Viñeta sobre el Festival Argerich

La diferencia entre ruido y sonido se desdibuja en la acelerada economía musical contemporánea. No obstante, en el Teatro Colón de la Ciudad de Buenos Aires el juego de las representaciones pretende estar suspendido en un no-tiempo, suponiendo que desde el año 1888 al 2023 lo único que haya cambiado sea una asignación nominal. Si eso fuera así, el golpeteo sudoroso, rítmico, de los dedos de Martha Argerich contra los marfiles de un Steinway que se cuela entre las notas bien presionadas de una obra de Milhaud o Schumann sería, inevitablemente, ruido.

El teatro es uno de los grandes actos estéticos que determinan la división de lo sensible1: en tanto imagen, determina un campo de lo visible contra lo que le queda “por fuera”, y, por tanto, no puede ser figurado. Ese choque rítmico de las yemas sudadas sobre las teclas desestabilizaba al gran Teatro Colón, dejando al descubierto una difracción en el hechizo espec(tac)ular del ídolo del piano como un tótem perfecto y acabado, sorprendiéndome gratamente al encontrar, en lo divino, aquel rastro de semejanza del ser humano, y las consecuencias materiales, deseadas o no, que le acarrea el estar vivo. 

Martha Argerich pelea con su cambiador de páginas como si su vida dependiera de ello. Es que en esos minutos en que ejecuta el Quinteto para piano en mi bemol mayor, de Schumann, su vida depende de ello, de hacer aparecer un sentimiento en escena, sacarlo de su penumbra triste de bailarina insegura, pintar el color de un sentimiento alegre pero no tanto (allegro ma non troppo, indicación de su compositor). Mente en frío para cabalgar sobre los caprichos de un corazón artista: así es que nace este concierto de piano.

Y, sin embargo, Martha Argerich no tiene miedo, cruza el escenario como un bulldog rabioso: entre sus dedos virtuosos anuda las pestañas de la muerte; no es a Dios a quien le pide que la acompañe, sino a otro pianista. Las obras a dos pianos de Debussy, Mozart y Rachmaninov fueron los elegidos para este segundo concierto del Festival Argerich. El recital a dos pianos de Martha Argerich y Nelson Goerner era uno de los más esperados, naturalmente. De esta manera, el público era un racimo variopinto de personas que se apiñaban para verla a ella, sea por su virtuosismo en piano, por ser compatriota o por la feliz combinación de ambos motivos. Desde el jocoso paraíso hasta la opulencia infernal de las plateas, hubo una cierta electricidad que recorrió al teatro cuando sonaron los primeros compases, los más brillantes y valientes, del En blanc et noir (1915), de Debussy. Estar en el Teatro Colón en la noche del retorno de su hija pródiga te hacía sentir especial. Blanco y negro, hombre o mujer, dos pianos pintan el dolor de estar vivo en este drama atonal y esquizofrénico que Debussy compuso mientras el cáncer marchaba sobre su cuerpo tanto como su Francia sobre la guerra. 

Acaso si el primer movimiento logra pellizcar la sensibilidad del que escucha para despertarlo hacia una reminiscencia primaveral de ciertos albores del mundo, al comenzar el segundo movimiento esa nostalgia se cae como escudo, y entonces queda el espectador desamparado ante una pieza conceptual y fría que repta sobre él. Las indicaciones de Debussy para este movimiento fueron: lento y sombrío. Piano y piano se trenzan en una escalera por la que la tensión sube. Los golpes sobre las notas más graves se escuchan hondos y lejanos, recuerdan a los tambores de la música marcial. Elaboraciones pendulares en armonía generan la ilusión de estar escuchando al tiempo mismo en su fuga perpetua, como si fuera posible tener a un pájaro enjaulado y verlo volar a la misma vez. La broma de Debussy ha sido ejecutada. 

La Sonata para dos pianos en re mayor, K 448 (1781) tuvo la dulzura y el temperamento conciso que tiene toda obra de Mozart. Martha Argerich pudo lucirse en el segundo piano por tratarse ésta fundamentalmente de una obra equilibrada. Las cadencias de los pianos conversan y se contestan y si acaso se percibe cierto nerviosismo en la composición, éste es apenas corto, como un melodrama propio del ciudadano adulto. La sonata de Mozart serena y eleva al auditorio. Martha Argerich y Nelson Goerner nos conducen hacia un final glorioso que trae consigo cierta reminiscencia al Himno nacional argentino en sus últimos fraseos. Ascenso y final.

El bloque de silencio imperativo que desciende sobre el Teatro Colón en sus noches de ópera batalló toda la noche contra la gripe porteña de este invierno; en lo personal lo encontré profundamente cómico. Las toses y los estornudos desatados convertían a damas y señores en los bufones de la muy juiciosa corte pagana de los palcos del teatro. La vergüenza es el material del que está hecho este opulento infierno terrenal, así como de plumas, pieles de visón y brillos naturales de diamante. Más arriba se disuelve el sonido de los efluvios humanos, en las cazuelas y el paraíso del teatro: allí la gente sólo festeja, mira al escenario, aplaude y corea, como si estuvieran mirando desde un diminuto coliseo.

Sin embargo, ante las intempestivas Danzas sinfónicas Op. 45b para dos pianos, de Rachmaninov, cede la violencia, el prejuicio y la ciega vanidad. Martha Argerich y Nelson Goerner ejecutan su vuelo; con indiferencia y compasión logran pintar la delicadeza de un glaciar en deshielo. El efecto del contrapunto en los dos pianos afecta a la audiencia en el sentido de una balsa naufragando, por momentos uno se siente volar y tambalear de la mano de un ángel travieso. Notas y notas se suceden en un esquema hipnótico, con la determinación de un ejército ruso, para alterar el campo de lo sensible desde ese particular tiempo en que se desenvuelve la pieza.

Finalmente los artistas se levantan de sus pianos. Se dan la mano, luego un abrazo, ante el impetuoso aplauso de un público genuinamente afectado. Los artistas devuelven el afecto con dos cálidas y sensuales comparsas, dos bises folklóricos: Bailecito, del compositor argentino Guastavino, y Scaramouche: Basileira, de Milhaud.

El concierto de Martha Argerich y Nelson Goerner nos ha contado una historia parda y deliciosa, y, aún más, un relato minucioso sobre la magnanimidad del hombre y sus hazañas sobre la tierra. Siendo la más gloriosa de todas ellas su final: la habilidad de poder contarlo.


[1] Jacques Rancière.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.