La memoria de Borges. Una entrevista con Jean-Pierre Bernés

En una especie de juego borgiano, el editor y traductor de las obras completas de Borges en francés no sólo parece un personaje de Borges obsesionado con Borges, sino que guarda cierta semejanza física con él. Ello, sumado a su vasta erudición sobre la obra del autor argentino, hace inevitable que al hablar con Jean-Pierre Bernés se sienta el eco de la voz de Borges. Así sucede en esta entrevista.

Entrevistar a una persona como si se tratara de dos. La experiencia es turbadora. Primero, sobrecoge el parecido físico. La misma calvicie, un aire ascético de monje budista, la sonrisa mordaz, una mirada huidiza. A la semejanza de los cuerpos hay que sumarle la convivencia de ambos en una casona del siglo XVIII donde lo más palpable son las ausencias. Una morada que es, a la vez, un museo, una prisión o una bóveda. Es aquí, en su casa familiar de Audenge, un pueblo ubicado a pocos kilómetros de la ciudad de Burdeos en el sur de Francia, donde Jean-Pierre Bernés, su propietario de setenta y cuatro años, acumuló un archivo vasto y heterogéneo sobre Jorge Luis Borges. Ambos hombres ocupan el mismo espacio, pero no de la misma manera. Bernés ha hecho de cada rincón un lugar sagrado. Borgiano. En cambio, el escritor argentino, muerto en 1986, es el espectro que tomó posesión del lugar y condenó a su dueño “a ser la memoria de Borges”.

Jean-Pierre Bernés, traductor y director de la edición de las obras completas de Borges en la colección de referencia Bibliothèque de la Pléiade —el Olimpo de la literatura mundial—, vive en comunión secreta con el escritor. Para el responsable de la canonización de Borges en papel biblia, se trata “del encuentro más bello de mi vida. Más que un encuentro, una marca del destino”. 

Todo comenzó en Buenos Aires, adonde Jean-Pierre Bernés, con treinta y cinco años en 1975, llegó como consejero cultural de la Embajada de Francia. Era un joven y brillante hispanista, profesor en la École Normale Supérieure de París. Entonces soñaba con conocer a Borges, que figuraba en el programa de sus enseñanzas. Lo encuentra durante una cena mundana en la casa de las hermanas Grondona —Mariana y Adela, de quienes Borges era muy amigo—, y cuando acompaña al poeta de vuelta a su departamento, este lo somete a un desafío literario: “¿Cómo es posible que se pueda hacer rimar “jusqu’au” y “Vasco”? Cuando usted descubra quién es al autor, avíseme”. Se trataba de un verso de Stéphane Mallarmé. Bernés lo llamó días después para darle la respuesta correcta, que fue sólo el pretexto para iniciar una larga amistad y recoger confidencias que él cuenta en su libro: J. L. Borges: la vie commence...

—¿Sabe por qué se titula así el libro? Es en honor a un soneto burlesco de Quevedo que condensa las infinitas miserias de la vida en estas pocas palabras: “La vida empieza en lágrimas y caca”. 

Una cita escatológica que, cuenta Bernés, Borges solía evocar. 

“Esta es la casa de los cuatro pianos”, dice Bernés —el cuerpo tenso, las manos firmes—mientras se sienta ante uno de ellos ubicado en la recepción. Apoya sus dedos en el teclado como si fuera a librar batalla y, con la violencia de un poseído, comienza a tocar un tango, género musical que para Borges era “la única contribución argentina a la cultura… o a la incultura del mundo”. El escritor le transmitió la pasión por el tango, “no el tango sentimental que él consideraba como ‘lamentaciones de cornudos’, sino el de los compadritos”.

—Borges se autoproclamaba “el arqueólogo del tango”, y agregaba: “Y usted será el arqueólogo del arqueólogo”— cuenta Bernés que le dijo el escritor, y él cumplió con aquel mandato. Posee alrededor de mil partituras de tangos y milongas, sumadas a las de música clásica, que practica hasta tres horas por día. 

Las paredes del living de esta gran propiedad de catorce ambientes están cubiertas con telas marroquíes de seda de colores claros: naranja, celeste, amarillo, rosa con tenues tintes de rojo, todas reforzadas con ribetes cobrizos. Se trata de retazos de los cinturones de Fez que vestían las novias el día de su casamiento. Es que Bernés no sólo dio clases de español en la universidad de Rabat, sino que también enseñó el francés a las hijas del rey de Marruecos, país donde vivió seis años. Es autor de tres libros sobre las artes decorativas marroquíes. Esta pasión por un arte vivaz y festivo contrasta con el encanto triste de una casa demasiado oscura. Un porche que da a un jardín rodea la construcción y sus pequeñas ventanas están pintadas de color lavanda. Las estatuas de los dioses griegos Apolo, Orfeo y Artemisa cercan la propiedad. 

Una casa, su patria chica, donde sus antepasados lo custodian y Borges lo habita.

Al escritor argentino no bastaba con traducirlo, como lo hizo Bernés en sus dos tomos de la Pléiade; también había que descifrar sus silencios y comprender sus paradojas.

—Era una esponja literaria, daba sobrenombres a todo el mundo, incluidos los más crueles, y le gustaba sembrar indicios aquí y allá. Me pedía dejar errores en ciertas traducciones de sus textos anteriores a las mías. Esto lo hacía reír. Decía que su obra sería enriquecida por los errores de traducción y que el traductor y el lector escribirían la versión definitiva. Tenía una memoria sorprendente para los textos. Dictaba, luego escuchaba y corregía muchas veces la puntuación, comenzando por los puntos, las comas y luego las mayúsculas. A veces, yo incurría a propósito en errores durante mis lecturas y él me corregía. ¡Su memoria era prodigiosa! 

Bernés trabajó catorce años, de 1984 a 1999, en la preparación de los dos tomos consagrados a Borges. El primero fue publicado en 1993 y el segundo no pudo conocerse hasta 2010, debido a dos procesos que inició, y perdió, María Kodama, su viuda, para impedir la reimpresión. Alegaba que había errores en algunas fechas y citas.

—Para Borges, yo representaba a Francia, “el país de la literatura”. Él se incluía entre los grandes, ¡claro que sí! Me decía: “No sabemos nada de la intimidad de Dante, de Cervantes o de Shakespeare; yo quiero que se sepa, ¡habrá que contar!”. Y yo contaré todo, ya que él me condenó a ser “la memoria de Borges”. Pero lo haré en un libro que será publicado después de mi muerte. ¡Que algunos se preparen en sus tumbas para leer lo que voy a contar! —dice en un tono a la vez severo y jocoso.

En el Buenos Aires por el que deambuló Bernés no sólo eran tiempos de salones literarios y encuentros de alta cultura, sino los comienzos de la sangrienta dictadura argentina.

—Incluso en la Embajada de Francia, no se hacía ninguna referencia a la situación política. Borges no me dijo jamás una sola palabra sobre el tema. Estábamos completamente por fuera de esa realidad. Es curioso, ¿verdad? Borges, dos o tres veces, me habló de Perón y del encarcelamiento de su hermana Norah, o de la persecución que había sufrido su madre. Aquello lo marcó. Pero él estaba por fuera de la política. 

Todo dentro de la literatura, nada fuera de ella. En la capital argentina, Jean-Pierre Bernés conoció a Borges y también a parte de su entourage: la pareja de escritores Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y su hermana Victoria Ocampo, vestal del mundo cultural de la época y creadora, en 1931, de la mítica revista Sur, donde escribieron los intelectuales europeos de moda, traídos por ella a Argentina. Compartió numerosas cenas con “el trío infernal”, como, según Bernés, los había bautizado Victoria. Verdaderas tertulias dedicadas a un chismorreo cómplice en la casa de “los Bioy”, como Bernés nombra a la pareja. Durante esos encuentros todas las conversaciones entre ellos y con Bernés se sostenían en francés.

El departamento de “los Bioy” era una inmensa biblioteca, donde abrevaba Borges. Según Bernés, durante esas cenas, entre la evocación de un tango o una milonga, y la lectura de un poema de Ronsard, Verlaine, Baudelaire o Quevedo, disparates mordaces salían de la boca de Borges, como cuando, para referirse al escritor argentino Ernesto Sábato, quien era también científico, le preguntaba a alguno: “¿Ha visto usted últimamente al profesor de física?”.

—Borges tenía un lado perverso y lúdico a la vez. Era alguien también de una gran modestia. Me decía que la traducción mejora el texto original y para ilustrar esta idea, y con cierto sarcasmo, contaba que de chico su abuela Fanny Haslam le leía el Quijote en inglés. Y cuando él descubrió la versión española de la obra pensó que se trataba de una mala traducción. ¡Ese era Borges! —exclama Bernés, y ríe con una carcajada estruendosa.

En la habitación que hace las veces de estudio, las paredes están saturadas de fotos y cuadros. Bernés se aproxima a su propio retrato pintado por Silvina Ocampo. En la obra se lo ve al lado de Silvina, quien se representó con un sombrero, rodeada de flores y con una navaja de afeitar entre los ojos, a lo Buñuel. Más abajo se distingue a un muchacho elegante que la observa a través de un par de prismáticos. Se trata de Adolfo Bioy Casares. Al lado de “Adolfito”, está pegada la foto de un joven Borges. Y
lindando con esta fotografía se percibe la partitura de uno de los tangos preferidos de Borges: “Esta noche me emborracho”.

—Borges consideraba a Silvina como la más grande escritora latinoamericana. En cambio, nunca me hizo ningún comentario sobre la obra de Bioy. 

Jean-Pierre Bernés se pone de pie detrás de su escritorio y pide que lo siga. Atraviesa el pasillo de entrada de su mansión; luego el comedor, decorado con los recuerdos de varias generaciones de ancestros; sigue el camino a través de su habitación, que es un espacio austero, con una cama de una plaza y paredes adornadas con bordados marroquíes del siglo XVII. Pasa rápidamente por su cuarto de baño donde hay un pequeño jacuzzi y un gran armario. Hasta que se detiene ante una puerta blanca corroída por la humedad. Parece la entrada a un sótano o a un calabozo. Cuando apoya su mano en el picaporte un sentimiento de inquietud se instala. ¿Qué se esconde detrás de la puerta? El contenido del cuarto parece impreciso, hasta que se revela.

—Es mi rincón Borges —dice, y extiende sus brazos panorámicamente para permitir el ingreso. 

La visión resulta estremecedora. Es la entrada a un altar pagano y fervoroso. Un banquete borgiano: paredes tapizadas de gigantografías del gran escritor, libros, recortes de entrevistas, artículos, afiches, fotografías de él junto a Borges, partituras de tangos y milongas. Una habitación que está cargada del aire, la memoria y los recuerdos que Jean-Pierre Bernés conserva del “hombre que cambió mi vida”.

El hombre que lo devoró.

En este espacio íntimo y sobrecogedor, Bernés cuenta que la primera vez que su madre lo vio jugar con un niño de su edad, lo azotó. Tenía seis años. Sólo a los catorce tuvo el derecho de cenar con sus padres. En este universo de piedra y silencio creció Bernés junto a un hermano, ambos solteros y sin hijos, y a su hermana, monja benedictina en la Abadía del Bec-Hellouin, situada en el norte de Francia, donde él encontró la tranquilidad necesaria para trabajar en la preparación de esa obra monumental que fue la publicación de los dos tomos de la Pléiade.

—Para mí, la edad no existe. Yo digo que nunca seré viejo porque jamás fui joven. De pequeño sólo intercambiaba con gente mayor de ochenta años. No tenía derecho a frecuentar compañeros de mi edad. 

Bernés señala con el dedo la fotografía de un cuarto decorado en tonos rojizos y con luces tamizadas, que está pegada en una de las paredes de su refugio borgiano. Se trata de la habitación donde murió Oscar Wilde, ubicada en un edificio conocido como L’Hôtel (justamente se trata de un hotel del barrio parisino de Saint-Germain-des-Prés). Al escritor argentino le gustaba visitarla.

—Borges, cuando trabajábamos para la edición de la Pléiade en Ginebra, donde vivió los últimos años, me decía: “Lléveme a París, quiero terminar mis días en el país de la literatura, en la habitación donde murió Oscar Wilde”. Es que cuando era muy joven, Borges tradujo un cuento de Wilde, “El príncipe feliz”, que es la historia de una estatua que se queda ciega, y me dijo: “Wilde ya escribió mi historia; entonces, ahora, puedo ir a morir al cuarto donde él murió”. Poco antes de fallecer, sólo un tema lo obsesionaba: no saber en qué idioma iba a morir. Y cuando el momento fatídico se acercaba me dijo: “Gracias, usted me ayudó a morir en un universo literario. No tengo nada para legarle, pero lo condeno a ser la memoria de Borges”.

¿Será que Jean-Pierre Bernés, que invoca el azar y parece vivirse a sí mismo como “el otro”, como si el destino lo hubiera forzado a ser el doble de Borges, no se siente por momentos sofocado? Me mira con desconcierto, como detenido en un instante de confusión, y responde:

—¿Sabe?, cuando lo conocí, supe que Borges sería para mí el amigo de infancia que nunca tuve.

 Y, antes de despedirse, agrega con la voz triste de los desamparados: 

—Gracias por haberme arrancado de mi tumba.


Periodista con una larga e intensa trayectoria en medios gráficos y en televisión, Renée Kantor realizó estudios de Derecho y tiene una maestría en Medios y Comunicación de la Universidad Paul Valéry (Montpellier, Francia). Escribe sobre cultura y temas de sociedad en numerosos medios argentinos y extranjeros, y compartió esta entrevista con el equipo editorial de AntiZeitgeist.

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