Jorge Luis Borges, autor de Harry Potter

Mi nombre no importa. Soy hijo de los asesinados James Potter y Lilly Evans. Una cicatriz en forma de rayo me cruza el rostro y me convierte en símbolo de esta generación que anhela tener un porvenir. Sepa, quien se detiene absorto ante mi cuerpo endeble, que yo fui quien mató a Tom Riddle. Yo, el niño que sobrevivió.

Nací un 31 de julio en el seno de una típica familia sajona. Durante mi primer año de vida, fui feliz. Pero un acontecimiento fatídico marcó para siempre el curso de mi destino: la traición del infame Peter Pettigrew.

Mi padre murió entre efusiones de sangre brusca, sin poder alcanzar su báculo. Pero de esa atrocidad me alejó para siempre el recuerdo implacable de mi madre, que murió suplicando. Yo querría saber si en medio de su agonía alcanzó a entrever, siquiera como un animal entre los hierros, la casa y el sacrificio, la sombra y los altos árboles.

Fui luego adoptado por una familia que me odió categóricamente. Por el resto de mi infancia, viví en un oscuro pozo bajo la escalera del número 4 de Privet Drive. Fue esta circunstancia —y no la carta que recibiría a los once años— la que forjó para siempre mi carácter. Tan pequeña frente a la vastedad del universo, la desértica alacena (habitual y permanente aquellos días) imprimió en mí cierta resignación estoica frente a la muerte violenta, percance inseparable de la vida (conjeturé) y manera de morir como cualquier otra.

El Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería me dio la posibilidad de ser otro. El mundo mágico necesitaba un héroe y yo acepté ese juramento para dejar por fin mi insoportable condición de huérfano.

Con el único objetivo de alzar un solo recuerdo feliz en la vida de un desgraciado, asumí el escarlata y el oro para vestir las ropas opuestas a las de mi enemigo, y pagué así la deuda que tomé al atravesar, por primera vez y con la esperanza en un puño, la falsa pared de la estación donde se cruzan los reyes.

He abrevado en la copa de cólera para que la venganza entre en mis venas, y bajo el cielo abierto del Gran Comedor intuí el drama que el retrato de mi personaje necesitaba. Por eso dejé elegirme por la vara gemela que había ultrajado a mis padres, para que innumerables coincidencias me acercaran al pálido rostro de Riddle. «Así, me dije, estaré más cerca de su corazón».

El resto ha sido documentado por los libros de historia.

Al espejo de Erised lo venció una humillante revelación que no pude ocultar. Aquel muchacho que vestía una armadura demasiado pesada para el hueso de sus hombros hubiera abandonado una y mil veces la gloria y las estatuas encumbradas por una sola tarde con sus padres. Burlón, misericordioso, vencido, Erised me entregó la piedra que prolongaba la vida, porque yo no quería la vida.

Ni tan fuerte para cambiar el destino con mis brazos, ni tan débil para borrarlo con mis lágrimas, hundí el acero de Gryffindor en la carne última del basilisco y confirmé dos hechos. Solo uno de nosotros podía vivir, y yo —a diferencia del otro— estaba dispuesto a morir.

De a poco me dejaba mecer por el suave néctar de la vida, cuando me hirieron el alma. Del color de la noche en que murió mi madre, me sitiaron las sombras que filtran el miedo como le filtran a un indefenso el suero en un sanatorio. Comprendí entonces que en la vida de un hombre el valor está dado por la ciega obstinación con la que persigue un destino que le ha sido vedado; a mí, ese destino se me representaba como una meta imposible: volver a ser un niño en los jardines de Godric. Si yo esa noche oscura debía morir, lo haría a la manera de mi padre, como si fuera él, y no un huérfano empecinado. Exánime, antes de caer, alcancé a entrever la alfombra roja sobre la frágil agua de plata.

Fui campeón del siglo sin querer serlo y he visto cómo la vida abandona los ojos de un hombre. A orillas del lago Negro he sido rey de los tritones, y en la altura de los cielos burlé las llamas del fuego húngaro. He visto morir a amigos y desconocidos por el vasto nombre de Harry Potter; crisol de los fútiles deseos de aquel que espera ver a la todopoderosa magia interrumpirse al tocar el perecedero cuerpo de un mago.

Entre la hierba elemental amé a la mujer que me enseñó a besar.

Cuando fulminado cayó del cielo Hedwig mi mensajero, supe que nadie puede partir un trozo de pan o ejecutar las fibras eléctricas de su varita sin justificación; esa justificación fue para mí la de acabar con el alma de mi enemigo de la misma manera que horada paciente el agua las rocas del mar.

A esa misión me encomendé durante más tardes de las que el tiempo es capaz de contar, y cuando una nueva traición alcanzó el pecho de mi maestro supe por fin dos cosas. Supe que la ruina era el final de los nuestros y supe también que mi derecha mano que escribe (que caiga muerta si se aleja un solo momento de la verdad) era insuficiente para vencerlo. Acaso por eso elegí una nueva guerra inexorable que probara el coraje inútil de mi fe: luchar para desarmarlo, aunque el otro tirara para matarme.

*** 

La luna brillaba entre los árboles y Potter vio el reflejo en la hoja de su varita y la mano que la empuñaba sin temblar. Enfrentado por la oscuridad como por un cerco de perros hostiles, sintió que retomaba por fin su destino y que su destino estaba cumpliéndose. También eso lo reconfortó.

Trazó con brusca firmeza una línea en el aire y en un fuego de luz confusa el otro dio contra el suelo y dijo claramente: “Estoy muerto”.

Había matado a un hombre y ya no tenía destino sobre la tierra.

Ilustración por Eugenia Mackay

One thought on “Jorge Luis Borges, autor de Harry Potter

  1. Ay! Qué hermosura esta escritura! Si pudiera pedir lo imposible, pediría una tarde, en un banco de plaza, de mano a mano con Borges. Una tarde de otoño, si fuera posible, de Serafin Leiva y Borges.

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