Eso decía el tablón de madera, con letras apretujadas y obscenas de color granate gastado. Al lado, un gato negro en una cruz que aún conservaba su piel y la marca de los golpes que le habían dado muerte. Su cola partida en ángulo recto era lo más inquietante. La cola de un gato siempre es sagrada, es el símbolo de su independencia y de su poder: quebrarla fue una declaración política que equivalió a romper su glamorosa jerarquía divina y degradarlo al orden de lo telúrico.
Verán, yo les puedo decir que la historia empieza en una negra casita de madera (casi) abandonada en medio del bosque, les puedo decir, también, que esa noche sin misericordia engendró la más brutal de las tormentas. Juro, ante la mirada de todos los dioses que existan, que entre los rayos que partían sin esfuerzo los árboles vi como el mundo se moría apenas al tocar esa lluvia torrencial y maldita.
Pero fue en la tercera noche de suplicios y calamidades que vi algo que no puedo explicar: vi como mis ojos vieron una forma que bajo el agua que mataba se movía. Recé para ser fuerte y valiente, y aun si yo debía morir, rogué por un fuego que hiciera del mundo cenizas.
El favor de los altísimos no tardó en llegar: mi desconocimiento es más grande de lo que sé y por lo tanto menos terrible. Tampoco yo podía explicar el cielo negro la tarde que crucificaron a Cristo.
Aquellos que permanezcan a mi lado, y sólo los que logren abstraerse conmigo, verán los hilos que tejen la historia y el rasgo del razonamiento que me enseñó los arcanos métodos del universo. Verán de cerca la noche y la casita endeble bajo su tiranía, verán también la negra figura que en las sombras de esa noche se escondía. Verán al animal morir.
Todo ser que viva, por más sobrenatural que parezca, comete el error de seguir un determinado patrón. Yo me propuse identificar ese patrón para que le entrara de una vez la herida. Al amanecer del cuarto día, me revelaron o se me reveló la verdad.
El animal y la noche estaban, como su negro color lo indica, relacionados. Creí (o quise creer, con el mismo arrojo con el que se persignan los débiles y se convencen los ignorantes) que el más pequeño de los actos bastaba para marcar el infinito; creí, como el más ingenuo de los científicos, que la ecuación simplificada era igual a la función salvaje, inmaculada y compleja. Entendí por fin que matar a un soldado de un ejército invencible era cambiar para siempre la esencia de ese ejército, ya nunca más invencible.
Debo aún descifrar si la casita en la que vivo es así por la negra atmósfera que la azota o por el negro corazón que la habita, pero sé con certeza que por eso maté a mi gato; para dañar al negro. Para acabar por fin con la noche.
Ilustración por Eugenia Mackay