ni siquiera para ir a la escuela o a la pescadería. Cuando preguntabas por qué apenas hacían un esfuerzo por contestar. Todos decían que estabas demasiado alterado, que desde aquel día del baño te habías vuelto demasiado nervioso.

Lo que más lamentabas era no poder ver más a Santiago y sus amigos.

Nunca habían hecho nada malo y aún así te prohibieron verlos. Martina decía que te olvidaras de ellos, que te harían daño, que no podías confiar en nada de lo que decían casi como si fueran parte de tu imaginación. Y lo siguiente a eso fue tomar píldoras, agua del vaso y tragar. Entonces cerrar los ojos y de repente estar en el mar, nadando hacia la orilla. Ver a Santiago y a los demás alejarse. Despedirse. Por un momento dudar y arrepentirse, pero ya luego es demasiado tarde, has olvidado cómo regresar.

No es fácil despedirse de un amigo. Y la verdad es que desearías tener alguna otra frase para decir, de esas que parecen grandes verdades elementales nunca dichas en voz alta, pero no hay nada más. 

One thought on “Blobfish

  1. Buenísimo, Ivanna. Realmente me conmueve tu sabiduría sobre la soledad, sobre ser distinto, y más que nada…sobre el ser padres…
    Muy muy bueno

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