Sobre Diego y Maradona

Reflexiones a partir de Diego Maradona (2019), de Asif Kapadia

De hecho, era un proyecto extraordinario pretender fundar mi Elíseo con una banda de ladrones.
Hiperión o el eremita en Grecia, F. Hölderlin

Y consagrarse en primera
Tal vez jugando pudiera
A su familia ayudar
.
La mano de Dios, Rodrigo

Maradona es una palabra muy poderosa. Por eso empiezo así este texto; porque esta palabra lo eclipsa todo.

Mi claro y premeditado objetivo de reseñar el documental de Kapadia se vio pronto saboteado por Maradona. Todos mis apuntes esquivaban olímpicamente la crítica cinematográfica para centrarse en esta poderosa palabra que tanto nos dice sobre nuestra argentinidad y nuestro imaginario. Para justificar estos desvaríos, decidí que fuese este mi primer comentario sobre el documental: creo que Maradona, más que un genio del fútbol, más que un personaje controversial, es un concepto; una fuerza etérea que se definió a sí misma por oposición al orden político del hombre y como enemiga del Imperio de la Ley. Diego —y me tomo la atribución de llamarlo por su nombre de pila sólo para diferenciarlo de Maradona— fue el muchacho que nació en Villa Fiorito que asumió el destino de amanuense y catalizador de Maradona; fibra divina que, como toda divinidad, apura sin reparos la copa de cólera. El documental de Kapadia nos invita a pensar de una manera muy particular: Diego y Maradona no son lo mismo. Algún comentario de Fernando Signorini, su preparador físico, puede iluminar el resto de mi argumento: “Uno era Diego y otro era Maradona. Maradona es el personaje que Diego se tuvo que inventar para estar a la altura de las exigencias del mundo del fútbol y de los medios”, a lo que Diego responde: “Pero si no hubiera sido por Maradona, todavía estaría en Villa Fiorito” (Kapadia, 2019).

¿Cuál fue el precio que pagó Diego (me pregunto) por blandir las armas del dios Maradona, únicas armas capaces de ganarle la libertad para escapar de Fiorito? Vuelvo a citar a Signorini: “Diego no tiene nada que ver con Maradona, pero Maradona lo arrastró a Diego por todos lados y todo lo que sobrevivió fue el mito”. Signorini acierta (la intervención divina, como pasó con Hércules, vuelve locos a los hombres), pero no del todo: el mito del que habla es anterior al nacimiento de Diego, y Maradona es el dios y la palabra que definen la lucha contra la adversidad. Una lucha que, en su desarrollo, se lo permite todo; todos los excesos legítimos e ilegítimos, todos los arrebatos y desenfrenos. Diego fue el recipiente en donde ni por primera vez ni por última se manifestó esta lucha contra la adversidad que en esta ocasión específica se hizo llamar Maradona y, materializada en el fútbol —pasión de multitudes—, tuvo un alcance increíble y trascendió con facilidad. No deja de resultar curioso el gerundio Armando entre Diego y Maradona; a mis ojos, una declaración de la maestría del destino (aunque quizás más preciso hubiera sido llamarlo hipostasiando: Diego Hipostasiando Maradona).

Melo y Raffin (2005) definen imaginario social como un espacio-tiempo social de construcción colectiva presente en las sociedades, que es un “[…] receptáculo de la insoslayable dimensión simbólica de las relaciones humanas, que se estructuran a partir del poder” (p. 8), luego dirán: “[Las ficciones] constituyen los contenidos primordiales del imaginario social” (p. 9). Esto último está íntimamente relacionado con las “ficciones orientadoras” de Shumway (1993); serie de ficciones que, en el proceso de creación de los Estados nación modernos, otorgan a los individuos una unidad política. Ahora bien, ¿cuáles fueron y continúan siendo (quizás con otros rótulos y nombres propios pero con la misma esencia) las ficciones que acompañaron el proceso de creación del Estado argentino? Es interesante el siguiente comentario de Adamovsky (2019): 

¿A quién se le ocurriría enaltecer como héroe nacional a un resentido con problemas de bebida que asesina sin razón a un compatriota? ¿Asegura la identificación con el Estado un matrero que descree de las leyes y vive en desacato? ¿Alienta el progreso una persona que encuentra entre los indios su refugio frente a las injusticias de la sociedad constituida? […] Como símbolo nacional, hay que decirlo, Martín Fierro funciona mal. Es casi un despropósito. Y, sin embargo, hace más de cien años que es el emblema central de la argentinidad (p. 12).

Martín Fierro, al igual que Diego Maradona (junto el nombre del muchacho de Fiorito y del dios para referirme a ese nudo inextricable que intento desarmar, pero que quizás nunca termine de comprender), es un personaje ambivalente; hasta los dos volúmenes de su historia —La ida y La vuelta— son opuestos: tesis y antítesis de una sola figura. Vale preguntarse, entonces, cuál es el origen y qué busca denunciar esta ambivalencia.

Martín Böhmer (2009) argumenta que la creación del Estado argentino se dio bajo la exclusión de una gran parte de la población argentina, “[…] imponiendo así una autoridad que era (o era percibida como) ilegítima”. Böhmer argumenta que aquellos que fueron marginados por la política estatal resistieron con violencia pero —al igual que el orden político instituido— también de manera ilegítima. Por último, dirá que “Esta tragedia de fuerza ilegítima contra fuerza ilegítima aparece también en nuestra literatura”. Yo me pregunto, entonces, ¿puede esta ambivalencia en nuestra ficción, en los ídolos que encumbramos, en los modelos que establecimos para nuestra argentinidad, ser el producto de una respuesta poco meditada, de un contrataque desesperado, de un tiro a quemarropa, de una reacción impulsiva contra el orden legal creado? ¿Será que en esa lucha contra los creadores de la desigualdad el (anti)héroe y protagonista se lo permite todo, incluso las peores bajezas, que lo harán incapaz de tener un carácter perfecto y ejemplar? El outlaw no se rige por las leyes cívicas ni por ninguna ley porque lucha contra todas las leyes, menos, claro está, aquella que el filo de su cuchillo (o “una zurda inmortal”) es capaz de ganarle. Maradona es, de algún modo, el heredero de Martín Fierro y de la lucha genérica del marginado. Pero logró algo que Fierro no: Maradona es una figura universal que trasciende lo puramente argentino (suponiendo que tal cosa exista).

Kusturica (2008) empieza su film diciendo que Maradona bien podría ser el héroe de su primera película —Do You Remember Dolly Bell? (1981)— y los suburbios de Sarajevo, Villa Fiorito. Maradona (es decir, luchar contra la adversidad) es fácilmente extrapolable a otros contextos análogos. ¿Qué destino asumió entonces el muchacho de Fiorito que aceptó el precio de encarnar a Maradona, lucha contra la adversidad que no distingue fronteras y que ocurre aun en los países más “desarrollados”? ¿Quién, de encontrarse con este destino, sería capaz de aguantarlo? Hölderlin, casi doscientos años antes, planteó esto poéticamente:

Es tan poco frecuente que un hombre, desde sus primeros pasos en la vida, sienta así de golpe, tan rápida y profundamente, todo el destino de su época, y que este sentimiento quede ligado a él de forma imborrable porque no es ni lo suficientemente brutal como para rechazarlo, ni bastante débil para borrarlo con sus lágrimas (p. 174).

En su universalidad, Maradona es uno de los nombres que decidió usar, en Argentina y su fútbol, el camaleónico imaginario del bandido. Imaginario genérico y global, anhelo secreto aun de ciertos países europeos (y sobre todo anglosajones) y su “pasión por la legalidad” (Borges, 1974). Diego no sólo asumió el destino de su época circunstancialmente argentina (y, en un partido específico, atravesada por la guerra de Malvinas), asumió el destino de una época que ya no existe y que no existirá jamás: la del bandido que les robaba a los ricos para el goce de los pobres. Esto fue lo que vio el mundo, al margen del hecho prescindible de una pelota rodando y de once contra once, en ese partido entre Argentina e Inglaterra en México 86; sin perder, claro, la ambivalencia de la trampa. Pero es que la trampa es una de las herramientas fundamentales del bandido; Robin Hood —producto inglés— también disparaba agazapado en los bosques de Nottingham, ¿qué chance tendría un harapiento que pasaba días sin comer contra un fully armoured knight? No por esto fue menos asesino ni sus artimañas menos “sucias”, ¿pero a quién le importa? Ese coqueteo entre el bien y el mal es lo que hace su historia literariamente verosímil. En el mundo de hoy, de jornadas laborales imposibles, de un ritmo asfixiante, de una competencia brutal, donde la única aspiración es acostarse temprano para levantarse temprano y pasar de junior a semi-senior y después a senior, el bandido es un sueño nostálgico: es el Übermensch de Nietzsche.

Entre otras cosas, el caso Maradona —como señala Siskind en la entrevista que le hizo The Harvard Gazette (Mineo, 2020)— dejó entrever la hipocresía de la “[…] typical U.S., British moralistic view […]”; en Estados Unidos, pasaron de negarle la visa a publicar largas elegías tras su muerte. También Maradona ha fomentado el culto de la irreverencia del otro lado del Atlántico: de esto es una prueba ineluctable el cortometraje Goal (Bernasconi, 2012), que a pesar de ser una producción suiza comete una argentiniada contra los grandes nombres de la historia de la filosofía política. En este corto protagonizado por Rousseau, filósofos como Sócrates, Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Locke, Kant, Hegel, Marx y etc. se preparan para jugar, contra los físicos, un partido de fútbol que es la final del Campeonato del Saber Humano. 

Figura 1: imagen tomada de Goal. Fuente: adaptado de Bernasconi, 2012.

Rousseau ve cómo sus congéneres, según las instrucciones del técnico, van ocupando los puestos de los once titulares. Observa, nervioso, cómo uno por uno son elegidos los demás, y queda el último puesto y hay una breve pausa y Rousseau se relame porque será él (imagina) la pieza final del equipo. El técnico anticipa: “El hombre del día, nuestro faro, el filósofo dadaísta, ¡el pensador del balón…, Diego Armando Maradona!”. Rousseau, muy indignado, pregunta qué contribución hizo Maradona al saber humano y amenaza con rescindir su contrato social. La pregunta sobre la contribución de Maradona (hábilmente) no se responde, pero se le retruca que su contrato establece que el individuo debe renunciar a sus derechos por el bien de la colectividad y, por lo tanto, por el bien del equipo, se le pide que renuncie a su derecho a jugar. La sátira a Rousseau pasa a un segundo plano (aunque después el equipo ganará tras su ingreso en el segundo tiempo): ¿qué hace Maradona entre los grandes nombres de la filosofía política? Su aparición es ocurrente, es un giro divertido, ingenioso, pero por un momento eclipsa el objetivo principal del corto: más que reparar en las particularidades de la teoría política de Rousseau, nos distraemos con el salvador del equipo y su aparición providencial. Si extrapolamos los comentarios de Signorini: “[…] un negrito que arma lío, que se pelea, que gana” (Kapadia, 2019); un negrito que, en este caso, se entromete en el equipo de los grandes filósofos para ganar la titularidad en el partido decisivo por el saber humano.

Maradona lo eclipsa todo. Creo que por esto es indigerible Maradona: Sueño bendito (2021), serie distribuida por Amazon. ¿Qué actor puede encarnar a Maradona? Parece una caricatura cuya intención es cualquier otra menos la de ser una caricatura; es como quien trata de escribir imitando a Borges, sabemos que es alguien imitando a Borges y la copia de su estilo le queda mal (a menos, claro, que quiera ser una caricatura). Veo difícil que un actor, por más destreza que tenga, pueda asumir como protagonista el papel de Maradona; quizás sólo desde la animación pueda hacerse una buena ficción sobre él. Maradona lo eclipsa todo, e, incluso, lo eclipsó a Diego.

Es curioso notar cómo Diego se refiere, en muchos reportajes, a Maradona en tercera persona. En el documental de Kapadia, en un festejo del Napoli, el plantel (Diego incluido) canta: “Oh, mamma, mamma, mamma, mamma, sai perché mi batte il corazón? Perché ho visto Maradona, oh mamma, innamorato sono!”: Diego ha visto a Maradona y “se enamoró de él”. Por la misma línea, en Kusturica (2008) Diego canta La mano de Dios y reescribe la letra original de Rodrigo: “En una villa nací”, “[…] si Jesús tropezó/ ¿Por qué no habría de hacerlo… yo?”, “Y es un partido que hoy día… un día voy a ganar”. Es doblemente curioso que decida llamarse al silencio cuando el resto del público vitorea: “Maradó, Maradó, Maradó”, ¿será que en ese momento emotivo, junto a su familia, en proceso de rehabilitación, quiso ser él solo el protagonista, sin el otro, el intruso, el caótico Maradona? Si Maradona produce este poderoso efecto de gravitación, propongo una lectura a contrapelo para desarticularlo, para quebrar el cetro de su poder, para que este país no dependa de los dioses y de sus intervenciones; para que exiliemos a los mesías y a los mártires oscuros, para que sólo quedemos los hombres y mujeres de carne y hueso y, al margen de nuestras diferencias y a pesar de nuestra imperfección, dejemos de practicar el desprecio y construyamos un país en serio. A tientas (sólo así puede uno adentrarse en los oscuros rincones de nuestro inconsciente) apuesto por la sugerencia de Kapadia: uno es Diego y otro es Maradona; si Maradona vapuleó y arrastró a Diego por todos lados, vayamos en contra de Maradona.

Si bien apoyé mi argumento en Shumway y sus ficciones orientadoras, el caso argentino es un notorio contraejemplo: nuestras ficciones orientadoras no han contribuido a la unidad política de los individuos. Dicho esto, ¿podemos asegurar que hayan contribuido a la desunión? No creo que Maradona —como heredero de la ficción particular argentina y universal del bandido y del marginado— o Martín Fierro —como personaje arquetípico de la patria y estadio anterior de Maradona— sean los responsables de la desunión política del país. Creo que si bien a veces son sujeto de discusión y opiniones contrarias, ante todo, son el producto mismo de la desunión, su consecuencia. Lamentablemente (y para nuestra desesperanza) es la literatura la que copia a la historia y no la historia a la literatura (aunque el destino de Saint-Exupéry a veces me convence de lo contrario). Nada hubiera cambiado si, como dice Böhmer (2009) que Borges anhelaba (no me animaría a una aseveración semejante contra la ironía de Borges), Facundo se convertía en el libro de la literatura nacional: hubiésemos terminado encumbrando a Facundo, caudillo salvaje y de rostro impenetrable, fantasmagórico y letal pero valiente hasta la médula, que no tembló cuando por fin lo alcanzó la muerte. Dicho esto, entonces, ¿qué es lo que nos interesa en última instancia, la valentía o la máscara política del valiente? ¿Veneraríamos a Quiroga por caudillo federal o por valiente? ¿Puede el culto a la valentía hacernos olvidar el carácter contradictorio del valiente? Aún más: ¿podría el culto a la valentía ayudarnos a superar la lucha facciosa o, dicho en argentino, la grieta? ¿Qué implicaría practicar el culto a la valentía? He identificado una constante épica en la ficción literaria para esbozar un intento de respuesta a estas cavilaciones; citaré cuatro casos en apariencia distintos pero, en esencia, iguales. Espero descifrar así el complejo caso de Diego y de Maradona.

Primer caso: “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, de J.L. Borges: 

[Cruz], mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro (1974, p. 563).

En este relato, Isidoro Cruz es el sargento a cargo de la partida para apresar a Martín Fierro, pero una vez que logran acorralarlo, Cruz, en medio de la pelea, decide cambiar de bando y luchar junto a Fierro contra la policía: “[…] no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente […]”. Es la valentía del perseguido lo que conmueve al perseguidor (aunque también en este caso la construcción de Borges sugiere la idea de un Cruz que se ve “reflejado” en el otro por la similitud de sus historias) al punto de hacerlo prescindir de sus etiquetas políticas, de su uniforme, de la facción a la que como sargento de policía representa, del rol que de él se espera según lo que dictan los órdenes del mundo. Todo se hace a un lado por la valentía del otro.

Segundo ejemplo: The Black Arrow, de R.L. Stevenson:

Presently he [Dick Shelton] came in sight of the cross, and was aware of a most fierce encounter raging on the road before it. There were seven or eight assailants, and but one to keep head against them; but so active and dexterous was this one, so desperately did he charge and scatter his opponents, so deftly keep his footing on the ice, that already, before Dick could intervene, he had slain one, wounded another, and kept the whole in check.

Still, it was by a miracle that he continued his defence, and at any moment, any accident, the least slip of foot or error of hand, his life would be a forfeit.

Hold ye well, sir! Here is help!” cried Richard; and forgetting that he was alone, and that the cry was somewhat irregular, “To the Arrow! to the Arrow!” he shouted, as he fell upon the rear of the assailants.

“How knew ye who I was?”, demanded the stranger.

“Even now, my lord,” Dick answered, “I am ignorant of whom I speak with.”

“Is it so?” asked the other. “And yet ye threw yourself head-first into this unequal battle.”

“I saw one man valiantly contending against many,” replied Dick, “and I had thought myself dishonoured not to bear him aid.”

A singular sneer played about the young nobleman’s mouth as he made answer: “These are very brave words. But to the more essential—are ye Lancaster or York?” (1883/2010, p. 559).

El protagonista, Dick Shelton, joven bandido miembro de la Hermandad de la Flecha Negra y partidario de la Casa de York, ve a lo lejos cómo un desconocido combate con gran destreza contra siete u ocho oponentes a la vez. Conmovido por su valentía, corre a ayudarlo y luchar a su lado: “‘I saw one man valiantly contending against many,’ replied Dick, ‘and I had thought myself dishonoured not to bear him aid’”. Tanto el socorrido como el que socorre ignoran la etiqueta política del otro; primero se combate porque el otro es valiente y entonces no consentiré que lo maten. La pregunta “But to the more essential—are ye Lancaster or York?” no es, en realidad, importante, o sólo lo es una vez que se atiende la cuestión prioritaria (practicar el culto a la valentía). Para Shelton fue más importante que un valiente no perdiera la vida, y, aun si los mismos personajes dicen: “But to the more essential—are ye Lancaster or York?”, las acciones se jerarquizan de otra manera: primero el auxilio y luego la cuestión de la facción política.

Los siguientes dos casos son más abstractos y pueden definirse como el valor que se rinde al valor. Tercer ejemplo: Los mitos griegos, de R. Graves: 

Informes casi increíbles acerca de la fuerza y el valor de Teseo habían llegado a Pirítoo, quien gobernaba a los magnetes, en la desembocadura del río Peneo, y un día resolvió poner a prueba esas cualidades haciendo una incursión en el Ática y llevándose el ganado que pacía en Maratón. Teseo le persiguió inmediatamente y entonces, Pirítoo se volvió con audacia y le hizo frente, pero cada uno de ellos sintió tal admiración por la nobleza y el aspecto del otro que olvidaron el ganado y se juraron una amistad eterna (1985/1994, p. 410). 

Pirítoo, que representa al pueblo de los lapitas de la ciudad de Tesalia, provoca a Teseo, héroe la ciudad de Atenas, para probar su valía. Tan pronto se encuentran, listos para el enfrentamiento, ambos deciden abandonar la lucha. Conmovidos por el carácter del otro, se juran una “amistad eterna” y emprenden las aventuras que ya conocemos, como el rescate de Hipodamía. Tanto la provocación inicial como las distintas ciudades de Grecia a las que representan pasan a un segundo plano; de nuevo, sólo hay lugar para la admiración del otro por lo excepcional de sus atributos.

El cuarto y último ejemplo —más inasible que los anteriores— es Facundo, de Sarmiento: “Diez años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera mostrarse la calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que detuvo su carrera? (1845/2018, p. 42)”. ¿Por qué, de todo el amplio abanico de opciones que le ofrecía el español, eligió Sarmiento narrar la muerte de Quiroga poéticamente? Las fieras, los salvajes, los villanos no mueren entre algodones, Sarmiento. ¿Pudo un lector de su calibre ignorar tal cosa? Decir románticamente “¿Quién lanzó la bala oficial que detuvo su carrera?” es una inverosimilitud literaria; es lo que para Aristóteles —en la Poética— rompe la integridad del relato. Además, ¿por qué la cursiva en oficial? Conjeturar sobre esto es delicado, puede ser el producto de sucesivas ediciones, pero en todas las ediciones la bala es oficial (independientemente de su cursiva), es disparada por el orden, por la ley, por el Estado, y no por un bandido escondido entre los bosques, no por un gaucho de la llanura, no por un outlaw o marginado; no por un jugador de fútbol. Todos sabemos que Quiroga murió de un balazo en la jeta, y aun a pesar de su sombra terrible, de su barba funesta como la oscuridad de los federales, fue su coraje lo que hizo que a Sarmiento le temblara, conmovido, su pluma; es otro caso del valor que se rinde al valor.

Siskind (Mineo, 2020) compara a Maradona con los héroes clásicos de Grecia; dirá que verlo jugar era como una experiencia de trascendencia. No es el único: una enfermera robó un tubo de ensayo con su sangre y hasta erigieron una iglesia en su nombre. Incluso eventos accidentales en su vida, como ser el único varón después de cuatro mujeres, construyen la atmósfera de predestinación que rodea a todo elegido. El ascenso y descenso de Belerofonte se repite en su historia en el Napoli: lo reciben ochenta y cinco mil personas pero se va solo; el estadio de fútbol, por su parte, hizo las veces de Coliseo. For God’s sake! Hasta los eventos ocurridos tras su muerte, como el del canalla que se sacó una foto junto a su cadáver en plan selfie, evocan de algún modo los episodios en los que se vio sumido el otro mítico cadáver argentino e incómodamente nos interpelan sobre las fantasías necrofílicas del país al que pertenecemos. Es precisamente esta deificación lo que para Signorini (Kapadia, 2019) disturbó psicológicamente a Diego e hizo que —frente a sus “debilidades”— se impusiera Maradona. De igual manera, Kusturica (2008) dirá que vivo Diego no era el momento para santificarlo y que por eso se volvió drogadicto.

El culto a la figura de Diego Armando Maradona está mal planteado; Diego no quería ser Maradona. En muchas de sus intervenciones, Diego menciona que jugar al fútbol, entrar a la cancha, era un “escaparse de todo”, ¿es posible que también quisiera escapar de ser Maradona aun en la cancha de fútbol? Digo que hemos planteado mal su culto porque, a diferencia de Cruz, de Shelton y de Sarmiento, hemos elegido el bando más fácil: hemos dejado de lado al muchacho de la villa silenciando todos los errores que, como ser humano imperfecto, podía cometer y cometió. El saber convencional parece coincidir en ese partido contra Inglaterra como el paroxismo del mito Maradona; ahora bien, no somos más que un puñado de pusilánimes: seguimos elogiando el gol de la intervención divina, el gol de Maradona, el gol que no puede escapar de la coautoría con el otro, el violento indisciplinado, el dios de los exabruptos. Seguimos dependiendo de La Providencia, del mesías, del mago que solucionará los problemas de la patria. Es preciso que nos llamemos a la soberbia y rechacemos la ayuda divina (y, a propósito de esto, no estamos hablando de cualquier dios, tenemos que ser literariamente coherentes: si Maradona es un semidiós a la griega, entonces los dioses que nos corresponden son los dioses griegos. ¿Quién quiere agachar la cabeza frente a ellos? ¿Quién quiere ser perro gregario cuando se puede ser lobo?) y reivindiquemos el gol del mortal, del ser humano frágil y finito que una tarde y muchas tardes después de esa tarde fue el mejor y se gambeteó a todos e incluso se gambeteó a Maradona y demostró que poco importaba lo que antes, bajo la notoria influencia del dios, había conseguido. Ese es el culto que tenemos que defender, el de la soberbia del ser humano condenado a muerte que reclamará para sí lo suyo sin la intrusión de dioses caprichosos.

Y así, al quebrar el mundo de nuestras fantasías, descubriremos que la historia de Diego, aunque tocada por la genialidad y el tormento, no es única, es una historia que se repite una y otra vez y cada vez más; veremos que Argentina —imperio que nunca fue—, con una pobreza de más del 40%, con más pobres hoy que ayer y menos que mañana, es un país en claras vías de subdesarrollo. Entenderemos, críticamente, que entrecerrar los ojitos y hablar con tono tierno y nostálgico de que el pobre es pobre (aunque somos más proclives a usar el eufemismo “humilde”), ¡pero tiene el fútbol y un póster de Maradona!, es romantizar la tragedia; la tragedia de un Estado fallido que no “llega” a todo su territorio (O’Donnell, 1993). ¿Cómo puede ser que en un país productor de alimentos casi la mitad de la población no tenga qué llevarse a la boca? El fútbol debería ser el lujo de una vida digna y no el consuelo de una miserable; romantizar la tragedia es hacerla más tolerable, algo que deberíamos denunciar por inadmisible.

Y si por algo, entonces, falla la tesis de Shumway, es porque Argentina no es propiamente un Estado nación y todo lo que vino después es producto de una estructura, desde sus bases, partida. El camino a la reconstrucción es claro pero difícil: si como dice Siskind: “Morality and love don’t go together”, me atrevo a sugerir que debemos educar al amor en la razón, pero en la razón de un loco. En la razón del que se sabe perdedor y aun así lucha junto al derrotado; en la razón del que está yendo en contra de su preservación, en contra de la mismísima biología que corre por su sangre caliente y le pide por favor sobrevivir. En la razón del que arriesga la vida por el que está recibiendo lo peor de la paliza, porque de esto se trata el culto a la valentía.

¿Pero quién de nosotros, mortales trémulos de pavor, sumisos incapaces de escupir el símbolo de los dioses, dará un paso para luchar junto a Diego, que no es más que una pila de huesos, si en el medio se interpone el inmortal Maradona?


[1] En la letra original, estos tres fragmentos dicen: “En una villa nació”, “[…] si Jesús tropezó/ ¿Por qué él no habría de hacerlo?”, “Y es un partido que un día el Diego está por ganar”.


Referencias bibliográficas

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