El poeta es un dios; no cantes a la lluvia, poeta, haz llover.
Manifiestos (1925), V. Huidobro
Quisiera hacer uso de una de las acepciones del animal salvaje como género destinado a la puesta en común de lo que apenas sería un comentario de café entre dos lectores.
En Manifiestos (1925), Vicente Huidobro expresa que la función esencial del poeta es descubrir la palabra interna, la palabra latente “que está debajo de la palabra que las designa”: “Las palabras tienen un genio recóndito, un pasado mágico que sólo el poeta sabe descubrir, porque él siempre vuelve a la fuente”. De esta manera Huidobro terminará siendo un magnífico creador de colocaciones y de metáforas (escuela que seguirá Borges). El creacionismo de Huidobro sienta al artista en el trono de la Naturaleza. Deberá imitarla en su faceta creadora para engendrar un nuevo universo que sin él no existiría.
Noté, y nada de original hay en mi observación, que el mismo argumento puede encontrarse en la Poética, de Aristóteles: “[…] pero una mucho más importante [de las habilidades del poeta] es ser productor de metáforas. Es, en efecto, lo único que no puede tomarse de otro, y es indicio de una buena dote natural, pues hacer bien transferencias [de nombres] es percibir lo semejante”. Además, la lógica del creacionismo de Huidobro se solapa con la coherencia interna y unidad del relato que pregonaba Aristóteles. No se trata de que la mímesis poética converja con una realidad contingente previamente dada (es decir, imitar lo ya producido por la Naturaleza), sino que dentro de las nuevas reglas que postula el artista su historia sea verosímil (es decir, que el artista sea la Naturaleza).
Por otro lado, Abelardo Castillo, en su cuento “Also Sprach el señor Núñez” (Las otras puertas, 1961), usa el siguiente recurso:
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
—¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas tachuelas.
—¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.
Castillo deliberadamente elige remplazar a las personas por números y sustantivos, ya no son veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente, sino “veinticuatros pares de ojos, veinticuatro asentaderas y veinticuatro unánimes plof”. Claro que acierta. Los personajes son oficinistas, meras tuercas y tornillos de una maquinaria alienante; un puñado de perfectos canallas. Pero August Strindberg, en Banderas negras (1905), ya había usado este mismo recurso y con la misma intención (¿de quién lo habrá tomado el dramaturgo sueco?):
[…] se hizo el silencio habitual y dieciséis manos derechas comenzaron a amasar bolitas de pan […] Por fin llegó la sopa y entonces los dieciséis cráneos se inclinaron de golpe […] llegó el séptimo plato, a base de espárragos gigantes, de nuevo dieciséis cráneos se inclinaron sobre los servicios…
Para Strindberg, los fantasmas en casa del profesor Stenkähl, hipócritas, falsos, oportunistas y traidores también están rebajados al lugar de número, de sustantivo, de fórmula matemática predeterminada, automática. ¡Si hasta el salón donde cenan tiene más carácter que ellos!: “El salón acogió a los visitantes, que se conocían todos entre sí. Se estrechaban las manos, se enseñaban los dientes, y las mujeres se lanzaban las unas a los brazos de las otras”.
Para terminar, frente al último acertijo de la criatura Gollum, Bilbo Bolsón casi pierde la vida. Da con la respuesta (“tiempo”) de pura casualidad.
This thing all things devours:
Birds, beasts, trees, flowers;
Gnaws iron, bites steel;
Grinds hard stones to meal;
Slays king, ruins town,
And beats high mountain down.
Esta cosa todas las cosas devora
Pájaros, bestias, árboles, flores
Roe el hierro, muerde el acero,
Muele duras piedras hasta harina,
Mata reyes, hunde ciudades,
Y bate abajo altas montañas.
Sin embargo, cualquier lector del Quijote habría resuelto el enigma con facilidad. Bastaba con recordar un fragmento: “Y, así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta, o consumida”.
A modo de conclusión, diré sólo que en esta partida de ajedrez que juegan los escritores contra el infinito más vale aprender las tácticas y estratagemas de los otros que estuvieron antes que nosotros.
Ilustración por Eugenia Mackay
Observación injustificable: por qué Castillo elige el número veinticuatro permanece en el más oscuro misterio. No suena tan bien como dieciséis. Quizás buscó que la cantidad de gerentes, jefes de sección y empleados fuera verosímil y el resultado terminó siendo aleatorio. Pero la palabra elegida nunca lo es. La frase “veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente…” suena bien hasta la palabra “un”, que no podía evitarse porque no puede haber dos gerentes (Castillo no conoció la imbecilidad semántica de las empresas de la actualidad). Podría haber resuelto la cuestión sonora con un adjetivo, inventaré uno que sirva de fonema para lo que quiero mostrar: “veinte empleados, tres jefes de sección y un pranco gerente…”. En cualquier caso, hay que copiar esos números que suenan bien y que ya usaron otros independientemente de nuestras más equivocadas motivaciones.
Yo diría, con tanto descaro como temor a estar arruinando la editorial entera, que el poeta cree que por azar selecciona el 24 al momento de escribir, proveniente quizás de una imagen mental o alguna idea injustificada que le invita a dibujar la palabra (porque todo esto sucedía antes de las teclas) “veinticuatro”. Esa es la manifestación de la palabra latente. Querer copiar las tácticas en un juego donde nadie conoce la victoria nos condena como mucho a un segundo puesto; sabemos que nadie los recuerda por mucho tiempo.
Dice Borges que no hay nada más épico que un hombre que persigue un destino que le ha sido vedado. Él está pensando en el escritor, y lo confirma en su discurso del Premio Cervantes: las palabras son una materia deleznable, imperfecta, como para poder retratar la inefable experiencia de la vida. En ese sentido, un escritor debería estar rebosante de alegría con conseguir un “segundo puesto”. Jugar una partida de ajedrez contra el infinito (o contra alguna versión avanzada de Stockfish, que son lo mismo); o jugar a pesar de una derrota asegurada es algo por lo menos venerable desde el orden poético. No creo que se trate de copiar lo que hacen otros, no sirve, a lo sumo puede tratarse de un muy visible homenaje, de un diálogo con un muerto que no para de hablarnos, pero uno puede aprender en ese proceso, y ver qué funciona mejor. No es lo mismo decir “nueve o diez hombres vieron lo que vieron mis ojos” que decir “cuatro o cinco hombres vieron lo que vieron mis ojos”. Suena distinto, ¿no le parece? ¿Por qué entonces no tomar para nuestros propósitos esa combinación numérica de nueve y diez que tan buena cadencia tiene? En cualquier caso, coincido con usted en que el número veinticuatro puede ser producto de una imagen mental o idea injustificado que el poeta sigue con ciega obstinación. Y me parece muy bien que así sea. No se tome muy en serio lo que dicen nuestros animales salvajes; nosotros no perseguimos una “verdad académica” (¿existen?) ni mucho menos. Es un género que apenas podría ser un comentario de café, destinado a comentar una observación personal que si no se expresa moriría entre las inconexas bibliotecas de dos lectores distintos; pero no se confunda: creemos que en esos comentarios se halla el verdadero debate sobre la literatura. Debo decirle, de cualquier manera, que discrepo rotundamente en dos aspectos fundamentales que usted ha planteado. Primero, no creo que su comentario, ni ningún otro, pueda arruinar nuestra editorial. Al contrario. Le agradecemos que nos lea con tanta atención y que se anime a expresar su punto de vista. Continúe haciéndolo. En segundo lugar, no estoy de acuerdo con eso de que “nadie los recuerda por mucho tiempo”. Lo nuevo suele borrar lo viejo. Pero lo viejo existe y sólo hay que agarrar un libro para recordarlo.