—No vayas de las mujeronas —le decía su abuela.
No quería saber nada con que Silvita fuera a aquella casa. Pero aquella casa era todo lo misterioso y fascinante que había en la vida de Silvita.
Sofía, Carla y Julia eran hermanas y vivían en la hermosa casona de la calle Balcarce, una de las pocas asfaltadas, en el centro del pueblo. Eran tres chicas bellas a su manera, siempre sonrientes, siempre juntas, pero tenían un cuerpazo gigante, piernudas, de busto grande, boca grande, y de hombros pequeños y cinturita marcada. Pobres chicas, sonreían con dulzura aunque no con timidez y dejaban un rastro de tristeza (acaso) en su mirada, y les desbordaban las caderas, el culo y las tetas. A veces salían a pasear un perro labrador que tenían, o a veces andaban de a dos haciendo mandados, y enseguida volvían a su casona antigua.
Silvita tenía catorce años y se había mudado aquel año a la casa de enfrente, venía de un pueblo aún más pequeño, y su vida había transcurrido siempre sin sobresaltos, en un orden tan sencillo, que conocer a aquellas mujeres enormes y asomarse a su vida secreta se convirtió en el suceso más extraordinario vivido hasta entonces, e incumplió casi felizmente el consejo de su abuela.
Es verdad que Sofía, Carla y Julia habían despertado todo tipo de conjeturas en los pueblerinos y locas teorías acerca de su constitución física: la más fuerte de todas y que se repetía sotto voce es que eran bisnietas de la Giganta, una mujer que había venido a ese pueblo con un circo ambulante, se había enamorado de un pobre muchachito, había dejado la vida errante y quedado un tiempo allí, pero luego se fue, tan sorpresivamente como había venido, y nadie sabía a ciencia cierta si había tenido o no una hijita; otros decían que no, que aquella criatura había nacido muerta y que por eso se había ido, abandonando tras ella al pobre muchachito, incapaz de superar el dolor. Pero aquello de todos modos había sucedido hacía más de cincuenta años, y, en aquel pueblo, como en casi todos, la gente había perdido la memoria para las cosas más importantes, pero no para los detalles escabrosos que podían fabular a su antojo, modificar escenas, agregar o quitar deseos y sentimientos, adjuntar decisiones, todo con la misma liviandad con que uno va a comprar a la verdulería, y con una inventiva propia de los habladores.
Otros decían que se alimentaban de carne cruda desde niñas, aventuraban —incluso— que era carne de perro, y los más “cientificistas” que padecían una extraña enfermedad llamada acromegalia, que hace crecer el cuerpo desmesuradamente. Incluso llegaron a sostener con total seguridad que tenían encerrado en esa casona a un hermano deficiente, lo que no venía al caso para explicar su extraordinaria constitución física, pero en un pueblo siempre es posible crear singulares historias alrededor de las personas percibidas (por los mismos pueblerinos) como “de afuera”.
Una tarde de verano tórrido, Silvita cruzó a la casona solariega a llevar unos limones de la huerta de sus padres, o fue quizá un día que se cruzaron por la calle, y las simpáticas, tristes mujeronas, la invitaron.
—Cuando quieras venir a refrescarte a nuestra pileta, vení. Estamos siempre en casa. No tenés más que tocar el portón.
Así que Silvita fue. Y la invitaron con limonada casera con los limones regalados. Se metió a la hermosa pileta de agua clara, se sentó al sol mientras ellas permanecían a la sombra de una gran palmera (con seguridad antigua como la casa) sentadas en un juego de jardín, y sonreían viéndola disfrutar. Y esa situación empezó a repetirse con cierta regularidad. Y luego ya no fueron las tardes de pileta, sino también los días de lluvia, cuando jugaban al scrabble, o, más tarde, cuando le enseñaron a cocinar deliciosas tortas. Así que Silvita se convirtió en un juguete preciado para aquellas chicas, Silvita fue el objeto de deseo sobre el que volcaron toda su fantasía de chicas jóvenes prisioneras en aquella vida casi monástica que llevaban. Y Silvita estaba feliz y a gusto con ello.
Cuando tuvo su primer cumpleaños de quince, ellas prácticamente la vistieron y compusieron bella para la fiesta: arreglaron hermosas ropas que sacaron de un ropero bastante abarrotado, la peinaron y maquillaron, le pusieron un colgante y le dieron una preciosa carterita con perlas.
Silvita no pensaba casi en absoluto en lo raro que podía haber en aquella vida de las chicas, se limitaba a estar con ellas, pasar las tardes, cocinar, revolver aquella casa y encontrar tesoros como el de aquella habitación llena de vestidos, zapatos y adornos de otras épocas que ellas con pericia adaptaban y modernizaban para su protegida. Si bien atisbaba que había algo que se escapaba a toda esa cotidianeidad, no podía (o no quería) pensar en ello y muchos menos indagar.
Tenía sometida a la curiosidad, como si se hubiese impuesto no notar nada raro, no querer saber nada más allá de lo que Sofía, Carla y Julia le quisieran decir, no imaginar qué escondían sus ojos levemente tristes ni sus encantadoras y dulces sonrisas de dientes perfectos. Silvita no quería querer saber cuál de todas las teorías que se amontonaban en su cabeza era la verdadera. Su mamá no ponía ningún reparo a aquella amistad, más bien la animaba a compartir su normalidad con aquellas chicas que adivinaba desgraciadas, y zanjaba cualquier comentario en contra que le hicieran, “no dejes a tu hija que frecuente esa casa”, “no es bueno que Silvia se relacione con esas mujeres”, “¿por qué dejás que tu única hija vaya a esa casa?”, y otras por el estilo con un “son buenas chicas. Están solas. Todos tienen derecho a ser amigos”.
Y tampoco nunca preguntó qué había en la única puerta que nunca habían abierto. Las chicas hacían como si no existiera cuando ella estaba en su casa, hablaban con total normalidad y eran capaces de pasar delante de aquella puerta como si fuera parte de la pared, siempre parloteando alegres y proponiendo descubrir y compartir nuevos tesoros, como la montaña de libros antiguos con hermosos grabados y finas hojas casi transparentes. Es que las chicas allí dentro parecían otras, en ese mundo que constituía, con certeza, el suyo pero heredado, porque todo allí era antiguo y distinguido, como perteneciente sin dudas a la casa desde sus orígenes, como si ellas hubieran llegado de repente con toda su juventud (arrastrando toda esa montaña de cuerpo) a vivir en la casa, realmente, de una bisabuela que hubiera salido huyendo. Silvita se sorprendió a sí misma haciendo ese tipo de cavilaciones, y sacudía la cabeza queriendo dejar ir esos pensamientos que habían empezado a aparecer en su cabeza. Otro día se dio cuenta de que estaba evaluando sin querer cómo eran ellas con el perro labrador; en realidad, fue un gesto como cualquiera de un dueño con su perro, jugando, y las vio dulces y buenas y se dio cuenta de que no podía ser cierta de ninguna manera aquella desafortunada teoría sobre sus costumbres alimentarias.
Acaso fue una sombra que las chicas percibieron en su mirada, pero una tarde, mientras tomaban una naranjada en el jardín, en la aletargada modorra veraniega, una de ellas le dijo:
—Algún día te mostraremos nuestro secreto —lo dijo sin mirarla, repasando la mesa con la mano, sacando alguna miga invisible.
—¿Cuál secreto? —preguntó Silvita, con el vaso en la mano y grandes ojos asustados, porque pensó que le habían descubierto su secreto deseo de saber lo que había detrás de aquella puerta. O en la casa misma. O en el cuerpo de las chicas. Silvita no acertaba a descubrir qué era lo misterioso o dónde estaba, porque todo estaba envuelto por el enigmático fulgor de lo desconocido.
—El que hace tiempo querés saber —le respondió otra, por detrás.
A partir de aquella tarde, había crecido en medio de ellas un incómodo silencio que hasta parecía corpóreo y a veces le impedía a Silvita cruzar la calle e ir a verlas. Y ella se imponía la obligación de no dejarse caer en la tentación de la conveniencia de permanecer en su casa. Y cuando iba se felicitaba por haber sobrepuesto sus temores y las encontraba tranquilas y dulces como siempre.
Hasta que un día, sin ningún preámbulo, la mayor, Julia, le largó un “vení”. Se veía de lejos la angustia que las embargaba y que habrían discutido, acaso, por la seriedad con que las encontró. Silvita las siguió en silencio hasta la puerta aquella, Julia se paró delante, tomó el picaporte y esperó a que las tres restantes estuvieran detrás, dio un profundo suspiro y abrió con suavidad: allí, sentada en una mecedora, había una mujer que parecía anciana, con los escasos pelos blancos pegados al cráneo, en bata, y la mirada perdida en una tele sin volumen.
—Mamá —dijeron por lo bajo Sofía y Carla. Y se volvieron a mirar a Silvita, que estaba muda, a su lado, pero serena.
Ella no dijo nada, y, como pudo, las abrazó.
Ilustración por Eugenia Mackay
Me encantó!!! Felicitaciones