Sobre las bibliotecas

Muchas veces escribir es recordar
lo que nunca existió. ¿Cómo lograré saber
lo que ni siquiera sé? Así: como si recordase.
Con el esfuerzo de la “memoria”, como si
nunca hubiera nacido. Nunca nací, nunca
viví: pero recuerdo, y el recuerdo está en
carne viva.

“Lembrar-se”, C. Lispector

La verdadera patria del hombre es la infancia.
Rainer Maria Rilke

Nunca entendí (aunque una parte de mí los envidia) a todos aquellos que no tienen (ni desean tener nunca) una biblioteca. Hablo, por supuesto, de las personas que leen y aun así no disfrutan de la acción de almacenar libros. De aquellos que no, no los abordaremos en este texto.

Y es que probablemente ni todas las mudanzas del mundo me permitan llegar a tal nivel de desapego, de ejercicio pleno y nada vanidoso de lectura.

Nada de pilas de libros por leer acumulando polvo, de esos que llegan a casa en un impulso de que tendrás más tiempo y energía de la que realmente tendrás en los próximos meses. Nada de paredes de libros para exhibir en la sala esperando a que las visitas hagan alguna pregunta curiosa que dé el pie necesario para comenzar alguna conversación pretenciosa.

Leyendo Una casa llena de gente, de Mariana Sández, me reí de mí misma por todas las veces que en algún momento actué de forma parecida a los padres de la protagonista, cuya obsesión por los libros los hacía elegir donde vivirían de acuerdo con cuánto espacio tendrían para sus libros. 

Entre risas y vergüenza, me sentí identificada porque más de una vez gasté horas pensando cómo luciría mi biblioteca en un nuevo lugar. O, incluso, más específicamente, sentí, de a momentos, que mi vida no volvería a ser “vida”, hasta que lograra tener una de nuevo.

Recuerdo que mientras vivía con mis padres me hacían tener mis libros acumulados en el último cuarto de la casa. En la habitación más pequeña, alejada y expuesta al polvo. Me molestaba, pero no podía hacer mucho más, sino soñar en cuando tuviera mi propia casa y pudiera, en otro ejercicio vanidoso, exhibirlos en el living, mirarlos orgullosa, pensando todo lo que ahora habitaba para siempre en mi mente, aunque lo último no fuese sino una mentira.

Y lo digo porque siempre pensé que muchos de los que logran abordar el ejercicio de la lectura de una forma tan madura, además de practicar el desapego, han de tener una excelente memoria, virtud que nunca tuve.

Jamás pude recordar lo suficiente de todo lo que leía, ni hablar de memorizar diálogos enteros como hacen algunos amigos.

Me tomó algunos años, pero hice las paces con el hecho de que jamás sería capaz de hacer algo así e hice lo posible por disfrutar de la actividad en sí misma. Como si mi mente fuera uno de esos mandalas tibetanos que los monjes destruyen al terminar sólo para probar que nada permanece.

Así, de la misma forma en que Aureliano hizo de su memoria una de papel para combatir la peste del olvido, los libros representaban para mí un objeto maravilloso, capaz de guardar en ellos todos los misterios y la memoria del mundo y preservarla a salvo para siempre. 

Y como yo tenía que resguardar mi memoria artificial a toda costa y cuando emigré no podía viajar con todos mis libros, elegí de forma arbitraria los que traería conmigo. Con el pasar de los años, pude ver que aquella razón no era más que una excusa.

En aquel momento traje solamente libros de mi país, con la falsa certeza de que en cuanto me reestableciera podría reconstruir mi biblioteca anterior sin esfuerzo, siempre que los libros que dejara abandonados pudieran encontrarse también en el resto del mundo. 

La verdad es que en los años posteriores ni siquiera hice un esfuerzo minúsculo por recuperar ninguno de los libros que dejé. Los años pasaron y mi biblioteca se fue llenando de nuevos descubrimientos, algunos mejores y otros peores. Ni siquiera volví a leer ninguno de los que traje, más allá de alguna referencia para un texto académico o alguna página gastada y aleatoria de un poemario. 

Pero, entonces, ¿qué me llevó hace cinco años a traer más de diez kilos de libros camuflados en mis maletas? En definitiva, fue una decisión motivada por una sola razón: el terrible temor de perder algo para siempre.

Estaba segura de que, de no poder recuperar alguno de los tomos de aquella biblioteca, un retazo de mi vida anterior había terminado y sería imposible de recuperar. Como en El triunfo de los otros, la pérdida de la biblioteca era sinónimo de destrucción permanente.

Aunque nunca fui demasiado patriota, los primeros años del exilio fueron difíciles. Más que todo porque, como Kundera sabe, “el crepúsculo de la desaparición baña todo con la magia de la nostalgia” y esa ilusión que recordamos no es más que una realidad edulcorada. Lo sabemos e igual la elegimos. Ningún pasado es tan bueno, pero la memoria es donde habita la felicidad.

Y el único lugar donde existía mi vida pasada eran mis libros. Mi biblioteca era una patria independiente, que no iba a permitirme olvidar.

Pero la memoria es un territorio engañoso para todos y, aunque nadie está exento de sus peligros, todos tienen sus mecanismos para lidiar con ella. Cada quien halla un salvavidas al que asirse. 

Poco tiempo antes de que el alzhéimer de mi abuela empeorara al punto de no reconocerse en el espejo, ella seguía leyendo sus libros. Aunque tardara horas en leer una sola página, ya que no había comenzado el segundo párrafo cuando ya no recordaba cómo terminaba la línea anterior. Hasta el último minuto de su vida conservó la voluntad de seguir leyendo.

Incluso al final solía dejar apuntes en los márgenes y, aunque incomprensibles, estos parecían una especie de mapa, que me gustaba pensar que la llevaba de regreso a alguna parte. Su propia forma de luchar contra la peste del olvido.

Aunque más tarde también olvidara cómo leer y le costara incluso entender el sentido de las oraciones cuándo le leían en voz alta, el tan sólo ver la portada de un libro parecía recordarle algo muy importante, como quien escucha una vieja canción.

Desde entonces sé que, independientemente del ejercicio de la lectura y de todos aquellos que van por el mundo libres sin aferrarse a ningún objeto, mis libros son una posesión irrenunciable en este mundo en el que todos somos náufragos. Una guía de regreso a ese lugar al que todos queremos volver.

Ilustración por Eugenia Mackay

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