Qué pasa con la literatura femenina (y feminista)

Hablar de feminismo es un asunto complejo. Sin embargo, condeno únicamente dos posturas: las mujeres que aseguran no ser feministas (¿cómo atreverse a un “no me identifica” cuando se trata de un movimiento que defendió y defiende tus derechos como ser humano?) y las feministas (o cualquiera) que no están dispuestas a debatir (¿cómo mejorar o llegar a otros cuando nuestra postura es inamovible? ¿Cómo tomar una postura crítica ante el mundo pero no estar dispuesta a escuchar lo que otros tienen para decir?).

Dicho todo esto, me animo entonces a cuestionar: ¿es positiva la proliferación de la literatura femenina actual? ¿Es lo mismo literatura feminista que literatura femenina? Antes de que comiencen a juzgarme es necesario reconocer que no soy la única prácticamente incapaz de diferenciar en la actualidad el oportunismo de la necesidad de expresión real y verdadera. 

Ahora, ¿existe algo como “lo auténtico”? ¿Quién soy para cuestionar eso? ¿Qué me convierte en una autoridad para señalar eso? ¿Es correcto imponer que alguna opinión cuente como autoridad sobre otra en temas de esta naturaleza? ¿Cómo cuestionar las intenciones de otros? ¿Es siquiera posible definir qué se calificaría como “real” y “verdadero”? Entramos entonces a otro tema polémico: la autenticidad, la originalidad; un concepto en crisis desde hace tantos años que casi parece ridículo utilizarlo aún.

Existen muchas formas de concebir lo original: ya sea como algo único, disruptor, o un concepto más realizable: un producto de debates anteriores, un remix de ideas antiguas que generan algo “nuevo”. Lo nuevo no existe, sólo la transformación. Como escribió Adorno en Teoría estética: “El concepto de originalidad, que es el de lo originario, implica tanto lo muy antiguo como lo que no ha existido todavía, es la huella de lo utópico en las obras” (1970, p. 227).

De hecho, aunque no lo parezca, ya que en la actualidad son más los discursos que se dedican a repetir ideas ajenas, el valor de la autoría no siempre fue tan importante en muchas de las corrientes artísticas, en especial las artes plásticas, donde antes de la idea de un genio creador todopoderoso los motivos de las obras se reproducían sin ni siquiera firmarse. ¿Es el ego del autor o el culto a la originalidad algo nuevo? Desde luego que no, pero no siempre ha tenido el mismo tratamiento. Si hay algo muy intrínseco en nuestra naturaleza y que negarlo sería hacer lo mismo con nuestra humanidad, es que nuestra cultura es la imitación (y eso no tiene nada de malo, hasta cierto punto).

La forma en la que ha evolucionado el conocimiento ha sido gracias a esta característica, por lo que negarla sería directamente absurdo. Es entonces cuando volvemos a la importancia de la intencionalidad (también la sinceridad de, por ejemplo, saber admitir hasta cierto punto cuánto se ha copiado y por qué, qué tanto de eso se ha hecho por complacer a los mercados).

En el caso de los discursos literarios y feministas (y ¿femeninos?) actuales involucraría esto como una palabra clave en su análisis: la intención. ¿Cómo diferenciar la verdadera intención artística?, ¿por qué es eso tan importante?

Antes que nada, insisto en destacar que de ninguna manera sugiero que la literatura de temas hasta cierto punto catalogados como feministas sea de alguna forma innecesaria. Sabemos que durante toda la historia se ha puesto en juicio la subordinación y desvalorización constante de la mujer y su rol en la sociedad. Incluso mucho antes de que existiese el feminismo muchas mujeres pudieron advertir su posición desventajosa y buscaron luchar contra los prejuicios y los estereotipos existentes. A partir de entonces, ya sea en la primera, la segunda, tercera o cuarta ola, así como en sus distintas corrientes (feminismo marxista, ecofeminismo, interseccional, transfeminismo, radical, liberal, etc.), el papel de la literatura ha sido innegable: basta con repasar los aportes de mujeres como Mary Wollstonecraft, Elizabeth Cady Stanton, Susan Brownell Anthony, Olympe de Gouges, Virginia Woolf o la mismísima Simone de Beauvoir.

Al hacer ese muy breve resumen parecería apuntar a una intención menos editorial y más política. No hablemos aún del uso de motivos femeninos por hombres (¿aliados?). Aunque caiga en el riesgo de sonar fundamentalista.

Comencemos primero por cuestionar: ¿qué sería un canon literario femenino, entonces?, ¿escrito por mujeres?, ¿con motivos feministas?

Por desgracia, desde la perspectiva de género de la crítica, el término de lo femenino estaría asociado a todo aquello a lo que se relaciona también la feminidad: lo débil, lo sumiso. Lo que sí es cierto en todo esto es que hombres y mujeres tienen formas distintas de ver el mundo y eso se ve reflejado en su literatura, es entonces legítimo pensar en una literatura femenina, escrita por mujeres, que habla de su experiencia, de cómo viven y sienten, todo esto dentro de lo que no ha dejado de percibirse como una sociedad patriarcal, aunque algunos insistan en desmentirlo.

La literatura femenina como categoría existe, y está marcada por mujeres con influencias similares y en una determinada época que evidentemente escriben e, incluso, habitualmente han sido subestimadas. Como toda categoría, tiene entonces algunas características comunes que la hacen fácil de identificar: como la relevancia de los sentidos en la narración y mayoría de protagonistas mujeres. En ese sentido es hora de resaltar que lo femenino no siempre es feminista, o al menos no es una relación directa, ya que ambos conceptos no son equivalentes. La literatura femenina es una especie de representación del mundo desde los ojos de la mujer, es la realidad tal y como la perciben sus protagonistas en su vida cotidiana, sin necesidad de llegar a abordar propuestas ideológicas y de lucha explícita ante la desigualdad de derechos y oportunidades como lo es la literatura feminista. Pero ¿qué pasa con el uso y abuso de uno o ambos conceptos ante la exigencia del mercado editorial?, ¿qué hacer cuando la intencionalidad ha sido reemplazada por la fórmula? 

La hegemonía genérica y cultural se ve cargada entonces de una evidente intención mercantilista y política. Está de moda hablar de mujeres, de temas que de una u otra forma resaltan su posición vulnerable y sumisa, violentada, víctima. Sin profundizar en el hecho de que buscar aprovecharse económicamente de temas como el maltrato va en contra de todo lo que podría considerarse feminismo, al valerse de la figura de la mujer con un único objetivo final: ser aceptado en la escena editorial y hacer dinero.

Sabemos que la literatura escrita por mujeres ha tomado un papel protagónico en la escena editorial reciente, al menos en Argentina. Sus autoras han ganado legitimidad no sólo en el mercado, sino en la academia (aunque definitivamente más en lo primero que en lo segundo), y no sólo a nivel nacional, sino internacional.

Por supuesto, la situación actual no es sino una consecuencia del movimiento que comenzó a gestarse a mediados de los años sesenta con autoras como Sylvia Molloy y Hebe Uhart; y llega a su punto más álgido con escritoras como Samanta Schweblin, Mariana Enriquez o Gabriela Cabezón Cámara. Y a pesar de que son muchos los temas de esta nueva o novísima literatura argentina: trauma por el pasado dictatorial, la memoria, los fantasmas y desaparecidos, el cuerpo, la civilización y la barbarie (Drucaroff, 2011); es indudable que no sólo se trata de la irrupción de autoras mujeres sino de temas feministas: cómo olvidar las almas abandonadas en medio de la ruta en “Mujeres desesperadas” o la maternidad no deseada en “Conservas”, ambas de Schweblin en su libro Pájaros en la boca, o las mujeres quemadas de “Las cosas que perdimos en el fuego” o el violento vínculo que aparece en “Tela de araña”, de Enríquez, incluso la novela Las aventuras de la China Iron evidentemente escrita en clave feminista.

Marina Mariasch, en el capítulo “El pelotero del logos” de ¿El futuro es feminista?, explica cómo las mujeres escritoras han peleado durante años por abrir espacio en un lugar únicamente reservado para los hombres: “el de la palabra escrita como palabra pública”. Como dijo entonces Josefina Ludmer, el otro es quien tiene el poder, el que da y el que quita. En un mundo en el que, aún en la actualidad, los hombres parecen tener mayor autoridad a la hora de opinar sobre ciertos temas (actualidad, política), mientras que para la mujer están reservados los “temas que les incumben”, como el amor; Mariasch se pregunta: “¿Cuándo [las mujeres] podremos hablar de política sin que nuestra mirada esté invadida por la lucha contra el patriarcado?”.

Se trata no sólo entonces de una lucha feminista, donde en sus bases parece estar instaurada la lucha en temas específicos (por ejemplo, no sólo contra el patriarcado, sino en contra del capitalismo) sino justamente una lucha por el libre albedrío a la hora de hablar de temas e intereses, una lucha elemental y primigenia: la de ser libres de elegir. Respecto a eso, Mariana Enriquez, en el prólogo del mismo libro, se refiere a esto como “un terreno en disputa y de disputas” y señala que entonces nuestra responsabilidad es cuestionar verdaderamente los espacios que ocupamos, quizás con una mirada despojada de toda corrección política y de lo que “debemos” pensar como mujeres.

Recapitulando, más allá de la literatura femenina y feminista actual que pueda tener una intención y un trabajo evidente detrás, ¿como mujeres escribimos sobre los temas que nos interesan o sobre los que el mundo cree que deberíamos inclinarnos? ¿Los autores en general abordan temas feministas por un auténtico interés, por una preocupación genuina por una causa social o porque es lo que exige el mercado?

En esta época de la copia, de la muerte del arte en manos de la corrección política, del fin de la creatividad, es necesario que los autores vuelvan a pensar en los temas de los que no se escribe o en innovar desde la forma, pero de alguna manera buscar hacer algo aunque sea ligeramente distinto.

La literatura siempre intenta ir más allá de su época y es así como termina reflejándola. El primer error de los que escriben es no lograrlo. Tener la audacia para intentarlo y astucia para lograr reconocer cuando un tema se agota es parte de ser buen escritor, el poder distinguir cuando el tema que antes era tabú ya pasó a ser la norma.

Libros como Moby Dick se convirtieron en clásicos por presentar una idea innovadora para su tiempo. ¿Qué novela feminista del presente pasaría a ser ese gran clásico que nuestra época necesita?

Quizás sea por eso el momento de abordar el tema de la figura de la mujer de una cara distinta, menos victimizante y que nos interpele (pienso en libros como Madres no, Cacería de niños o La azotea) y que al final sea esa reivindicación aún más feminista que cualquier otra. 

Independientemente del camino, se hace necesario recuperar la capacidad de cuestionarnos: ¿cómo terminamos siempre escribiendo sobre lo mismo? ¿De qué trata realmente este pacto implícito en el que parecemos ignorar el aburrimiento que esto genera, la muerte de la creatividad que esto representa y la intención mercantilista que evidencia, únicamente porque es políticamente incorrecto criticarlo porque “por fin se habla de estos temas”? ¿Este abuso de los temas únicamente con el fin de vender no es acaso una traición a esta causa también? Si continuamos a este ritmo el próximo clásico de la literatura podría jamás escribirse.

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