Mi hermana podría morir hoy. Esta noche. La última de sus veintinueve años.
¿Sabías que un avión tarda aproximadamente siete minutos en caer al vacío? ¿Cuántos mueren el día de su cumpleaños? ¿Cuántas personas salen cada mañana con su mejor ropa, listos para celebrar algún ascenso, algún aniversario, sin saber que van directo a una cita con la muerte? Mientras viajo a mi destino pienso esto, los veo a todos tan tranquilos a mi alrededor y no puedo sino comenzar a hiperventilar. Todos tan confiados, tan dando por sentado la vida.
Mi terapeuta no me entiende, piensa que mi problema se trata de una fobia. Y ojalá así fuera. Que se tratase, como dicta la definición, de un miedo anormal y totalmente injustificado a la muerte.
Mis amigos piensan que es una enfermedad, una obsesión. Se han cansado de las crisis y ahora sólo dejan mensajes que van a parar al buzón en los momentos en los que prefiero la soledad. He dejado de intentar explicarle al mundo mi situación, me he resignado a aceptar que no lo entenderían. Así piensan quienes han tenido la suerte de no encontrarse con la muerte muy de cerca, yo no puedo decir lo mismo.
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La tatarabuela Sonia murió ahogada en una calurosa mañana de verano mientras su esposo estaba jugando con la nena en la orilla de la playa. En aquel momento su muerte no levantó muchas sospechas, pues lo cierto es que la joven no sabía nadar del todo, por lo que, a pesar de la calma del mar esa mañana, podría haber avanzado sin querer hasta un punto de no retorno.
Su hija, la bisabuela Luz, siempre le tuvo miedo al mar desde entonces. De hecho, nunca volvió a la playa. Lo más cerca que estuvo del agua fue la orilla de un lago e incluso en algún momento su terror fue tan irracional que por un tiempo respiraba profundo antes de sumergirse en la bañera.
En la casa del campo un tubo gotea a un ritmo lento pero constante, mientras la presión del agua aumenta. Ha pasado más de un año desde la última vez que se revisaron las tuberías y lo que empezó como un pequeño pozo en una esquina del inmaculado sótano parece a punto de convertirse en un río.
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La vida de la bisabuela transcurrió sin mayor sobresalto hasta esa noche de agosto en la que todo el pueblo miró con horror cómo su casa ardía en llamas. Dijeron que había sido una vela. Le gustaba pedir a los santos y ese día le había salido mal. “Una lástima, era tan joven”, fue lo único que alcanzaron a decir.
Por suerte, su hija Lucía logró sobrevivir al incendio. Justo esa noche había salido con papá y ya para cuando habían regresado estaba todo convertido en cenizas.
Desde entonces, para toda la familia pensar en el bosque es pensar en madera encendida y gritos de auxilio que se pierden entre los árboles. Nos ha pasado a todos, incluso a los que nunca conocimos a Luz.
Por eso esta mañana desperté sobresaltado. Recordé aquella vez que la calefacción había iniciado un pequeño incendio, cuando mi hermana y yo éramos unos adolescentes. Podía imaginar el humo, el olor, casi podía escuchar su llanto. ¿Sabes cuántas personas mueren en incendios domésticos al año? Por suerte, muy pocas: ciento treinta aproximadamente.
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Contrario a lo que todos pensaban, la abuela Lucía creció siendo una niña alegre, intrépida y resuelta, que jamás conoció lo que era el miedo. Quizás por eso sorprendió a todos cuando murió por una fuga de gas, en aquella casa solitaria que compartía con el abuelo Sergio. Era una muerte que definitivamente no le hacía justicia.
En la casa he cerrado puertas y ventanas para evitar que Clara, mi hermana, se haga daño. Nunca me habría preguntado. ¿Qué pasaría si corre la misma suerte que la abuela?
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Desde lo de la abuela Lucía nos tildaron de locos, de suicidas. Pero la muerte tiene gustos extraños. No le gusta que se decidan por ella. Incluso salva, por puro entretenimiento, a quienes se atreven a llamarla antes de tiempo.
Por eso estoy convencido de que lo de mi familia no ha sido eso, no nos gusta la muerte, nuestro sueño es vivir. He visto los ojos de quienes se lanzan al vacío como sin nada que perder, sin miedo a la nada que existe donde nuestras conciencias no alcanzan. Por eso la noche en que la tía Melanie en plena fiesta de celebración la madrugada antes de cumplir treinta nos miró a todos ahogada en llanto como pidiendo perdón antes de saltar por el balcón, no le creí.
Clara nunca fue la misma desde entonces y aunque sólo tuviese ocho años ya sabía que jamás traería a una niña a este mundo.
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Fue entonces cuando el miedo volvió a posarse como una sombra sobre la casa donde vivíamos con mi madre en ese entonces. Mi padre se había ido, cansado de vivir esperando que algo también le pasara a ella.
Recuerdo pocas cosas tan bien como el cielo esa mañana en que mi madre se estrelló contra otro auto en la carretera. Tieso y sin nubes, totalmente inmaculado. Tan perfecto como todas esas cosas que te hacen sentir la certeza de que algo andará mal muy pronto. Un silencio demasiado largo fue la antesala de un accidente extraño, supuestamente relacionado con fallas del vehículo. Aquel episodio fue el detonante de lo que mi terapeuta describiría años después como trastorno paranoide, pero que para mí no era sino el resultado de cavilaciones que deberían ser naturales para todos los seres humanos.
Alguien, en algún lado, fabrica las ruedas de ese auto con frenos defectuosos que se llevará los sueños de una familia en carretera. Alguien forja el cuchillo que será el arma homicida de alguna noticia, un crimen pasional en el que la víctima terminará irreconocible luego de una cantidad absurda de puñaladas.
Todos formamos parte de ese ciclo. Llevamos gente a su muerte hasta ese día, ese que nos toca a nosotros. El taxista que llevó a aquel hombre hasta un destino fatal. Esa chica a la que le retuviste el ascensor aquella noche y que se habría salvado de haber tardado sólo dos minutos más. Hay un hilo invisible que nos une a todos, víctimas y victimarios.
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Cuando nacía algún hombre en la familia era una fiesta. El fulgor de la promesa de la vida. Toda aquella alegría no dejaba de parecerme contradictoria, viniendo de una casa repleta de mujeres que aseguraban que no existía tal maldición.
Yo, por el contrario, nunca confié. No fue sino hasta el año pasado, a mis treinta y uno, que comencé a respirar con calma, que dejé de ver a la muerte escondida en cada rincón.
Sin embargo, me preocupa Clara. Siento que he fallado en mi deber de protegerla. Mi madre, quien en el fondo siempre supo que no estaría con nosotros el tiempo suficiente, me hizo jurar que la cuidaría, que evitaría a toda costa que esa sombra la llevara con ella.
Lleva 364 días encerrada, y si bien no ha sido feliz, los primeros días pensé que al menos estaba segura. Si supieran con qué cuidado la he alejado de todo lo que pudiera hacerle daño, entenderían cuánto lamento verla tan triste, tan distante, tan apagada como una flor marchita.
La he mantenido aislada, sin posibilidad de ninguna fuga, ningún incendio, en un lugar donde ni la luz puede lastimarla, donde la muerte no puede mandarla a llamar, lejos de todo y de todos por la única razón de que no confío en nadie más.
Si alguien pudiera ver con qué delicadeza preparé la casa. Con qué ilusión convertí aquel sótano en una habitación en la que pudiera vivir tranquila, ser feliz. Cuánto empeño puse en cubrir cada esquina, cada ventana. En hacer de aquel espacio un lugar donde ni un rayo de sol, donde ningún sonido pudiera perturbarla. Nadie sería capaz de culparme si ha pasado lo que más temo.
Hoy es la última noche de sus veintinueve años y he tomado un avión lo más lejos posible. Quisiera pensar que ha valido la pena, pensar que he logrado salvarla, pero tengo miedo de abrir la puerta.
Ilustración por Eugenia Mackay