Mi abuela es una dulce conejita

«Me llevo la siguiente empanada a la boca. Más dura que la anterior, abundante en nervios, apenas cocida, la carne está en el verdadero punto perfecto en el que todos deberíamos consumirla (“consumir”, qué palabra desagradable que perpetúa la hegemonía de este tiempo de imposible disidencia). Después de todo, así lo hacían nuestros lúcidos ancestros, ¡cómo extraño aquellos tiempos de iluminación! Cierro los ojos y me entrego al placer de la comida».

El primer puntapié fue al estómago y el animalito escupió sangre. El segundo lo golpeó de nuevo en el mismo lugar: se le quebraron varias costillas. Debió perforársele algún órgano; ya no escupía sangre, la vomitaba. El animalito moriría pronto pero su agonía no había terminado. El siguiente golpe fue con el taco de la bota de cuero. De arriba para abajo, como quien pisa una cucaracha, dirigido al cráneo, que hizo un ruido seco al partirse como la madera cuando se quiebra. El animalito siguió convulsionando y eso molestó mucho a mi abuela, que acto seguido lo tomó por la cola y lo estroló cuatro, una, siete, cinco veces contra el tapial. ¿A quién se le ocurre estropear así el tapialcito que a mí tanto me gusta?

Yo tenía apenas seis ciclos cósmicos cuando contemplé la escena. Ni lloré (nunca lloré en mi vida), ni me horroricé, ni el asesinato brutal de mi perrito me dejó impresiones profundas o duraderas. Un placer enorme me invadió el cuerpo; me sentí viva y feliz: me sentí plena. Y a mí me enseñaron que hay que buscar la plenitud, la eudasmónia o eso que dice ese griego viejo que practicaba la sodomía. Lindo eufemismo para decir que tenía “curiosidades profundas”.

El placer por matar no es un placer secreto, es algo que compartimos con mi abuela. A los nueve ciclos cósmicos, me enseñó a empuñar el cuchillo y gozar con la pólvora. A los tres, a disparar un arma. A los doce, a incendiar la casa de mis vecinos, los Gauna. A propósito de los Gauna, mi abuela me contó que ella a los ocho ciclos cósmicos parecía de quince, y a los quince parecía de treinta. Cuando tenía diez, convenció a los tres primos de los Gauna, los Ricci, para que se acostaran con ella (“acostar”, parezco un maricón cursi escribidor de poesía); ellos rondaban los veinte ciclos cósmicos. Cuando el escándalo se hizo público, mi abuela rompió a llorar y dijo haber sido brutalmente violada. Los Ricci murieron a manos del pueblo enardecido, que les metió perdigones incluso dentro de la “curiosidad profunda”, aunque alguna conducta posterior de mi abuela me hizo pensar (qué vergüenza “pensar”) que ella ya se había encargado de eso durante su encuentro, con el mango del rastrillo.

Como ven, con mi abuela nos une esta perversa pasión por el daño, por la violencia, por la destrucción, por la tortura. Mientras ella mataba a mi perrito, yo vitoreaba: “¡viva, abuela!, ¡más fuerte, abuela!, ¡hacelo sangrar, abuela!, ¡hacelo sufrir mucho, mucho, mucho, abuela!, ¡matalo de una vez, abuela! En realidad, mi abuela me lo explicó de manera muy convincente, es toda una filosofía. En los tiempos que corren, ya no hay una verdad objetiva, todo es relativo, dicen, ahora nos interesan las subjetividades, ahora no importa la intención del orador sino la interpretación del inútil que escucha, ahora las palabras, según formuló el trasnochado fulká (curioso como el viejo de la eudasmónia), sólo se refieren a sí mismas y son incapaces de describir otra cosa por fuera de ellas. Así, la literatura, para fulká, no es más que una serie de islas aisladas (sí, verán que yo también soy una virtuosa de la palabra) que se describe sólo así misma y que es incapaz de hacer proyecciones sobre la moral y de transformar, para siempre, la vida del lector. ¡Qué profesionalmente oportuna masturbación mental, fulká!

Resulta que para mí y para mi abuela lo que hacíamos siempre lo sentimos correcto y nos pareció la verdad, ¿o quién sos vos, Ilustración, Revolución Científica, para decir lo contrario? Mi abuela me enseñó que tenemos que ser oscuras y sospechar de absolutamente todo porque estamos siendo manipuladas por un “gran genio hegemón maligno” que nos espía. Entonces hay que dudar de todo y de todos los que nos rodean. Incluso hay que dudar de tu propia madre, ¿quién te dice que no es parte de la Gran Conspiración?

Cuando mi mamá me regaló con una sonrisa de oreja a oreja el Quijote, y me percaté de que el Quijote no hablaba del sujeto moderno, con mi abuela la matamos a puñaladas por traidora; por mentirosa. Seguro había sido cooptada por alguna verdad objetiva. Por eso la maté a puñaladas, porque no confío en nadie ni en nada ni siquiera en mi madre, seguro es una invención de ellos, que dominan el mundo.

Y así, entre delirios y resignificaciones y sospechas del mundo, cuando llegué a querer a mi abuela, cuando llegué a amarla verdaderamente, le asesté doce o cuatro golpes con la pala, una vez en el piso le pegué con el canto de la pala, y también la pateé mucho y muy fuerte con la punta de mis botas de cuero. También la escupí. Y copié, con el asta de la pala, todo lo que mi sana mente imagina que ella hizo con los Ricci pero con un rastrillo (yo sé que no tengo ninguna prueba de esto —o que la única prueba viene de “pensar”, algo que además de poner en riesgo mi perpetuación biológica es una ignominia—, pero justamente las mejores cosas se hacen sin pruebas, sin pensar, porque yo así lo siento y entonces es suficiente, porque miré al cielo y a su configuración estelar y sé que es así, porque así me dicen que lo dice la configuración estelar, aunque yo de astrofísica o de matemática no sé un carajo —pero la trampa oculta y la razón de las desigualdades y tragedias del mundo está escondida en la tradición y celosamente guardada por les passéistes: dense cuenta de una vez por todas, animales de corral alienados por el cancerígeno pensamiento crítico, que la ignorancia es superior al conocimiento y que la herrumbre de un clavo es más eficaz que la penicilina—; la división es inútil en la medida en que yo puedo visualizar lo que quiero y tomarlo según mi antojo y mis gustos —que me encargo de que estén estrechamente alineados con la inquebrantable verdad que estipula la configuración estelar y que sólo un leproso cuestionaría—, porque además de tener el derecho de tener lo que quiera tener si yo así lo quiero tener, si yo lo visualizo y soy positiva, ¡así va a ser!). Cuando cayó muerta, dijo claramente:

—Pendeja puta.

—Puta, vos. Te cogiste a los Ricci (¡qué estómago, vieja moribunda!).

La maté porque la quería. Y estoy convencida de que esto de querer, este amor que siento por mi abuela no es más que una sucia artimaña inventada por los que manejan el mundo; por el liberalismo o el feudalismo (que son lo mismo), por algún científico o algún terrorista (que son lo mismo). Por eso la maté a mi abuela, porque no hay verdad en el amor. Eso fue lo que nos hizo creer, entre otros, ese tal Cristo, que también era un re curioso y, si no, a ver cómo explican los ilustroides que se haya muerto cuando un romano lo tocó con la puntita de su lanza. ¡Además de exhibicionista! Típico, ¿con qué derecho se pavoneaba desnudo el día de su muerte? Como si alguien lo quisiera ver. Ni hablar de cortar una planta para hacerse una corona, ¡qué vanidoso maltratador de la naturaleza! Por suerte está el karma, que según cómo me levante es el lado para el que percibo sus energías (no sea cosa que se convierta en algo obsoleto y acartonado con reglas y funcionamientos prescritos que puedan no ser los que yo quiera); así, por cortar una ramita y jugar al rey, el destino lo obligó a cargar un buen pedazo de tronco (y aparte se murió “apoyado” por ese tronco: otra para los ilustroides. Aunque quizás deba ser más empática y entender que nació en diciembre). Bien merecido lo tiene.

¿Y quién dice qué comida “está bien” y qué comida “está mal”? Yo soy la artificia de mi propia verdad. «¡Qué ricas las empanadas de abuela!».

Ilustración por Eugenia Mackay

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