La distopía más lograda de Black Mirror es “Hang the DJ”, capítulo de la temporada cuatro. Di con esta conclusión casi por accidente y por detalles que no puedo revelar.
El argumento es sencillo: detrás de un aparente final feliz que nadie se ha atrevido ni se atrevería a cuestionar se esconde una truculenta máquina de control estatal. Los protagonistas, Frank y Amy, se conocen a través de una aplicación que con noventa y ocho por ciento de efectividad le encuentra al usuario el match perfecto; a la media naranja, a esa persona para toda la vida. Los protagonistas se encuentran por primera vez en una cita breve (la aplicación define la duración del encuentro) y quedan “flechados” de una manera que sólo existe en la literatura o en la adolescencia. Continúan luego con el periplo trazado por su digital mentor amoroso y tras una serie de fracasos vuelven a cruzarse una segunda vez y —a pesar de las torpezas producto de la ansiedad millennial— se nos confirma que se fugarán juntos sin importar lo que diga la máquina. Todo es un intertexto con “los enamorados contra todos” como el que supo narrar Shakespeare. El hombre se enfrenta a su destino y por amor desafía el camino que algún canalla ha dispuesto con ironía. Asoma la épica.
Se fugan, eluden las garras del sistema que los quiere reprimir y corren de la mano hacia los confines del mundo (donde, es sabido, empieza el país de los héroes). Pero todo ha sido programado por los developers y como en un cuento borgeano también su rebeldía ha sido prevista, calculada. Frank y Amy son parte del noventa y ocho por ciento de éxito (algún cursi hubiera preferido que fueran parte de la excepción) y comerán perdices o algún símil eco-friendly. Pero atención, no por este fatalismo griego el capítulo es el que presenta la realidad más escabrosa. ¿Quién no prefería este azar a la condena de “White Christmas” o “USS Callister”? Justamente en ese laxo acuerdo está la distopía: coincidimos en un final feliz que no hace sino mostrar un mundo donde para resolver el problema de la soledad y la natalidad las relaciones sexuales pasan a estar manejadas por el Estado, de manera tramposa, para que la gente que el gobierno quiere que esté realmente junta, esté junta. La idea es de Platón y está en La República.
En el sumiso beneplácito con el que nos hemos arrellanado con este episodio acecha su carácter definitivamente orwelliano. Como si la clave de su singularidad estuviera en la pasividad del espectador y no en la destreza del director o guionista.
Al final los posmodernos tenían razón.