A Luli Miguel1
Nosotros, los que estamos por morir, tampoco alejamos un solo filamento nuestra palabra de la verdad. Por eso es justo que yo, hoy, porque mi viejo cuerpo doliente habrá cruzado esta noche el umbral de la muerte, confiese lo que nunca antes me atreví a confesar.
Confieso que hay sueños que están dentro de sueños y que una arena soñada puede matarme.
***
Tenía treinta y seis años y era el responsable del departamento editorial del New York Times. Mi carrera era (y continuó siendo), por donde se la mirara, brillante. Brumano de nacimiento, había alcanzado la cima —lo que para mí en aquellos años era la cima— en un lugar imposible para un extranjero. Con orgullo y con vanidad, aún resuenan en mí las palabras de mi mentor y maestro, cuando ya enfermo en el hospital me dijo:
—Cruzarás sin mojarte el río donde el resto de los hombres se ahoga.
Tan joven como soberbio, llegué a pensar que si los diarios del mundo desaparecieran el mío podría reemplazarlos a todos. No hay en el planisferio entero un acontecimiento, cavilé, que eluda mi garra tenaz de editor.
El 19 de enero de 1944, la vida me probó equivocado.
Cuando sonó el teléfono en la madrugada, creí que sería otra noticia sobre la Guerra. Pero el hombre hablaba una lengua que, aunque nunca la había escuchado, podía perfectamente entender. Primero me dijo que se llamaba Christen Madsen; luego, que su nombre era en realidad Juan Pérez. Antes de cortar, se despidió como John Q. Public.
Casi cincuenta años más tarde, recuerdo que el hombre habló así:
La distinción entre la eternidad y el tiempo es sólo aparente, hecha por la mente lógico-racional, pero disuelta en el conocimiento perfecto de aquel que ha trascendido las parejas de contrarios.
Es este mi caso y el de los sobrevivientes. El mundo ha sido destruido al igual que todas las cosas que lo ocuparon. Salvo por la arena del desierto que le siguió, y del sol que rige este nuevo, silencioso imperio.
Gobernar sobre la completa destrucción es una inverosímil exageración de los sueños de cualquier villano (al menos eso me repito durante la noche para convencerme). Pero ya no quedan entre nosotros héroes o villanos, ni sé ya distinguir entre lo verdadero o lo falso, mucho menos sé ya cómo era lo verosímil; y cuando creo sentir lo mismo que cuando me convencía sé que ya nada puedo sentir.
Yo y los otros nos recostamos en la nueva totalidad que algún día será nuestra historia. Boca arriba miramos el sol y ya no esperamos nada. Dejamos que transcurra el tiempo, sin intentar medirlo. Si el sol fuera de este mundo, podríamos usarlo para este propósito, pero todo en nosotros ha sido destruido, al igual que el resto de lo relativo y de lo categórico.
El que antaño fue antagonista y logró su propósito y destruyó al mundo es ahora uno más de esta homogénea masa que yace boca arriba. No lo agobia ni lo consuela el hecho de haber cumplido su destino. El concepto de destino ha sido borrado con todo el resto de cosas, al igual que el pesar y que el júbilo, y el consuelo y el padecimiento.
Nadie está esperando la muerte (nunca nadie lo hizo). La muerte también ha sido borrada, al igual que la vida. Al igual que los elementos que se oponen lo que dura el ciclo de un hilo (de su hilo). Queda únicamente el tiempo, por ser ajeno a este mundo o a cualquier mundo. El tiempo y el desierto.
El desierto vino después de la destrucción del mundo (aunque en ocasiones confundo los conceptos sobre la progresión del tiempo; rueda absoluta, infinita, insondable, sin futuro ni pasado, pero con bordes que alguna vez alcancé a vislumbrar).
No comen porque no recuerdan lo que es el pan; no beben porque no recuerdan lo que es el agua. Más de una vez quise saber si pensaban. El fruto de mis reflexiones me dijo que podían hacerlo a partir de dos cosas: el sol y la arena. También entendí que el pensamiento es histórico y ajeno a este mundo, al igual que el sol, cuya distancia ignoro, porque no sé ya qué es la distancia ni cualquier método de medición. Salvo el tiempo. El tiempo que no es ya de nosotros. O la arena. La arena que se escurre por el cuerpo que fue alguna vez un hombre.
¿Cómo será el mundo que imaginan a partir de la arena? ¿Cómo será el tiempo que miden a través del sol?
Olvidados de todo. Resignados a todo. Una madera a la deriva. Claro que no saben ya lo que es la madera o la deriva, tampoco el agua o la marea. Si supieran lo que es el agua, la tomarían. Conocerían entonces la sed, y con ello el tormento.
El misterio de una consciencia que todo lo ha superado es quizás el enigma que me empuja hacia adelante; porque aunque ignoro todo el resto de cosas sé cómo luce lo oculto; para eso bastó conocer lo desconocido.
Hablaría de sobrevivir, si no fuera esto la fatídica ilusión de creer que tuve alguna vez una vida. Yo no vivo sobre, sólo vivo. Vivo en la arena porque yo soy la arena.
***
No tuve el temple para decirle que mi nombre era Nadie. Sólo alcancé a cortar como lo haría un inocente; de manera abrupta, como arrojando una moneda que justificará su muerte.
Al día siguiente, un pequeño diario de mi tierra natal documentó un acto imposible: un hombre fue encontrado muerto en su lecho, con la boca partida, llena de arena —con la boca partida por la arena—. Ningún otro medio cubrió la noticia.
Al día que le continuó al siguiente, donde antes estaban los simétricos jardines que me vieron ser niño, sólo había una pila enorme de finos granos, de dorada arena. Poco tiempo después, la Brumania que conocí desapareció del mapa y con esto de la frágil mente del hombre.
Lenta, implacable, mortal. He guardado este secreto para salvar el prestigio de mi carrera, para salvar mi cordura, para no admitir (para no admitirme) estas líneas que rasgan pacientes el feble cuello de la humanidad.
Aguardo, libre y condenado (la libertad y la condena son para mí lo mismo), a que venga esta noche la arena y me quite la vida.
Ilustración por Eugenia Mackay
[1] Querida Luli:
Pocas personas como vos han visto el cambio de mis opiniones e ideas a lo largo del tiempo; por eso creo que este cuento tenía de antemano tu nombre: porque hice todo lo que siempre dije que no tenía que hacer un escritor. También porque me lo pediste en reiteradas ocasiones, pero yo no sabía muy bien qué historia podía ser nuestra que no acabara en el triste callejón sin salida de la nostalgia.
La cuestión es que revisando mis anotaciones encontré una frase bonita (para el que escribe, una frase bonita es como una flor) y quise que esa frase fuera tuya. Con mayor o menor talento, ajusté las palabras que la rodeaban para crear así la ilusión de que estaba escribiendo un cuento.
Hace unos días, releyendo las incoherencias que había escrito, me di cuenta de que todo tenía un extraño sentido. Creo haber traducido nuestras conversaciones a la lengua figurada.
Me muero de emoción!!! Me encanto tu cuento!! Te admiro y te quiero!!
Muy bueno Sera!!! Un jardín japonés lleno de frases muy bonitas.
¡Muy buena historia, Serafín! Llena de sentimientos. Te felicito.