Entre la degradación moral y la propia

En su libro The Sense of Style (2014), el psicolingüista y científico cognitivo Steven Pinker dice: 

The graybeard sensibilities of the sense of style mavens come not just from an underappreciation of the fact of language change but from their own psychology. As people age, they confuse changes in themselves with changes in the world, and changes in the world with moral decline—the illusion of the good old days. And so every generation believes that the kids today are degrading the language and taking civilization down with it1.

Es cierto que se repite esta constante de hombres que ven en su época una degradación moral de la sociedad y un decaimiento ético de los individuos. Muchas veces, como argumenta Pinker, semejante diagnóstico está ligado a los cambios en el software del pensamiento: la escritura. Sin embargo, creo que también podemos señalar que esto puede tener otro origen, como un cambio en la lógica del trabajo o en las aspiraciones o conducta de nuestros contemporáneos. 

Ya en 1797, en Hiperión o el eremita en Grecia, Friedrich Hölderlin alzaba su voz contra sus compatriotas: 

Bárbaros desde tiempos remotos, a quienes el trabajo y la ciencia, e incluso la religión, han vuelto más bárbaros todavía, profundamente incapaces de cualquier sentimiento divino, corrompidos hasta la médula […] Es duro lo que voy a decir, y sin embargo lo digo porque es la verdad: no puedo figurarme ningún pueblo más desgarrado que los alemanes. Entre ellos encontrarás artesanos, pero no hombres, pensadores, pero no hombres, sacerdotes, pero no hombres, señores y criados, jóvenes y adultos, pero ningún hombre […] Te aseguro: no hay en este pueblo nada sagrado que no haya sido profanado y rebajado al nivel del más miserable recurso, e incluso aquello que a menudo se conserva entre los salvajes divinamente puro, lo tratan estos bárbaros calculadores igual que se trata un oficio.

Hölderlin ejecuta la conmovedora elegía de un tiempo que ya no existe ni existirá jamás; narra la nostalgia por un estado de ánimo y una fe que hemos perdido para siempre. En un libro que debería leerse por lo menos una vez al año, despliega un discurso delicado y tenaz, como el pulso de un cirujano. Hölderlin lo encripta en una clave que parece abstracta por el mítico pasado al que hace referencia, pero que sin embargo es profundamente actual: lo que él denuncia como la nueva configuración del ser alemán sigue presente hoy, pero ya no distingue entre nacionalidades. Hölderlin dispara contra la especialización sin espiritualidad, la automatización de las tareas, la cobarde inercia del dócil que se conforma con el sumiso rol de engranaje de un mundo que funciona mal. Pero su denuncia parece un poco exagerada, ¡hasta ridícula! ¿Cómo pudo decir esto en 1797? No vio las sucesivas revoluciones industriales (los filisteos del desarrollo web dicen ufanos que vamos por la cuarta), no vio las guerras mundiales, no vio a Hitler ni al holocausto, tampoco la bomba atómica, el terrorismo o el narcotráfico, mucho menos la crisis migratoria o el calentamiento global. ¿Admitiría hoy que fue un poco desmesurado? Poco tiempo después, Hölderlin cruzaría los umbrales de la locura y tal vez, como dice Pinker, su juicio ya estaba siendo influenciado por los cambios en su psicología. 

Cien años después —en algo que buscó ser panfleto y terminó siendo clásico— el sueco August Strindberg publicó Banderas negras (1905) y también apuntó contra los suyos: 

No llores más por la maldad de nuestro tiempo, hermano. Como teósofo debes saber que cada época tiene su tarea asignada: y ésta que ahora toca a su fin ha sido la era del progreso material, la de la industria y la economía. ¿Es de extrañar que el nivel intelectual haya caído al tiempo que subía todo lo terrenal? […] esta época perversa que se presenta a sí misma como la era del progreso cuando es la de la decadencia; que se ha apodado la era de la verdad y la autenticidad cuando es la de la mentira, la de los farsantes, los falsos profetas, la era de la publicidad y las famas robadas. 

Strindberg también criticó el auge del progreso material en detrimento del cultivo espiritual (de cualquier manera, ¿qué diría en 2023, con un capitalismo más sofisticado y globalizado, si releyera su veredicto de hace ciento veinte años?), pero también denunció la hipocresía de la gente, la pantomima de la academia —“que siempre premia a los más mediocres”—. Acusó intrépido a los maridos que violaban a sus esposas en la santa unión del matrimonio, pero también a las mujeres que usaban su identidad sexual para obtener poder y privilegios. Strindberg fue en contra de las sectarias operaciones de los diarios y la publicidad y expuso impávido a los padres que castraban a sus hijos por un puesto en una cátedra. Y todo a través de la literatura. Strindberg, resentido con una sociedad que empezaba a olvidarlo, a dos años de su muerte, arremetió contra las peores mañas de ese animal político que es el hombre cuando se arrastra, y donde inevitablemente él estaba incluido. Más aún en su decadencia. 

Retomando el comentario inicial de Pinker, una cosa es rasgarse las vestiduras frente a un mundo que cambia con las nuevas generaciones y que poco a poco nos va dejando fuera, por obsoletos. Cuando se inventó el lenguaje audiovisual, muchos escritores lo criticaron por no dar tanto tiempo para la reflexión, como —según ellos— hacían los libros. ¿Será TikTok un nuevo lenguaje que no podemos entender? No lo creo, pero es posible; creo que lo entendemos muy bien y que por eso lo desechamos. Pero otra cosa muy distinta sería ignorar la evidente degradación de la escritura en nuestros días. Sobran los indicadores. Para empezar, los correctores de estilo han desaparecido de los diarios, revistas y poco a poco de la industria editorial, como si Word o cualquier otro editor de texto funcionase realmente bien. Pero lo que es aún peor es la poca exigencia de los lectores, que hacen de cuero sus estómagos para embuchar cualquier cosa que se les ofrezca de la misma manera que traga un gato doméstico el alimento balanceado. Hoy es más redituable, como escritor, pero también —y fundamentalmente— como lector —para ser más elevado y moderno—, plegarse cómplice a fenómenos retóricos como el lenguaje inclusivo, que desde un lugar privilegiado (como lo son los colegios de elite y los rancios claustros universitarios) busca imponer un cambio en la lengua de arriba hacia abajo (contrario a todos los cambios naturales del lenguaje) castigando a los que no se enfilan bajo este nuevo ordenamiento social. Básicamente, como cualquier otra conducta fascista. Y eso no es todo: los castigos son tácitos, ¿alguien conoce algún profesor de la carrera de Letras que no escriba sus mails en inclusivo? Probablemente se quede sin trabajo, o, lo que es peor, deje de ser cool.

Volviendo a Hölderlin y Strindberg, también Mario Vargas Llosa, en La civilización del espectáculo (2012), se alineó bajo su columna: 

La traición de muchos artistas e intelectuales a los ideales democráticos no lo es a principios abstractos, sino a miles y millones de personas de carne y hueso que, bajo las dictaduras, resisten y luchan por alcanzar la libertad. Pero lo más triste es que esta traición a las víctimas no responda a principios y convicciones, sino a oportunismo profesional y a poses, gestos y desplantes de circunstancias. Muchos artistas e intelectuales de nuestro tiempo se han vuelto muy baratos.

La observación de Vargas Llosa es una lúcida radiografía no sólo de este tiempo, sino de todos los tiempos. Siempre hubo oportunistas de ética endeble. Para el caso, el 28 y 29 de julio de este año se celebró en Buenos Aires la segunda edición del Festival de Literatura Joven. Quisiera citar un fragmento del diario Infobae promocionando el evento: 

Esta edición se desarrollará alrededor de cuatro ejes temáticos: Agenda verde, Diversidad y Género, Prácticas Afectivas y Bienestar Integral […] En esta oportunidad, se podrán disfrutar performances de voguing y k-pop; debates con bookfluencers; shows en vivo de Ángela Torres y Odd Mami; charlas con autores como Mariana Enríquez y Carolina Unrein; talleres de narrativa, poesía, baile y ESI no binaria…

Rivero, A. (26 de julio de 2023). Llega la segunda edición del Festival de Literatura Joven. Infobae. https://www.infobae.com/cultura/2023/07/26/llega-la-segunda-edicion-del-festival-de-literatura-joven/.

¿Qué tiene que ver la ESI no binaria con la literatura? ¿A quién que esté absorto haciendo literatura o disfrutando de un buen libro le importan la agenda verde, la diversidad, el género, las prácticas afectivas o el bienestar integral? Ni el peor escritor panfletario se animaría a hacer un mamarracho que mezcle los nuevos beneficios nutricionales del té de cardamomo, el mindfulness y la política identitaria. De eso no se vuelve nunca. Se ha puesto de moda entrecerrar los ojitos y asumir un aire solemne al barbotear la palabra “literatura”.

Concluyo con un comentario sobre la “industria creativa” y toda la fascinación escritural con los nuevos modelos de procesamiento de lenguaje natural como ChatGPT: nada se halla más remotamente alejado de la creatividad que todos estos “redactores creativos” que escriben copys y otros géneros deleznables para promocionar una determinada marca o producto. La creatividad no puede responder nunca a una fórmula de mercado como el Search Engine Optimization (SEO). Su fin debe ser el de la originalidad, el homenaje, la salvación del alma, la representación de un mundo que no es sino la indivisible proyección de uno mismo. No puede ser algo cuyo objetivo último sea aumentar los seguidores en las redes sociales o el tráfico en una página web. Esa es la tarea de un comerciante que hace un uso mediocre de la escritura para un determinado fin económico, y me parece bien que así sea. Es un trabajo como cualquier otro que responde a una necesidad básica e ineludible: matar el hambre. Pero autodenominarse creativo y pensarse como tal por el naming con el que te decora una compañía es una canallada imperdonable. En LinkedIn, por ejemplo, abundan publicaciones que pretenden ser originales y “disruptivas” (término predilecto de la época, junto con “resiliencia” y “empatía”) —que van desde la “invitación” a incorporarse a una empresa (p. ej.: “En Z estamos creciendo!”, y al lado de ese desagradable gerundio el emoji de un cohete) a la chabacana promoción de un producto que dice hacer siempre lo mismo: “agregar valor”, (¿qué carajo es “agregar valor”?). La cuestión es que estamos ante un cambio de percepciones estéticas: en una sociedad donde pocos saben hilvanar una frase por cuenta propia, lo malo o malísimo ha empezado a parecer bueno. Así lo testifica el final de todas estas publicaciones, donde empezó a aparecer —orgulloso— el remate propio de un nene de siete años que escribe por primera vez un cuento: “claro que escribí esto con ChatGPT!”. No sé qué es más vergonzoso, si ser adulto y asumir la propia incapacidad para comunicar nuestras ideas o mostrarse a viva voz conmocionado por un texto pedorro escrito con inteligencia artificial, lo que sugiere que nuestra destreza escrita está por debajo de eso y entonces muy por debajo del mal gusto. ¡Qué época!

Cuando a principios de este año fue el boom de OpenAI y sus corolarios, una persona con más de diez años de vida profesional y una carrera universitaria del palo de la comunicación me escribió para mostrarme no sólo lo bien que escribía esta nueva tecnología, sino su capacidad inventiva. Copio textual el ejemplo dado:

Usuario: cuente una historia sobre un bulldog francés atigrado que gracias a sus gases salva a la humanidad.
ChatGPT: había una vez un bulldog francés llamado Max que tenía un pelaje atigrado y era muy peculiar, pues era conocido por tener una gran cantidad de gases. Muchas veces, sus dueños se quejaban de su olor y su flatulencia, pero Max no se daba cuenta de lo molesto que era para ellos. Un día, una invasión alienígena llegó a la Tierra y comenzó a causar destrucción en todas partes. La humanidad estaba a punto de ser eliminada, pero Max no se dejó vencer tan fácilmente. Con todas sus fuerzas, Max comenzó a soltar sus gases y causó una gran explosión que repelió a los alienígenas.
La humanidad quedó sorprendida y agradecida con Max por su valentía y su capacidad para salvar al mundo. Desde ese momento, Max fue considerado un héroe y recibió todas las atenciones que merecía. A partir de entonces, sus dueños nunca volvieron a quejarse de su olor y aprendieron a disfrutar de su peculiaridad. Max vivió feliz para siempre, sabiendo que había sido el salvador de la humanidad gracias a sus gases.

Cuando veo esta muestra de escritura y de supuesta originalidad pienso en un alfeñique, en un muchachito huesudo con la amarillenta camisa tomada de su derrotado padre difunto, con olor a jabón blanco en su (expresamente pulida) piel seborreica y el pelo engominado, caminando por el borde de una ruta sin sol, zamarreado por el viento, yendo a una entrevista para el puesto de patovica.

De pura condescendencia empecé este texto justificando mis exabruptos: tal vez yo ya haya entrado en mi propia espiral de decadencia y no haga más que proyectar eso y rememorar los good old days. Pero no hay nada más contradictorio que un escritor a favor de su época, aun si ese escritor es un diletante o un inepto arrogante. Dejo mi testimonio y espero que en doscientos años nadie me acuse de exagerado, porque sabré entonces que el más mínimo sentido estético estará exhibido en un museo que nadie visitará, y los “formados” de aquel entonces escribirán todavía peor que los de la actualidad.


[1] “Las anticuadas sensibilidades de los expertos del sentido del estilo no sólo provienen de una infravaloración del hecho del cambio lingüístico, sino de su propia psicología. A medida que la gente envejece, confunden los cambios en sí mismos con los cambios en el mundo, y los cambios en el mundo con el declive moral: la ilusión de los buenos, viejos tiempos. Y así cada generación cree que los niños de hoy están degradando la lengua y hundiendo la civilización con ella”.

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