La literatura como se le conoce se ha visto en peligro cientos de veces. Desde los diversos cambios en el soporte, con la aparición del kindle, que amenazó con extinguir al libro tradicional; pasando por los cambios en el lenguaje; hasta la proliferación de nuevas plataformas de publicación y difusión (entre esos Wattpad y de allí la proliferación de la generación de BookTubers y BookTokkers).
En ese sentido, el tiempo demostró que (al menos hasta ahora) no existe un soporte sustituto capaz de erradicar completamente el uso del libro de papel, por lo que ambos tipos de libro han logrado convivir pacíficamente en el sistema editorial.
Respecto a las temáticas e incluso a la técnica, nunca me consideré demasiado fundamentalista. Desde siempre entendí que no todo el mundo comienza a leer con Borges o Poe y que, por más sorprendente que parezca, los bestsellers son una oportunidad para convencer a quienes les espantan los libros más complejos de que la literatura puede ser apasionante. Negarlo sería pensar en una cultura estática, inexistente en un mundo que cambia segundo a segundo.
Sin embargo, surgen acá varios problemas, en los cuales no había reflexionado demasiado sino hasta asistir a uno de los eventos que cada año me recuerda que la industria cultural tiene más de industria que de cultura, y que a nadie eso parece molestarle demasiado: la Feria del Libro.
En la mayoría de los países se trata de un evento que despierta algún tipo de polémica, en una industria convulsa en la que se pelean constantemente la modernidad y la tradición. Sabía, entre otros detalles, que en varias ferias habían aumentado considerablemente las publicaciones mínimas para ocupar un espacio. Lo que desplazó a las editoriales independientes y le dejó carta blanca a las grandes editoriales, que si de alguna forma han logrado sobrevivir, ha sido expandiendo cada vez más su catálogo de bestsellers.
Hablando ya concretamente del caso de Argentina, este ha sido un evento siempre marcado por la política, pasando por las críticas de los discursos de Saccomanno en 2022, pasando por Vaccaro y Bauer en 2023; hasta las presentaciones y firmas de libros de figuras políticas.
En lo que respecta a la propia feria: un espacio dominado en su mayoría por las grandes editoriales, con catálogos cada vez más dirigidos a una nueva generación (que prioriza la fama de un Tiktokker por encima de la calidad literaria de lo que pueda llegar a escribir) y cada vez más distantes de los clásicos. Con cabinas para selfies y libros gigantes para posar, pero con pocos libreros que sepan diferenciar el nombre de un autor del de un libro, y una grilla de actividades colapsada por los temas dominantes: inteligencia artificial y feminismo, y con poco espacio para el resto.
Pensar en “literatura de valor” sería incurrir en un esnobismo excesivo, y una hipocresía, ya que me atrevería a decir que todos hemos disfrutado alguna vez de algún bestseller, incluso de esos terribles que de alguna forma terminan convertidos en películas pochocleras de Netflix.
Sin embargo, hay algo que no se puede ocultar y es que la capacidad de abstracción peligra cuando el lector no se enfrenta a otros modelos de literatura. La muerte de la literatura de valor es el lamento de aquellos que temen enfrentarse a las obras que cuestionan sus convicciones y les exigen reflexionar sobre su existencia.
Sin contar con lo más importante, y es que ocurre algo particular cuando peleamos por la diversidad: se enfrenta el peligro de que se vuelva la nueva norma. Parece que el futuro ha llegado, la literatura tradicional ha sido expulsada de los estantes y de la industria, y algunos no hemos sido avisados.
Fahrenheit 451, pero peor.