Quise ser su amiga en primer lugar por su nombre, tan fuerte, tan exótico, tan único, como después se reveló que era ella. Y en segundo lugar porque yo había llegado al barrio huérfana de amigos. No sabía ni siquiera qué era tener un amigo, cómo uno era amigo.
Era 9 de diciembre y en mi casa se armaba el pesebre el 8, por tradición, nada más que aquel año lo armamos un día después, en medio de la batahola de cajas y trastos de la reciente mudanza. Mi casa era una casa de tres mujeres, mi mamá, su mamá (mi abuela) y yo. La mañana que llegamos, mi abuela estaba más preocupada por el pesebre que por cualquier otra cosa, porque en ella las tradiciones eran tan férreas como sus convicciones, y no importaba si acaso no comíamos o no encontrábamos papel para el baño; todavía la veo dirigiendo la descarga de los muebles y de las cajas, dando órdenes a diestra y siniestra en una vereda atestada y sombreada, ya que daba al oeste. Mi abuela era de mandar mucho y de tener poca paciencia, así, mientras comandaba la bajada de cosas y retaba a los peones del flete, protestaba también porque la casa daba al oeste y así “tendremos todo el sol quemante de la tarde”.
Nunca supe qué rollo se traía ella con el sol, que le molestaba y corría cortinas y bajaba persianas para mantener la casa a oscuras, con el agregado de que nos tenía cortitos de encender demasiado la luz para no gastar electricidad. Total que vivía con magullones en las piernas porque siempre me chocaba algo en la penumbra del interior. Antes, ella vivía con el abuelo en otra casa que daba al sur, y allí una vez entré despacito a su cuarto, a la hora de la siesta, porque quería espiar algo que alguna vez había oído de mis hermanos mayores: decían que la abuela usaba una bombacha en la cabeza para no desarmarse los rulos. Así que abrí con toda la suavidad del mundo la puerta, y fui paso a paso conteniendo la respiración y tratando de que mis ojos se acostumbraran rápido a esa semioscuridad rasgada por las rayitas de la persiana así podía comprobar lo que quería antes de ser pescada. La impresión que me causaron los dos agujeros para las piernas, arriba de la cabeza y un poco a ambos lados, me dejó realmente sin respiración, parecían los dos círculos por donde podían salir, con perfecta sincronía, dos enormes cuernos, como de toro o, peor, de Minotauro. Y como estaba tan oscuro y no podía aguantar más la tremenda curiosidad que aquellos agujeros negros en la cabeza de mi abuela me despertaban, no fui capaz de darme cuenta de que había acercado tanto mi cara a su propia cara que debo haberle respirado encima, y tan compenetrada estaba en esa observación que tampoco me di cuenta de que había abierto los ojos, y me largó un “¿¡qué estás haciendo?!”. Si no se me paró el corazón del susto, debe haber sido porque era extremadamente joven y sana en aquel entonces. No pude, no supe, mentirle y le dije que “quería ver la bombacha en la cabeza”. “¿Pero qué tiene de raro?”, me dijo mi abuela, fastidiada, “shu, shu”, me hizo un gesto con la mano para que me fuera de la pieza y la dejara seguir dormitando.
“Qué tiene de raro”, dijo la abuela, pero no era de sorpresa la pregunta, sino sólo que no querías admitir que era raro, abuela.
En fin, que empecé contando la llegada al barrio. Papá ya no estaba. El abuelo tampoco. Mis hermanos mayores habían tomado sus propios rumbos. Así que mamá decidió que podíamos vivir con la abuela, en una nueva casa, las tres juntas. Aquel día de la mudanza yo tenía un ansia de vida nueva que obedecí todas las órdenes, contraórdenes, recomendaciones y sugerencias que me hicieron, para poder desocuparme rápido e ir a explorar mi nuevo mundo. Así que me puse a armar el pesebre el 9 de diciembre de 1983. Tenía doce años, mi papá había muerto y mis hermanos estaban lejos. Se escuchaba trajinar a mi mamá en la cocina, aunque no su voz. Estaba pensativa porque era el día del aniversario de su casamiento, y se veía triste; y se escuchaba la voz constante de mi abuela comandando. Me puse silenciosa en un rincón de la nueva salita, y empecé a desenvolver con mucho cuidado las piezas adoradas, de otros años, todos juntos.
Arreglé la paja del techo de la casita, acomodé cada pieza en su lugar. Estaban envueltas en restos de papel de diarios y de revistas, y al tacto las iba reconociendo, la pastora con el cántaro de leche con vestido rosa, el pastor con la ovejita, el burro (el asno, decía mi mamá), la vaca…. Colgué el ángel delante de todo, y lo di por terminado. No tenía la ilusión de otros años. Pasó por detrás de mí la abuela y de reojo miró y aprobó, pero siguió en la suya.
Almorzamos y salí a pasear por el barrio. En la esquina, sentada en el borde de su tapial, estaba ella. “¿Sos la vecina nueva?”, me preguntó. Y ese fue el comienzo de una amistad tan intensa como corta. En realidad, fueron los cinco años que duró nuestra adolescencia, y todo siempre es tan intenso esos años. El dolor y el amor. La vida que brilla de otro modo, que encandila y enamora, que engaña con promesas, que alarga los días y hace eternas las noches.
Nos hicimos inseparables. Y a pesar de que luego yo hice otras amigas, que aún conservo y que fueron mis amigas de la escuela, con quienes tuve un grado de intimidad tal como para dormir en sus casas o que ellas durmieran en la mía, con Roberta nunca traspasamos ese umbral. Yo vivía media cuadra más lejos que ella de la escuela, por lo que era yo quien pasaba a buscarla e íbamos juntas, andando rápido, y cuando llegábamos cada cual tomaba su propio rumbo, como quien no se conoce más que para un saludo leve al pasar. Nunca pude entender aquella lógica de casi no conocernos fuera del barrio, de no tratarnos, de no compartir nada fuera de aquel lugar que nos encerraba en una burbuja sólo a quienes vivíamos allí —insólito además porque nuestras casas, la “entrada a nuestro barrio”, distaban cuatro cuadras de la escuela— y sin embargo parecía que aquel lugar estaba sujeto a una lógica distinta a la del espacio, la distancia recorrida, la física común que nos enseñaban en clase, y que habitábamos en realidad un lugar diferente suspendido de toda racionalidad, y empezaba en la esquina de Serrano y se extendía en forma de T. Roberta vivía en la unión de los dos palitos de la letra, y yo a mitad del vertical, eran en total las tres cuadras de nuestro mundo, y eso abarcaba la casa de los otros chicos del barrio, con quienes solíamos compartir la vereda alguna tardecita de verano, y, un poco más adelante, algún “asalto” con José Luis Perales en cassette y celofán de colores, donde empezó el primer amor para las dos.
Roberta, sin dudas, era la jefa del barrio: un poco más alta que yo, de pelo negro y cara redonda, casi siempre estaba seria, aun cuando reía su risa no era franca, revelaba un cierto recelo del todo incomprensible para mí, pero también había observado que la sonrisa recelosa nunca iba dirigida a mí. Me gustaba igual verla reír, porque tenía unos dientes blancos y fuertes, grandes, que iluminaban su cara y la hacían parecer otra. Si había que negociar algo en el barrio, siempre era ella la que definía qué y cómo se haría, y yo podía abandonarme a una sensación de seguridad que no había sentido nunca antes, y creía comprender que sólo era por el magnetismo que irradiaba su persona.
Ella era a la que se le ocurrían siempre los nuevos desafíos en el barrio, como entrar a la casona antigua y abandonada de Ladaga a mirar qué había quedado de los despojos. Su vereda era la “oficina” y el lugar de encuentro con el resto de los chicos, allí sentí por primera vez el calor ardiente de una mirada clavada en mí, y descubrí el amor; allí pasamos tardes enteras planeando nuestras vidas futuras. Todo sucedía siempre allí, afuera.
En su casa no sé cómo eran las cosas, porque su familia no era una familia común como la del resto de la gente que yo iba conociendo. Sólo se daban con otra familia que tenía a su vez un hijo único. Sus padres siempre eran cordiales y simpáticos, y a pesar de que alguna vez entré en su casa, brevemente, nunca estuve cómoda, por eso afuera éramos felices.
Nuestra amistad se extendió hasta un año después de su egreso, cuando ella volvía regularmente de Buenos Aires, adonde se había ido a estudiar una carrera muy diferente a la que planeábamos en nuestros planes trasnochados de vereda. Después sus padres se fueron de un día para otro, y ella ya no volvió más. Y yo me quedé aquí.
A veces siento el impulso de buscarla. Pero no me animo. Tengo miedo de no encontrarla.
Ilustración por Eugenia Mackay