En Traslasierra

I am an ancient reluctant conscript.
Carl Sandburg, “Old Timers”

Al este de la estancia, yendo hacia la Capital, sube un camino zigzagueante a cuyo fin visible se encuentra un olivo, sombra benigna para quienes hayan subido de uno u otro lado ese escalón de sierra, y descansen recuperando aliento antes de emprender el descenso. He visto ir y venir, bajar y subir a mis hijas y amigos, chasques, peones y demás con gran placer, muchas veces a sus expensas, mateando a lo lejos. 

Era la mañana del cuarto día de primavera que rebalsaba sobre la cumbre del Champaquí. El ambiente estaba tibio y la noche se borraba ante el canto de los pájaros. Mientras salía poniéndome el abrigo, un punto negro se hizo visible en esas sendas, y vi cómo seguía el trecho con disciplina como lo hacen las hormigas entre la hierba.

Yo sabía la hora precisa en que llegaban visitas, y un chasque hubiera venido a caballo, al galope, por lo que cargué la pistola. Ya que el trecho hasta la casa es bastante para un hombre a pie, me senté a ver cómo caminaba esa figura bajo la luz temprana. 

El hombre andaba obstinadamente, y a poco más de diez minutos empezaba yo a vislumbrar algunos botones dorados sobre unas ropas azules, con detalles rojos. Entonces me levanté y disparé al cielo.

—¿¡Qué viene buscando, hombre?!

Él detuvo sus pasos y, tras unos segundos de silencio, alzó con las manos un objeto indiscernible a la distancia.

—¡Soy del Ejército nacional!

En tiempos de campaña, se había llenado de impostores que, hallándose maltrechos y en pobreza, levantaban un uniforme militar de quién sabe dónde, y salían a andar con eso puesto. Andaban por las calles pidiendo comida y limosnas, enseñando miembros rotos, dedos faltantes por accidente o artificio, y engañaban a quien los mirara con tan dignas prendas. En ninguna década han faltado de estos mentirosos, que aprovechan cada combate para venir a molestar a uno.

—¡¿A qué regimiento pertenece?! —pregunté.

—¡Al seis, señor! —contestó el hombre, y, mientras yo reflexionaba acerca de qué maldito número sería posible para los regimientos enviados hacia el norte, el hombre continuó—. ¡No he comido desde hace días, señor, más que un trozo de pan que me han arrojado! ¡Y me he quedado sin caballo!

—¡El seis! —interrumpí —¡Conozco el seis! ¡¿Quién era el coronel?!

—¡El coronel Sande, señor!

—¡¿Cuánto tiempo estuvo en el seis?! —pregunté.

—¡Desde que llegamos a Concordia, señor, el 18 de junio! 

Eso bastó para aquietar mi garganta y, tras decirle que siguiera caminando, entré a la casa, cavilando en preocupaciones, mientras mis niñas y mujer se detenían en la sala con sus ropas de dormir, desconcertadas por el griterío. Las mandé de nuevo a la cama, a que fueran a dormir, o a que no salieran por un rato. 

Al recibir al hombre le acerqué un vaso de leche y un pan del día anterior.

—Disculpe la desconfianza. Usted sabe cómo es…, cuando los valientes están al frente, los cobardes vienen a jodernos, a nosotros que sufrimos las batallas como si estuviéramos ahí mismo. Usted sabe, mi sobrino está en el frente.

El hombre, que bebía y masticaba con hambre aunque sin caer en la animalización, me hizo un gesto indicando que aceptaba las disculpas. Con timidez, entonces, proseguí.

—¿Y qué viene buscando? Cabezas de ganado, caballos, comida… ya lo dimos todo, hombre. No ha quedado nada. El Ejército se lo ha llevado todo. 

—No me ha enviado nadie —logró decir el hombre mientras terminaba de tragar un pedazo de pan—. No se preocupe.

Mientras comía, pude observarlo con tiempo. Era bajo, moreno, con algunas canas blancas entre el cabello gris. Ojos achinados, negros y gentiles, rostro afeitado al ras, como si hubiera sido esa mañana. Llevaba el uniforme del Ejército nacional: azul con rojo y dorado. La gorra descansaba al costado de la tabla de pan. 

No tenía el porte de un hombre de combate, ni de acción. Sino, más bien, por apariencia y actitud, pudo haber sido un cartero, o conductor de coches o farolero. Sus manos gruesas no denotaban agilidad ni fiereza. Mi desconfianza volvió a aparecer.

—¿Qué hacía usted al frente? —pregunté.

—Tamborilero, señor— y señaló el redoblante que había dejado al costado de la entrada. Me sentí un estúpido.

—Muy bien… ¿Y qué está haciendo aquí, que no está tocando el tambor en el frente? —retruqué.

—Se ha ido todo a la mierda, señor. Le pido que me deje darme un baño, y le cuento todo —dijo, finalmente, levantando la cabeza—. Por favor… Y necesitaré un caballo.

—No se pase, amigo. Aquí no tenemos caballos. Se los dimos todos a ustedes para que jueguen a la guerra desde Buenos Aires —respondí, bastante molesto—. Haré que le preparen el baño.

Enterada de la situación, mi esposa e hijas no tardaron en creer la historia que contaba este hombre. Lo invitaron a pasar, le prepararon un baño caliente que duró bastante, le lavaron el uniforme y le dieron ropas limpias. 

Mientras preparaban carne asada en la cocina, el hombre no hizo más que echarse a dormir en el cuarto de huéspedes. No se lo molestó, aunque varias veces me detuve frente a la puerta y pegué la oreja para ver en qué estaba metido. Fue inútil. No escuchaba nada, o no había nada que escuchar.

—¿Por qué no escuchás lo que tiene para decir? —me decía mi esposa cuando yo insistía con que había algo extraño en toda esa situación—. Está claro que no ha comido en días. Y que está sucio también. Aunque fuera mentiroso, necesitaría ayuda. 

Le di le razón y me alejé rezongando hasta que sirvieran el almuerzo, que se demoró las dos horas que ocupó el sueño del hombre. 

Mientras comíamos, advertí que mantenía su mirada en el tazón de sopa, como caído anímicamente, aunque no expresaba tristeza. Yo no podía verle la cara. Él miraba siempre hacia abajo, por lo que yo no podía deducir nada. Mis dos hijas se fascinaban ante el fenómeno de tener un soldado activo en casa, al igual que mi esposa, que disfrutaba recibir gente, especialmente militares. El almuerzo se desenvolvía en silencio hasta que decidí retomar el interrogatorio. 

—Y bien…, ¿me va a decir qué hace aquí?

Advertí que mi esposa me miró con enojo. 

—Sí. Discúlpeme —se limpió la boca y se incorporó—. Los han cagado a palos, amigo. Los cañones no hicieron ni cosquillas a los paraguayos. 

Mi hija más pequeña abrió la boca en un suspiro, la más grande largo una risa. Mi esposa, tras abrir grandemente los ojos sorprendidos, se llevó a las niñas. Yo permanecí ocupando mi silla, solo con el hombre. 

—Tres horas tratando de abrirlos a cañonazos sólo para caer despedazados por la metralla —me mira fijamente—. Diríase que practicaban ejercicios de tiro en blancos humanos.

—¿Perdimos la batalla, usted dice?

—Y las que le siguen. Dicen que cayeron Paz, Grandoli, Sarmiento… 

—¡Sarmiento! ¿Cómo?

—Echando la culpa a los brasileños, aunque ustedes también los entregaron en bandeja.

Había algo en su distanciamiento de la situación, o en su liviandad, o en su indiferencia, que me resultaba profundamente irritante.

—Ajá… ¿Y usted se olvidó el tambor bajo la cama y volvió a buscarlo?, ¿o qué le pasó?

—No, señor. Allí estaba yo, al frente de los batallones, redoblando. Todos cayeron a mi lado y detrás, en el agua de los pantanos. Todo el foso alrededor de las trincheras repleto de cadáveres. 

—Por eso. ¿Y usted? 

Advertí, en ese momento, que acababa de captar toda su atención. Ahora me miraba fijo, con el tenedor a medio camino entre la boca y el plato.

—Yo no he muerto, señor.

—Sin embargo, usted me dice que han caído todos, incluso los mejores. Que fue una tragedia. Pero usted, que iba al frente, y que es un inútil con dos manos en un tambor, ha salido ileso.

—Fue una de las escenas más patéticas que vi en las guerras, señor —el ánimo del hombre se amargó visiblemente—. Créame, lo he intentado. 

Lo miré confundido, y él sonrió apenas, con franqueza.

—¿Qué dices? 

—Simplemente eso. Que no me han dado. Ni una bala. Ni un pinchazo de bayoneta.

Dejó los cubiertos sobre el plato y acercó la servilleta a su boca. En ese momento, su cuerpo se relajó, como exhalando una larga miseria. Se reclinó en la silla, vio el cerro a través de la ventana y recorrió el comedor con la mirada hasta encontrarse con mi presencia, que lo examinaba. Sus ojos se volvieron vidriosos, como mirando algo detrás de mí, o algo anterior a mí, invisible. Comprendí que iba a hacerme una confidencia y me acomodé en la silla, bajando el vaso, en silencio.

—Lo que es peor todavía. Debo quedarme hasta que él venga. Me meto en lo más fiero del choque, entre el enemigo, como si tuviera los ojos vendados o me envolviera una niebla de locura, y del otro lado sólo hallo un desierto, o un camino, o una selva.

Me recliné mudo.

—Un sendero me trajo aquí —agregó—. Yo no lo he buscado a usted, ni a su familia. Pero luego de cada batalla debo volver a confesarme.

—Que había estado en varias guerras, dijo usted…

—Sí, señor. Hoy, por ejemplo, antes de almorzar. Estuve en Eylau, herrando caballos. 

—Usted está sufriendo de una enfermedad alarmante —respondí.

—Y hace un par de noches César me pateó en unas escalinatas. “Toscano de mierda”, me dijo, y me puso sobre una carreta a conducir caballos.

Lo veía conmoverse. Su voz se mantenía al mismo volumen, tenue, pero su lenguaje corporal, si bien permanecía quieto, se energizaba. Me preocupé pensando en si estaría bajo los efectos de algún licor.

—Venga, amigo —me levanté haciendo un gesto para que se fuera él también—. Suficiente por hoy. Se le traerá la ropa limpia y usted se irá de inmediato.

Sin responderme, continuó, con la vista puesta en algún punto del comedor.

—Yo pescaba, ¿usted sabe? Por el Paraná o Genesaret… Un altercado con otro hombre me ha arruinado… una bofetada…

Me impacienté y lo quise tomar de la camisa. El hombre volvió a mirarme.

—Déjeme un rato más, por favor —irrumpió agitado—. Saldré al atardecer, le doy mi palabra. 

Después de todo, el hombre había estado hace poco más de dos días en el frente. Lo dejé quedarse, y tras terminar mi jornada lo encontré jugando con las cuerdas de una guitarra apoyada en un rincón de la sala. Al oír mis pasos, la dejó. Con timidez, pidió un caballo que negué, otra vez, rotundamente, sosteniendo que no poseíamos. Dijo que en realidad no era necesario, sino que no soportaba la incertidumbre de una caminata eterna. 

Mateamos hasta mucho más que la puesta del sol. Yo lo veía apoyado en su tambor, con la luz nocturna mojando su cabello y un costado de su rostro que apuntaba hacia arriba, hacia el cielo despejado. El hombre dio un último sorbo. Me dijo que su nombre era Díaz. Me agradeció y partió. Lo vi alejarse, siguiendo el sendero cuesta arriba por la tortuosa ladera, con su tambor, con el uniforme y con su gorra, y con no sé qué pesadillas carcomiendo su consciencia.

Ilustración por Eugenia Mackay

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