Periodismo en las pampas

Lo más entretenido de todo era recibir los artículos de los colaboradores del diario, porque salían del común tedio de los redactores y de los autodenominados “periodistas” locales. A veces recibíamos cuentos de alguna maestra jubilada de un pueblo cercano que contaba alguna anécdota de su juventud cuando aún había calles de tierra; o del secretario de la cooperativa local describiendo la asamblea anual; de algún nostálgico que hacía muchos años vivía afuera y quería seguir siendo parte y entonces mandaba algunas crónicas de la costa mediterránea donde vivía y de la que no podía escapar; de las maestras que mandaban los trabajitos de escritura de sus alumnos que eran casi como “Composición. Tema: la vaca” pero reversionados. Pero esta vez habían ingresado otros archivos (eso creí yo) y el director me dijo al pasar:

—Tomá pibe, esto es para vos que seguro te las ingeniás con el poco que sabés de inglés. 

Venía de la calle con el pucho entre los labios y los ojos semicerrados por el humo y me tiró a la pasada, sobre mi escritorio, unas copias con letra arial 12 espacio mínimo y casi sin márgenes, y siguió apurado para la radio, porque ya empezaba la columna de comentarios políticos que hacía él.

Rafa era un autodenominado, sí, pero tenía con qué. Era un tipo que sólo tenía la secundaria, pero culto. Era lector y sabía mucho de política y de economía, y le gustaba la radio. Y le gustaba también chicanear a los políticos locales que se miran el ombligo.

Yo, por mi parte, también tenía sólo el secundario. Pero según decían —mi vieja sobre todo, pero creo que casi todo el mundo— era una víctima de la mala educación de ahora. Y la verdad es que yo no me podía comparar con Rafa. En la secundaria me gustaba escribir un poco y quería irme a estudiar periodismo, pero, cuando terminé, la cosa fue difícil en mi casa y no me pude ir a ningún lado. Así que empecé a trabajar como tipeador, corrector, mandadero, cafetero, lo que hubiera que hacer, en el único diario del pueblo. Rafa era amigo de mi viejo, de la juventud, y se hizo cargo de enseñarme y de iniciarme en la “autodenominación”, no sé si por cariño ahora que mi viejo no estaba, o si por formarme como su sucesor. De a poco había empezado a darme más y mejores trabajos, a veces me llevaba a hacer alguna entrevista, o me hacía ir de oyente al programa de la radio (que lo podía escuchar en el piso de abajo), pero él decía que “mejor es en la mesa con el invitado, así te fogueás, pibe”. Lo cierto es que era lo mejor que me podría haber pasado después del último verano de la secundaria: en mi casa se vio que no me iría y evaluar entre cajero del supermercado o dependiente en la ferretería era para deprimirse sin remedio. La tercera vía, la de hacerme “periodista” de oficio, fue mi salvación.

La cuestión es que aquella mañana agarré las hojas en arial (que odiaba) y para mi asombro vi que no haría nada con el escaso inglés, porque aquello estaba en portugués y yo no sabía ni jota. Ni había a quién preguntar. La única brasilera en los pagos era la autora de dicho texto, que no tenía idea de español, que estaba recién llegada, tenía dieciocho años y trabajaba como ayudante en una peluquería.

—Pibe, es fácil el portugués, es casi como español, ¿no viste que le dicen portuñol? —me tiró el Manco Rodríguez, otro de los “redactores” locales. Y siguió tipeando.

Traté de pescar alguna palabra, alguna parecida, y estaba por desistir cuando se asomó el Negro Benítez de la imprenta y nos gritó “¡tienen treinta minutos para pasar el archivo a imprenta!”. Busqué alguna otra cosa que hubiera para publicar, no había. Avisé que eso no podría estar traducido en ese tiempo por obvias razones ya dichas, y alguien del fondo me gritó:

—¡Dale pibe! No tienen ni puta idea de qué se trata. Metele vos alguna idea, pero no podemos dejar el espacio en blanco. Esa era otra: como sabían que un poco me defendía con las letras, más de una vez me pedían “salvar” alguna burrada. Como fuera, entre la presión de la hora y el orgullo, me puse a ver qué sacaba de aquello. Parecía ser una charla en la peluquería (tenía todas las posibilidades de serlo):

—Yo quiero entregar… ¿? Y se fijó hollando el rostro de Amorina esperando que su comentario fuese acertado. La cabellera (o la peluquera) torcía y destorcía rítmicamente la escoba redonda en su cabello cuando pasaba el … secador sobre ella, consiguiendo un efecto recto y redondeado, muy en boga en los ochenta. Ella… con la cabeza más no tenía opinión.
—Porque a veces tengo que dar un presente, … a cierta edad, y no sé qué dar. Y más en este momento, porque vos decís ¿qué le regalo?
—Claro, claro. Ahora colocaré el aceitito ese nuevo que recibí. Huela qué aroma rico.
—¿Podrías comprarme uno de esos cuando pidas para vos?, así tengo para regalar.
—Y, no sé, porque dependo de la cota que tengo, ¿viste? Ellos me dan una cota … Yo dependo de eso —(dice eso bajando la voz até ficar… inaudible, como si fosse un secreto, y la otra reagiu como si fosse: arreglando los ojos).
—Claro, yo te pediría así… con onda, ¿entendés? (…)
La cabellera (o la peluquera) secaba, …, perfumaba, (…), depilaba, levantaba por mechas, punchaba… hacía todo con la boca fruncida, atrás de una máscara de acrílico, como si no tuviese nada más que hacer que correr el secador y dar consejo (¿o su deseo?) de conversar sobre entretenimiento. (…)
—Yo no entiendo como las personas hacen locuras, como ser el que quiso entrar en la casa de Gran Hermano y les gritaba desde la muralla, a los participantes, “¡gente galera, aquí, aquí! ¡Mírenme a mí!”, y los participantes miraron chateados y dijeron a él “¡saia (¿señor?) no nos incomode, pasamos meses preparándonos para estar acá!”, porque tienen que estar calmos para poder hacer ese experimento. Porque eso es un experimento.
Ella dice eso con una pincelada que mueve la cabeza… firmemente para un lado, ella la salta (embora suavemente) de vuelta a su lugar. La que tiene las pinzas coloridas en la cabeza ahora tiene enfocado algo que ve en la revista de focas y asiente distraídamente”.

No tuve tiempo de releerlo aunque sabía que estaba sin terminar, tenía espacios en blanco, dudas entre paréntesis, y tampoco le había encontrado mucho sentido, pero el esfuerzo de descifrar palabras me había hecho descuidar el mensaje general. Aunque creo que para ser conversación de peluquería debe estar bien, ¿no?

Siempre tendrá el prestigio de ser una colaboración extranjera, que tan bienvenida es en estas pampas áridas.

Ilustración por Eugenia Mackay

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