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Apuntes sobre Hölderlin y la locura
Si hay algo que siempre envidié a la mayoría de los artistas era la capacidad de convertir el dolor en creación. ¿Cómo usar la pérdida como el motor para la búsqueda creativa? En realidad, mientras más lo pienso, más parece un gran fallo en mi supuesto talento (¿o al menos cierta gracia?) para la escritura. ¿Qué es un artista que no puede transformar la mierda en arte? Es más, ¿qué es un artista feliz? ¿Existe acaso? Es innegable el vínculo entre lo oscuro, lo difícil, lo maldito y el arte. De hecho, para esto voy a utilizar una mala traducción que es asimismo una de las frases más bellas que leí. En algunas versiones de Ana Karenina, la novela comienza con la frase: “Todas las felicidades se parecen, pero en cambio los infortunios tienen cada uno su fisonomía particular”. La realidad es que es una traducción terrible y para nada fiel a la frase original que se asemeja más a “todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. De cualquier forma, ambas son correctas y sobre la primera siempre pensé lo perfecto que describía el por qué desgraciadamente vivíamos bajo la visión clásica del artista atormentado, el poeta triste.
Desde ese lugar, la locura aparece entonces como el último abismo. Recuerdo, en algún momento, cuando todavía vivía con mis abuelas (ambas muy enfermas) pensar qué gran herramienta para crear ficción hubiese sido que lograran canalizar todas aquellas imágenes en arte. Quizás, incluso así la locura no habría acabado por llevárselas, o al menos lo habrían hecho felices con lo creado.
Todo esto me vino a la mente el otro día, mientras casualmente leía parte de la biografía de Friedrich Hölderlin, quien en 1802, después de un viaje a Burdeos, comenzó a mostrar signos de desequilibrio mental, sus síntomas se intensificaron con el tiempo, y en 1806 fue internado en la Torre de Tubinga, un hospital psiquiátrico, donde pasó el resto de su vida. Hasta hoy, la relación entre la creatividad de Hölderlin y su locura sigue siendo objeto de debate. Y mientras algunos sostienen que su enfermedad mental contribuyó a su genialidad artística, otros ven su sufrimiento sólo una trágica consecuencia de las tensiones de su vida.
Las grandes pérdidas, vienen acompañadas de grandes intentos de evasión de la realidad. Es por eso que aún en la locura, es de admirar al poeta que decide aceptarlo, abrazarlo y revelar su realidad ante el mundo, por lo que sin dudas reconozco cierta nobleza en la locura (en la real, por supuesto, ignoremos ejemplos como Ezra Pound), porque ante esto, más que evasión no parece sino otra forma de reconocer la derrota.
¿Sería alguien que no está consciente de su realidad capaz de escribir esto?
Tiéndame, uno de vosotros, la copa perfumada, llena de oscura luz; y que entonces pueda descansar, pues grato sería dormir bajo la sombra. No es bueno que el alma se deje aniquilar por pensamientos fugaces. Me gusta esa charla donde se dice lo que siente el corazón, donde escuchamos el relato de los días de amor y de los eminentes hechos. “Fragmento de Recuerdo” (Odas e himnos, 1799 - 1802)
Con peras amarillas y llena de rosas silvestres la tierra pende sobre el lago. Vosotros, hermosos cisnes, sumergís ebrios de besos la cabeza en la sagrada sobriedad del agua. ¡Ay de mí! ¿Dónde recogeré flores en invierno? ¿Dónde el espejo del sol y las sombras de la tierra? Los muros se alzan mudos y fríos. En el viento chirrían las veletas. “Mitad de la vida” (Odas e himnos, 1799 - 1802)
Parece entonces la locura para enfrentar la indiferencia del mundo:
Un verano y un otoño más os pido, Poderosas, para que pueda madurar mi canto, y así, saciado con tan dulce juego, mi corazón se llegue hasta morir. El alma que aquí abajo fue frustrada, no hallará reposo, ni en el Orco, pero si logro plasmar lo más querido y sacro entre todo, la poesía, entonces sonreiré satisfecho a las feroces sombras, aunque debiera dejar en el umbral mi Voz. Un solo día habré vivido como los dioses. Y eso basta. “A las parcas” (Diótima, 1795-1798)
Por algo Unamuno dijo: “La locura, la verdadera locura, nos está haciendo mucha falta, a ver si nos cura de esta peste del sentido común que nos tiene a cada uno ahogado el propio”.
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Comentario sobre Black Mirror
La distopía más lograda de Black Mirror es “Hang the DJ”, capítulo de la temporada cuatro. Di con esta conclusión casi por accidente y por detalles que no puedo revelar.
El argumento es sencillo: detrás de un aparente final feliz que nadie se ha atrevido ni se atrevería a cuestionar se esconde una truculenta máquina de control estatal. Los protagonistas, Frank y Amy, se conocen a través de una aplicación que con noventa y ocho por ciento de efectividad le encuentra al usuario el match perfecto; a la media naranja, a esa persona para toda la vida. Los protagonistas se encuentran por primera vez en una cita breve (la aplicación define la duración del encuentro) y quedan “flechados” de una manera que sólo existe en la literatura o en la adolescencia. Continúan luego con el periplo trazado por su digital mentor amoroso y tras una serie de fracasos vuelven a cruzarse una segunda vez y —a pesar de las torpezas producto de la ansiedad millennial— se nos confirma que se fugarán juntos sin importar lo que diga la máquina. Todo es un intertexto con “los enamorados contra todos” como el que supo narrar Shakespeare. El hombre se enfrenta a su destino y por amor desafía el camino que algún canalla ha dispuesto con ironía. Asoma la épica.
Se fugan, eluden las garras del sistema que los quiere reprimir y corren de la mano hacia los confines del mundo (donde, es sabido, empieza el país de los héroes). Pero todo ha sido programado por los developers y como en un cuento borgeano también su rebeldía ha sido prevista, calculada. Frank y Amy son parte del noventa y ocho por ciento de éxito (algún cursi hubiera preferido que fueran parte de la excepción) y comerán perdices o algún símil eco-friendly. Pero atención, no por este fatalismo griego el capítulo es el que presenta la realidad más escabrosa. ¿Quién no prefería este azar a la condena de “White Christmas” o “USS Callister”? Justamente en ese laxo acuerdo está la distopía: coincidimos en un final feliz que no hace sino mostrar un mundo donde para resolver el problema de la soledad y la natalidad las relaciones sexuales pasan a estar manejadas por el Estado, de manera tramposa, para que la gente que el gobierno quiere que esté realmente junta, esté junta. La idea es de Platón y está en La República.
En el sumiso beneplácito con el que nos hemos arrellanado con este episodio acecha su carácter definitivamente orwelliano. Como si la clave de su singularidad estuviera en la pasividad del espectador y no en la destreza del director o guionista.
Al final los posmodernos tenían razón.
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Trilogía, de Jon Fosse
Piglia define al tono como la relación del que narra con la historia narrada. Por esto no funciona la novela Trilogía, de Jon Fosse, el último ganador del Nobel de Literatura. Porque su tono es el de alguien que escribe sin ganas, aburrido, que recita de memoria un texto que aborrece, como un estudiante mediocre que está por dar un oral1:
Qué haces, dice madre Herdis
y ahí está Alida y se baja del taburete
Qué tienes en la mano, dice madre Herdis
Hay que ver, dice
Eres increíble, dice
A esto has llegado, a robar, dice
Te voy a dar, dice
Robas a tu propia madre, dice
Hay que ver, dice
Eres igual que tu padre, dice
Chusma como él, dice
Y una ramera, dice
Mírate, dice
Dame el dinero, dice
Dame el dinero ahora mismo, dice
Serás zorra, dice madre Herdis
Suéltame, zorra, dice
Ni loca te suelto, dice Alida
Robar a tu propia madre, dice madre HerdisEl mismo tono continúa a lo largo de ciento cincuenta páginas. Se lo nota abrumado, como si el proceso de escritura fuera doloroso («¿cuánto más tengo que seguir escribiendo?»). Si la narración es el arte de entretener a una multitud o a un oyente con una historia que sólo uno conoce o que otros le han referido, Fosse ejecuta esa consigna con obstinación y su texto adquiere la forma de una información, de un chat descargado de WhatsApp.
En la Poética, Aristóteles dice que es mejor un imposible verosímil a un posible increíble. Claro que él no conoció el realismo mágico, que se parece más al “posible increíble” que al “imposible verosímil”. Por su parte, Fosse se empeña en hacer un imposible increíble:
[…] y Alida se encoge y chilla y se retuerce y logra decir que va a parir y que Asle tiene que buscar a alguien que pueda venir a ayudarla
Ayudar, dice él
Voy a parir, dice ella
Tienes que encontrar a una partera, dice
Sí, dice AslePor qué alguien hablaría su propia lengua en infinitivo es un misterio. Sin embargo, lo que es verdaderamente llamativo es que en una situación dramática, apremiante, el tono y el lenguaje del narrador sugieren (involuntariamente) otra cosa: displicencia. La escena raya lo ridículo. Parece una parodia contra uno mismo, mientras se quiere ser solemne. ¿Dónde están esos gritos, ese miedo, ese dolor y angustia de la mujer que está por parir, si sólo se dicen las cosas, pero no se gime, musita, o suplica?
Otra escena que me divierte:
Oye, oye, dice
y agarra a la Muchacha por la melena y le tira
de los pelos
Ay, para, dice la Muchacha
Para tú, dice la Vieja
Serás puta, serás puta, dice la Muchacha
Puta dices, dice la Vieja
Puta, puta, dice la Muchacha
y consigue agarrar el brazo de la Vieja y se lo lleva
a la boca y lo muerde y la Vieja la suelta
Eres un demonio, un demonio, dice la Vieja
y su voz chirría
Así me lo agradeces, demonio, dice
Fuera, fuera de mi casa, dice
Fuera, puta, fuera, dice
y la Muchacha se abotona la blusa
Coge tus cosas y vete, dice la Vieja
Vete, dice
Ahora mismo, ya, dice
Volveré por mis cosas más tarde, dice la Muchacha
De acuerdo, dice la ViejaDespués de una pelea donde vuelan insultos y tirones de pelos y tarascones, la secuencia termina con un “Che, mañana paso a buscar mis cosas”, “Dale, tocá timbre”.
El fondo de la novela no difiere de la realidad documentada por cualquier diario de la actualidad: un matrimonio joven con un niño a cuestas que no consigue alojamiento y que en algún momento cometen un asesinato. Léase como el avance de Airbnb y los problemas para conseguir vivienda, la falta de educación sexual, el no uso de métodos anticonceptivos y la lumpenización.
Se ha encumbrado a Fosse por su lugar de enunciación: un dialecto, una lengua menor. Es decir, se le ha reivindicado por todo aquello que no tiene importancia alguna en la literatura. Esto reconfirma un hecho: Fosse es un invento de la academia y lo mejor que podemos hacer como lectores es trazar nuestro derrotero bien lejos de las ceremonias suecas.
[1] Un lector me dice que esto no es así. Dice que el tono de un alumno aburrido o que está dando algo por compromiso puede variar porque puede ser un tono en el que alguien podría más y no quiere. Es como un alumno que contesta lo justo, pero del lado del docente podría estar la intuición de que hay mucho más y no tiene ganas y simplemente hace eso de querérselo sacar de encima. En ese tono, entonces, habría muchas diferencias. El tono de Fosse no es el de un alumno que está desganado, sino el de un tipo que escribe sobre temas que le son ajenos y que no le interesan en el fondo, pero es sobre “lo que hay que escribir”. Y eso se nota.
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Entre Caín y Abel
Hay una canción de Wos que dice que hay que aprender a mirar bien, que en este mundo ruin hay un Caín por cada Abel. No, no son dos entidades separadas. Todos somos Caín y Abel.
La tragedia es algo que nos cuesta aceptar, pero es en sí misma la condición de ser. Todos vamos a morir aunque no sepamos cuándo ni cómo. El precio de vivir es coexistir con este saber, es la esencia del ser humano, nadie se salva. El cáncer, los desastres naturales, las enfermedades mentales son tragedias. Y esta noción por momentos nos resulta injusta, intolerable. Injusta porque no la podemos aceptar y menos entender. No tenemos la capacidad mental para comprender la muerte, nos excede; es un tema que le pertenece a lo infinito. Es en el momento en que nos damos cuenta de que hay algo a lo que no tenemos acceso que nos damos cuenta de lo vulnerables que somos, nuestra fragilidad. Esa noción de pequeñez.
Reflexionar sobre la realidad requiere de consciencia y un conocimiento muy profundo. Necesitamos hacernos preguntas incómodas que nos dan miedo. Implica mirarnos a nosotros mismos, investigarnos, conocernos. Ante la compleja estructura de la realidad de la que formamos parte es fundamental ahondar en lo más insondable de nuestro ser para recorrer todas las partes de uno mismo. Lo bueno y lo malo. Es necesario reflexionar para poder hacerlo consciente y así desarrollar las capacidades propias para modificarlo y administrarlo. Es nuestra responsabilidad como seres humanos aprender a habitar las opciones de lo que somos y cómo podemos ser, entre todo lo posible. ¿Podría matar? ¿Por qué razón mataría? ¿Podría desear la venganza? ¿Querría la destrucción de algunos?
Vivir incluye la tragedia y eso es inevitable aunque cueste tolerarlo; es parte del funcionamiento de las cosas. No podemos cambiar la estructura de lo que es, pero sí podemos cambiar lo propio. Ahí radica nuestra libertad, la posibilidad de poder elegir. La elección desde lo más primitivo, la decisión de cómo pensar lo que me pasa, qué hacer con lo que me pasa, con lo que me toca; de cómo reaccionar ante lo que me acontece. Es más sencillo observar lo externo; criticarlo, juzgarlo y condenarlo. Pero lo más complejo e insoportable es criticar, juzgar y condenar lo propio. Y no sólo lo que uno es, sino lo que podría ser. Tenemos la capacidad de diseñarnos a nosotros mismos, el ser no es algo fijo, sino modificable y cambiante. Somos con el tiempo.
La tragedia no es lo mismo que el mal, no son sinónimos. El mal es posible, mientras que, la tragedia, es. Paul Kahn dice que el origen del mal es igual de profundo que el origen del amor, ambas surgen del carácter intolerable de nuestra propia finitud. La posibilidad que tenemos de ser buenos es exactamente igual a la de ser malos. Las dos potencias conviven en nuestro ser. Recorrer las zonas de lo bueno es más amigable, accesible y aceptable. Es transitar las zonas de lo malo que nos paraliza. Porque nos tenemos que ir al lugar de nosotros mismos que preferimos no ir, o hacernos preguntas de cosas que no queremos saber. Nos da miedo conocernos. Es preferible reprimir esa búsqueda y dar por sentado que no somos malos, que no podemos serlo, que somos sólo bondad y la maldad está en otro lado. Esto es un error y un problema porque hace que parte de lo que somos sea mediante impulsos y los impulsos casi nunca son buenos. No sabemos nuestra capacidad de bien hasta que no conocemos nuestra capacidad de mal.
Hay una película que se llama Fuerza Mayor, de Ruben Östlund. En una escena al principio, hay una familia: un padre, una madre y sus dos hijos. Están almorzando en la montaña, en un centro de esquí. De repente, hay una avalancha que se acerca y la gente se empieza a alarmar. El protagonista de la película, el padre, se levanta de la mesa, agarra su teléfono y se va, dejando al resto de su familia ahí. Todos sobreviven, pero la distancia que empieza a emerger entre el matrimonio es desoladora. La mujer no entiende cómo él se pudo levantar y dejarlos ahí, cómo pudo pensar sólo en sí mismo y no en su familia. Lo que ese hombre hizo fue impulsivo y se puede justificar, pero no deja de ser un hecho juzgable. Esas son las zonas incómodas a las que no queremos ir pero es necesario. Hay que comprometerse con vivir. Uno se puede adelantar a los impulsos, puede conocerse y navegarse como para que, cuando ocurran hechos cruciales, saber qué hacer y que lo que se haga sea bueno.
Jordan B. Peterson propone un ejercicio: lee historia como si se tratase de vos, imaginate ahí. ¿Quién podrías haber sido? Si vivieses en la Alemania de la década del 30, ¿podrías haber sido nazi? La idea de estas preguntas no es responderlas con ligereza. Se trata de investigar el contexto de la época, de las personalidades del momento, las causas, los pensamientos y ver si uno se reconoce ahí; imaginarse siendo parte del pasado, siendo partícipe de los actos repugnantes de lo que nos precedió. Es muy fácil condenar la historia con los ojos del presente. Me acuerdo cuando me hice esa pregunta y de preguntarme si hubiese sido montonera. Las personas que fueron parte de los movimientos más reconocibles de maldad de nuestra historia no eran personas que eran malas en su totalidad. No eran todos psicópatas poseídos por el resentimiento, la envidia e incapaces de amar. Eran personas comunes que seguramente tenían una familia y amigos, que se habían enamorado y les gustaba reírse, pero que sin embargo la potencialidad del mal ganó por sobre la del bien. Y a todos nos puede pasar. El mal existe y está dentro nuestro. Cada persona que integra este mundo tiene la potencia de mal para ser Hitler, de la misma manera que tiene la potencia de bien para ser Mandela. La pregunta es qué hacer con lo que somos y preguntarnos de antemano quién podemos ser. Esa es nuestra responsabilidad. Hacernos cargo de nuestras posibilidades, para enfrentarlas y trascenderlas. Preguntarnos acerca de nuestros estados de arrogancia, de resentimiento, de traición; lugares dentro nuestro donde radica la venganza y el odio. Qué cosas malas nos encienden, qué nos pasa con el sufrimiento. Porque existen y no reconocerlo es un peligro, no sólo para uno, sino para la humanidad. Porque si creemos que somos buenos y solamente buenos, el momento en el que la realidad te exija una postura moral y ética desafiante, seguramente te agarre por sorpresa algo que no sabías que tenías. Solzhenitsyn decía que “la debilidad de la consciencia es una amenaza para la humanidad”, porque esos son los seres más vulnerables a ser atraídos por el mal. El mal se enfrenta con valentía porque es necesario observarse a uno mismo en esos lugares donde uno no quiere buscar. Hay que vérselas con la sombra. Todos somos Caín y Abel.
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Promising Young Woman: el peligro de los excesos
Desde que en 2021 Promising Young Woman obtuvo cinco nominaciones en los premios Óscar (entre éstas mejor película, mejor dirección y mejor director), la tenía en mi lista de películas pendientes. Debo decir que a pesar de todo el hype de ese año, el tema fue para mí toda una sorpresa ya que había olvidado cualquier sinopsis que hubiese leído años atrás y nunca llegué a ver el tráiler. Todo esto sin dudas ayudó positivamente con la impresión que me generaría la cinta pues sería lo único inesperado, aunque ya me estaría adelantando.
Promising Young Woman cuenta la historia de Cassie (Carey Mulligan), una joven camarera que finge estar bajo efectos del alcohol durante sus salidas nocturnas para dar alguna especie de lección moral a todos los hombres que se le acercan con la intención de aprovecharse de ella. Tardaremos poco en enterarnos de la motivación detrás de tan extraño comportamiento: años atrás debió abandonar su carrera en medicina cuando Nina, su mejor amiga, es violada por un grupo de compañeros. Al sufrir por años por el recuerdo de este episodio y ante la incredulidad de sus amigos y autoridades, su amiga se suicida, haciendo que Cassie se sienta por siempre culpable, por no haber estado allí cuando sucedió, por no haberla cuidado lo suficiente.
Más allá de los problemas evidentes, y que hacen dudar a cualquiera del criterio de la crítica, que señalaba la cinta como “un thriller audazmente provocativo y oportuno”, no puedo evitar pensar en lo simplista y peligroso de su mensaje (y no, no me refiero a peligroso para los hombres).
Pero vamos con lo primero. Aunque comienza con una trama al menos interesante, es poco lo que dura el entusiasmo. La historia se pierde casi totalmente en una cinta que peca de efectista, lo arriesga todo en busca del plot twist con un muy mal manejo de los giros argumentales (resulta casi increíble que su directora y guionista Emerald Fennell fuese tan aclamada por este trabajo que, para ninguna sorpresa, es su primera película).
Uno de sus problemas principales es sin dudas su protagonista, extremadamente unidimensional y sin ninguna profundidad (¿qué sabemos de su vida anterior? ¿Qué sabemos realmente de su relación con Nina?). Su motivación y comportamiento a lo largo de la película es imposible de entender, lo que hace muy difícil que cualquier espectador desarrolle empatía por ella. El resto de los personajes, ni siquiera llegan a hacerlo, son simplemente caricaturas. La psicología de los personajes en un relato sobre violación y abuso sexual es algo que a su directora parece no importarle, lo que resulta una decisión para nada inteligente.
Muchos críticos señalan como aspecto negativo el tono moralizante que adopta la película, en donde en términos excesivamente simplistas reduce a los personajes en buenos y malos. Sin embargo, el mayor problema de la película no recae en este punto, sino en que por el contrario no se divide en buenos y malos, sino que se ubica en una realidad en la que todos son malos, menos Cassie, la protagonista, y Nina, la víctima. Especialmente los hombres. En una reducción absurda de un tema tan complejo, la película se esfuerza de principio a fin por reforzar una versión perversa de “el hombre es malo por naturaleza y sólo se comporta porque la sociedad se lo exige”. En todas y cada una de las ocasiones, los hombres que la protagonista se cruza adoptan una actitud predatoria. No sólo son malos aquellos cuyas intenciones son evidentes desde un inicio, todos, incluso ese chico que decide rescatarla de un grupo de hombres en un bar que comienzan a decir todo lo que le harían y lo mucho que se merece que le pase algo, escenas después intenta violarla. Todos. Incluso el chico adorable con quien comienza una relación amorosa y por quien parecía haber comenzado a confiar más en los otros. Todos. Incluso el más inocente es, en el mejor de los casos, un cómplice.
¿Cuál es el peligro de un mensaje como este? Es básicamente el reflejo de cómo algunos mensajes feministas radicales terminan socavando la confianza de externos a la causa en nuestros conflictos. ¿Qué tan sencillo sería el mundo si simplemente asumiéramos que absolutamente todos los hombres son malos? La dificultad más grande en el abordaje de temas como la cultura de la violencia y el abuso sexual es justo el mayor problema cuando se trata de hallar culpables: la duda. Existen hombres comunes, eso lo sabemos, y eso es lo que hace tan difícil identificar unos de otros. Eso es lo que les hace tan fácil a “los malos” engañarnos.
Algo que caracteriza este tipo de causas sociales es el pensamiento de que es más grande lo que visibiliza que estos aparentes “daños colaterales”, lo que no profundizan es lo dañinos que pueden llegar a ser estos mensajes incluso para lo que intentan defender. Sobre todo porque además reafirma otro mensaje erróneo, que libera al hombre de toda responsabilidad sobre sus actos negativos, como si se tratara de un animal salvaje “que sólo obedece a su naturaleza”.
No existe mensaje más simplista y peligroso. Como dijo el buen Sartre “cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”.
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Periodismo en las pampas
Lo más entretenido de todo era recibir los artículos de los colaboradores del diario, porque salían del común tedio de los redactores y de los autodenominados “periodistas” locales. A veces recibíamos cuentos de alguna maestra jubilada de un pueblo cercano que contaba alguna anécdota de su juventud cuando aún había calles de tierra; o del secretario de la cooperativa local describiendo la asamblea anual; de algún nostálgico que hacía muchos años vivía afuera y quería seguir siendo parte y entonces mandaba algunas crónicas de la costa mediterránea donde vivía y de la que no podía escapar; de las maestras que mandaban los trabajitos de escritura de sus alumnos que eran casi como “Composición. Tema: la vaca” pero reversionados. Pero esta vez habían ingresado otros archivos (eso creí yo) y el director me dijo al pasar:
—Tomá pibe, esto es para vos que seguro te las ingeniás con el poco que sabés de inglés.
Venía de la calle con el pucho entre los labios y los ojos semicerrados por el humo y me tiró a la pasada, sobre mi escritorio, unas copias con letra arial 12 espacio mínimo y casi sin márgenes, y siguió apurado para la radio, porque ya empezaba la columna de comentarios políticos que hacía él.
Rafa era un autodenominado, sí, pero tenía con qué. Era un tipo que sólo tenía la secundaria, pero culto. Era lector y sabía mucho de política y de economía, y le gustaba la radio. Y le gustaba también chicanear a los políticos locales que se miran el ombligo.
Yo, por mi parte, también tenía sólo el secundario. Pero según decían —mi vieja sobre todo, pero creo que casi todo el mundo— era una víctima de la mala educación de ahora. Y la verdad es que yo no me podía comparar con Rafa. En la secundaria me gustaba escribir un poco y quería irme a estudiar periodismo, pero, cuando terminé, la cosa fue difícil en mi casa y no me pude ir a ningún lado. Así que empecé a trabajar como tipeador, corrector, mandadero, cafetero, lo que hubiera que hacer, en el único diario del pueblo. Rafa era amigo de mi viejo, de la juventud, y se hizo cargo de enseñarme y de iniciarme en la “autodenominación”, no sé si por cariño ahora que mi viejo no estaba, o si por formarme como su sucesor. De a poco había empezado a darme más y mejores trabajos, a veces me llevaba a hacer alguna entrevista, o me hacía ir de oyente al programa de la radio (que lo podía escuchar en el piso de abajo), pero él decía que “mejor es en la mesa con el invitado, así te fogueás, pibe”. Lo cierto es que era lo mejor que me podría haber pasado después del último verano de la secundaria: en mi casa se vio que no me iría y evaluar entre cajero del supermercado o dependiente en la ferretería era para deprimirse sin remedio. La tercera vía, la de hacerme “periodista” de oficio, fue mi salvación.
La cuestión es que aquella mañana agarré las hojas en arial (que odiaba) y para mi asombro vi que no haría nada con el escaso inglés, porque aquello estaba en portugués y yo no sabía ni jota. Ni había a quién preguntar. La única brasilera en los pagos era la autora de dicho texto, que no tenía idea de español, que estaba recién llegada, tenía dieciocho años y trabajaba como ayudante en una peluquería.
—Pibe, es fácil el portugués, es casi como español, ¿no viste que le dicen portuñol? —me tiró el Manco Rodríguez, otro de los “redactores” locales. Y siguió tipeando.
Traté de pescar alguna palabra, alguna parecida, y estaba por desistir cuando se asomó el Negro Benítez de la imprenta y nos gritó “¡tienen treinta minutos para pasar el archivo a imprenta!”. Busqué alguna otra cosa que hubiera para publicar, no había. Avisé que eso no podría estar traducido en ese tiempo por obvias razones ya dichas, y alguien del fondo me gritó:
—¡Dale pibe! No tienen ni puta idea de qué se trata. Metele vos alguna idea, pero no podemos dejar el espacio en blanco. Esa era otra: como sabían que un poco me defendía con las letras, más de una vez me pedían “salvar” alguna burrada. Como fuera, entre la presión de la hora y el orgullo, me puse a ver qué sacaba de aquello. Parecía ser una charla en la peluquería (tenía todas las posibilidades de serlo):
—Yo quiero entregar… ¿? Y se fijó hollando el rostro de Amorina esperando que su comentario fuese acertado. La cabellera (o la peluquera) torcía y destorcía rítmicamente la escoba redonda en su cabello cuando pasaba el … secador sobre ella, consiguiendo un efecto recto y redondeado, muy en boga en los ochenta. Ella… con la cabeza más no tenía opinión.
—Porque a veces tengo que dar un presente, … a cierta edad, y no sé qué dar. Y más en este momento, porque vos decís ¿qué le regalo?
—Claro, claro. Ahora colocaré el aceitito ese nuevo que recibí. Huela qué aroma rico.
—¿Podrías comprarme uno de esos cuando pidas para vos?, así tengo para regalar.
—Y, no sé, porque dependo de la cota que tengo, ¿viste? Ellos me dan una cota … Yo dependo de eso —(dice eso bajando la voz até ficar… inaudible, como si fosse un secreto, y la otra reagiu como si fosse: arreglando los ojos).
—Claro, yo te pediría así… con onda, ¿entendés? (…)
La cabellera (o la peluquera) secaba, …, perfumaba, (…), depilaba, levantaba por mechas, punchaba… hacía todo con la boca fruncida, atrás de una máscara de acrílico, como si no tuviese nada más que hacer que correr el secador y dar consejo (¿o su deseo?) de conversar sobre entretenimiento. (…)
—Yo no entiendo como las personas hacen locuras, como ser el que quiso entrar en la casa de Gran Hermano y les gritaba desde la muralla, a los participantes, “¡gente galera, aquí, aquí! ¡Mírenme a mí!”, y los participantes miraron chateados y dijeron a él “¡saia (¿señor?) no nos incomode, pasamos meses preparándonos para estar acá!”, porque tienen que estar calmos para poder hacer ese experimento. Porque eso es un experimento.
Ella dice eso con una pincelada que mueve la cabeza… firmemente para un lado, ella la salta (embora suavemente) de vuelta a su lugar. La que tiene las pinzas coloridas en la cabeza ahora tiene enfocado algo que ve en la revista de focas y asiente distraídamente”.No tuve tiempo de releerlo aunque sabía que estaba sin terminar, tenía espacios en blanco, dudas entre paréntesis, y tampoco le había encontrado mucho sentido, pero el esfuerzo de descifrar palabras me había hecho descuidar el mensaje general. Aunque creo que para ser conversación de peluquería debe estar bien, ¿no?
Siempre tendrá el prestigio de ser una colaboración extranjera, que tan bienvenida es en estas pampas áridas.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Carlos Marini: el lector de Heidegger que cambió el destino de lo cotidiano
Convencido de que lo nuevo sólo puede encontrarse en los clásicos (y por decantación en lo clásico), y resignado también por haberme confesado en privado esa inútil afición por todo lo que me empobrece económicamente, en 2021 decidí anotarme al curso inicial de latín de la Universidad de Buenos Aires.
En aquel momento, yo trabajaba como corrector de estilo, y para aprender una lengua con casos y declinaciones como el latín el análisis sintáctico es indispensable. Yo pensaba que era bueno en lo que hacía, pero un día, en las primeras clases, vi a un mago. Vi a un compañero tejer y destejer el destino de las frases en el aire, con una velocidad implacable. Carlos Marini (ese era su nombre) diseccionaba como un cirujano sintaxis y morfología y le insuflaba vida a nuevas, inexploradas combinaciones. Fascinado, en un recreo le pregunté:
—Disculpe, Carlos. ¿Usted qué estudió?
Se rio y me dijo: “¿Yo, querido? Yo tuve una buena secundaria”.
La mitología sobre Carlos Marini apenas había comenzado. Me enteré, a medida que avanzábamos con las clases, de que era artista plástico y sus obras formaban parte de colecciones públicas y privadas de Argentina, Bélgica, Italia y Australia. Hace unos meses, revisitando viejos apuntes recordé a esta figura fantástica y decidimos entrevistarlo.
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Como artista, ¿cuál fue el ideal, la ilusión detrás de lo que hacías?
¿El ideal? Son búsquedas. El arte es el terreno de la sospecha, todo lo contrario a la ciencia. Acá no hay verdades. Por eso te permite tener conjeturas sobre cosas serias y superfluas.
¿Pero hay un punto que hayas querido defender en especial? ¿O lo dejaste al inconsciente, a la manifestación artística?
Mirá, la manifestación artística es como la filosofía: no sirve para mucho. En realidad, no sé para qué sirve. Sirve para que uno no se pegue un tiro, para entrar en epojé, para hacer un paréntesis en un mundo cada vez más jorobado. Casi como una solución espiritual, en el sentido religioso, por eso la relaciono con la filosofía. Es interesante la cuestión de la pintura, del arte, porque en realidad no pasa de moda nunca, porque no es moda, es un modo del pensar o más bien lo que hace pensar y así es tan contemporáneo Velázquez como Picasso o Platón como Heidegger, y la contemporaneidad está en que no se puede prescindir de uno u otro. Velázquez es actual después de cinco siglos.
Tuviste una exposición que se llamó “La Grieta”, con una cita de Marechal: “La patria es un dolor que no sabe su nombre…”. Marechal, que fue un tipo que sintió hondamente la Argentina, que la sufrió. Eso de “llevar la patria al hombro” es actual, sobre todo cuando uno ve el odio que se tiene la gente que defiende distintos partidos políticos. ¿Hubo entonces, por momentos, una voluntad más consciente en las obras expuestas en “La Grieta”?
La cuestión que me planteé ahí fue, por un lado, que venía toda la época del macrismo —la obra es del 2017— y empezaba un sentimiento de separación social, de grieta, de ruptura. Eso te obliga a tomar una posición, ¿pero cómo tomar una posición? Porque o hacés panfleto —¡y ahí vino el desafío!— o unís lo estético, que es lo que uno busca; ese orden, ese equilibrio del todo con las partes junto con la expresión ideológica. A mí me gusta mucho Carpani, pero Carpani tiene una concepción gráfica de afiche donde hay una idealización del obrero, una exaltación de sus luchas: un mensaje directo. Pero a la luz del presente perdura lo estético sobre lo ideológico.
La Grieta (2017), pieza central de la exposición homónima. ¿Tiene que ser coyuntural lo ideológico?
Yo creo que sí. Siempre es coyuntural: vivís tu época. Es muy loco esto de sacar las estatuas de Roca en Neuquén. Me parece que no tiene sentido si es una buena pieza escultórica. Es la misma situación que intentó hacer la Libertadora con la decapitación de las estatuas que conformaban el Monumento al Descamisado, lo que iba a ser el mausoleo de Evita después. La cuestión coyuntural es inevitable, la iconoclastia así lo demuestra. El arte se trata de símbolos vacíos que uno llena con su propia imaginación, con sus asociaciones: cuanto más ponés de vos mismo, más se enriquece la obra. Y vos, por supuesto, de pronto ves a Inocencio X, de Velázquez, y allí encontrás por un lado la perversión y por el otro advertís la maestría en la composición, en el color, en esa pincelada llena de empaste que es sobre lo que se sostiene el mensaje.
En el balance entre lo político y lo estético, ¿cuál es la receta ganadora?
En lo inmediato, la cuestión ideológica. A largo plazo, no. Porque el hombre cambia; cambia uno. Constantemente.
Y la plana artística argentina de hoy en día, ¿hacia dónde se inclina más? ¿Hacia la promoción de lo ideológico por sobre lo estético o a ese fin a largo plazo que es, a fin de cuentas, la trascendencia?
No sé. Me resulta caótico el momento actual. ¿Transcendencia? No sé, ¿a qué? ¿Para qué? Son preguntas que yo me hago y que no tengo respuesta. Por eso me quedo en esa cuestión espiritual, inmediata, lo que no quiere decir que me desentienda del mundo político. Esa es otra cuestión. No voy a dibujar a Evita o al General, los amo, pero no los puedo incluir porque su peso simbólico eclipsa la cuestión estética… o al menos yo no lo sé resolver. Por eso hablo de signos vacíos. Los va llenando uno. En realidad, los cuadros son como indicaciones, pero indicaciones hacia uno mismo, hacia el espectador. ¿Qué ve uno? ¿Qué ves en La Grieta? Objetivamente, una línea amarilla y dos planos, pero también hay otra grieta como una herida.
Que no sea explícito es parte del juego.
Claro. Lo explícito lo ponés vos. Si no fuera así, sería retórica de la retórica. Sería propaganda o espectáculo. O también están los diletantes, la frivolidad de algunos artistas que son decorativos.
¿Tiene el artista algún tipo de responsabilidad sartreana, de deber con la polis, o puede ser un esteta separado y aislado de todo y apuntar solamente a lo decorativo?
Vamos por partes. Si apuntás a lo decorativo, te quedás en la artesanía; en algo que mirás y siempre te va a decir lo mismo: nada. Paul Klee hace una pintura abstracta, y cuanto más terrible era su realidad más abstracta se vuelve. Uno trata no de aislarse, sino de enfocar el pensamiento visual sin que esté interrumpido, pero a la vez estimulado, por lo inmediato.
¿Y cuándo se convierte la obra en clásico?
Depende. Qué sé yo. Esto son botellitas que uno tira al mar con un SOS y que en algún momento alguien encuentra y se produce el rescate, que es la nueva interpretación. ¿Cuándo se convierte en clásico…? No lo sé, quizás cuando una posteridad tenga la voluntad de darle un nuevo significado.
No tener nada seguro es parte de ser artista.
Sí, es sospechar, no tener certezas. Puede tener intuiciones. Lo único seguro es que no sabe hacia dónde va ni sabe cuándo llega.
¿Cuál es tu opinión de separar al artista de su obra?
Céline fue colaboracionista de los nazis. Pero es uno de los mayores revolucionarios de la literatura, les recomiendo Voyage au bout de la nuit. La cuestión es: ¿vos podés separar al colaboracionista? ¿A Borges de que era un tremendo gorila? ¿A Ezra Pound, maravilloso poeta (¡por Dios!) que apoyó al fascismo? Yo los puedo separar. ¿Y Heidegger? ¡Es enorme lo que hizo ese tipo!, pero respondió a una época también, y eso no lo podés separar. Así como también yo estoy tan confundido con respecto a mi época, supongo que él tendría la verdad en el nazismo, en el nacionalismo, en la historia de Alemania, no tengo idea. No lo puedo juzgar, puedo separar su vida de su obra.
El hombre es de la época, pero el arte —por ejemplo en el caso de Borges o de los otros escritores que fuiste nombrando— trasciende su época.
Absolutamente. Además, ustedes me hablaban de lo clásico: lo clásico está (por eso las obras son símbolos vacíos) en que el hombre del mañana va a ver algo que ni siquiera el autor se planteó. Así como el hombre contemporáneo ve otra cosa, yo puedo decirte: “mirá, este cuadro se llama de tal manera”, y eso es una indicación, no quiere decir que sea eso.
La obra se completa con el que la ve.
Claro. Si te atrae algo, fantástico. Volviendo a Borges, creo que él decía que si vos dejabas un libro en la primera página era porque no te correspondía. Esto también es así. También hay una gran parte de mentira, de algo que no tiene nada que ver con el arte, que es el mercado de arte. Un tipo pone una banana pegada a la pared y dice que la vende a un millón de dólares. En otra parte del mundo alguien dice que realiza esculturas invisibles… eso es para giles.
¿Y el cuadro en blanco?
Son posiciones epocales. Es decir, lo comprendés en su momento. Pero ahora ya está hecho. Yo no me voy a poner como Lucio Fontana a tajear un cuadro. Pero, de alguna manera, sí, porque Fontana está detrás de La Grieta, donde se da un paso más y el tajo permite abandonar la bidimensión y entran en juego los relieves, ¿no? Es una sospecha.
Volviendo a la idea de la banana pegada a la pared. ¿Cómo diferenciar las manifestaciones modernas que dicen ser disruptivas del arte que sí tiene ese atributo?
¿A qué te referís con disruptivo? Nombrame a alguien.
Banksy, por ejemplo, que dice que su idea es ser disruptivo, ir en contra de lo que supuestamente conocemos como arte. ¿Cómo se lo separa de lo verdaderamente valioso, si es que lo hay?
No lo conozco. ¿Pero, alguien conoce a Fernando Espino, un artista santafecino que murió hace unos años? ¿Y a Julio Paz u Horacio Farías? Son dos grandes artistas. A los tres que nombré no los conoce nadie. Ellos no necesitaban mostrar la disrupción, eran la disrupción. Espino con tres fichas de rompecabezas armó un cuadro muy sugestivo. Es decir, transformaba la realidad, interrumpía el ser de la cosa. Esas tres piezas se transformaron en una imagen cuyo carácter tiene una poderosa subjetividad. Todo buen artista es disruptivo.
Dijiste que estos pintores no mostraban la disrupción, sino que eran la disrupción. Si el artista es artista en todo momento, ¿cómo es en el plano normal, cuando no está creando, cuando solamente contempla el mundo?
No te hacés preguntas. Uno está ahí y las cosas van apareciendo. Después hay un pensamiento visual. Algunos artistas, algunos creadores tienen una coherencia, no es lo mío, yo encuentro una veta en determinado momento y la sigo hasta agotarla, después me olvido y encuentro otra cosa. O encuentro la figuración, busco otro camino. Por ejemplo las calaveras, a las que estoy volviendo ahora.
Empecé a hacerlas en 2017, hace seis años. Después no volví a meterme en esa imagen y ahora las vuelvo a retomar: es un pensamiento. Por eso es filosofía, es volver a Platón o a Aristóteles (¡o a los cínicos!). Es retomar lo que otro dejó, los tajos de Fontana o la locura de Pollock. Eso es el pensamiento visual, es lo que vos desarrollás durante toda la vida, y cuando te morís pueden decir: “esta es la estética de fulano, la poética de tal”. Antes no podés decir nada, porque está en desarrollo. Para mí es una búsqueda constante: es sospecha.
Otra cosa: los elementos también te hablan. Cuando hago objet trouvé, un trozo de madera puede ser sugerente. Los objetos te hablan. No sé cómo explicarlo.
¿Y qué tipo de cosas te dicen?
Les muestro por ejemplo esta pieza. ¿Saben qué es esto? Un cabo de hacha (de hacha o de pico, no me acuerdo) y una silla thonet que encontré en la calle.
El pescador. O éste otro que dejó de ser una pata de silla para ser un pájaro o lo que ustedes imaginen…
¡Un yunque tímido!
Pájaro con huevo (o yunque tímido). ¡Es eso, es eso! Qué lindo es eso. Cuando nos estábamos por ir a vivir a Devoto, levanté una de las terrazas que estaba en mal estado, los pedazos de ladrillo eran muy interesantes. Eran una porquería, pero no te puedo decir qué me llamó la atención: la textura, el color, no sé, de golpe “tac, tac, tac”, empezás a compensar, a combinar elementos.
¿Ustedes hablaban de lo ideológico? Acá hay un Perón escondido. Si lo descubren, fantástico.
Volviendo a los objetos. ¿Qué es esto? Ni idea. ¿Por qué esta madera? No sé, queda bien. Compensa. Compensa la regularidad frente a lo que es irregularidad. Una forma de irrumpir, porque es así la cosa. ¿Qué te genera? Bueno, a mí me genera idea de juego, de azar. Lo que a ustedes les genere es válido.
Como decía Borges: coincido con su interpretación y con cualquier otra.
Sí, ¡eso suena a Groucho Marx!, pero está bien.
Acá lo mismo: esto lo encontré en la calle. Es un pedazo de la patente de una moto que chocó. Los números en relieve, las letras, los bordes abollados resultaron sugestivos. Es muy fuerte la imagen de un pedazo de chapa en esas condiciones. Algo nos quiere contar, por eso es sugerente. Por lo menos para mí.
¿Querrían ser libres los números y por eso chocó la moto?
Eso es una posibilidad, vos propusiste esa historia que merecería ser contada. Pero también es la compensación de símbolos; el cinco y el cuatro con las letras.
Volviendo a lo ideológico, tengo un trabajo (que también estaba en “La Grieta”) que se llama La noche de los lápices. Es una luna negra, no es un sol. Es una luna negra que tiene que ver con el Tarot. Vos fíjate que, mientras te voy contando, recuerdo cómo hacía las cosas y me doy cuenta de que no sólo es el objeto, es la idea, es lo que pasó. De golpe se empiezan a asociar las cosas. Cuando ustedes escriben, ¿qué pasa adentro suyo? Empiezan las ideas. ¿Qué es lo que hace que uno vincule una situación con otra? No importa que sea de tu vida o que te la hayan contado. Ya es tuyo.
La noche de los lápices, obra expuesta en “La Grieta” (2017). Con este otro trabajo, lo mismo. Eso está pensado en una estructura ortogonal, o sea, líneas horizontales y verticales, siguiendo la idea del constructivismo de Torres García. Lo único que hice fue cambiar por zócalos, porque son los que me sobraron de esta casa. El objeto cambió: ¿es un zócalo? No, dejó de serlo. ¿Es una tabla de lavar? Tampoco. Perdió la esencia, se convirtió en otra cosa. ¿Qué quiere decir? Bueno, está ahí para que como observador lo completes.
¿Y cómo se conjugan todas estas disciplinas? Está el dibujo, la pintura, el arte plástico. ¿Hay alguna que prefieras?
No, ya te digo. Son los elementos que generan las ideas los que condicionan la técnica. Y también las circunstancias. La pandemia me condicionó mucho. Lo único que podía hacer era dibujar. Varios de los dibujos que aparecen en internet son de esa época.
Retrato de Edgar Allan Poe. Retrato de Gérard de Nerval con su mascota. Retrato de Arthur Rimbaud. Cuando decís que los objetos te hablan, te llaman, suena un poco a esta idea de la vocación. ¿Dónde empieza tu vocación como artista?
Con la dictadura del 76, sobre todo. Yo ya no pude seguir en Letras, que era lo que me interesaba. Peligraba todo, pero Filosofía y Letras en aquella época era ponerse un cartel que dijera: “Llévenme”. Entonces busqué otra alternativa y encontré un enorme maestro, que fue Jorge Rivara…
En ese momento, Adelina, la pareja de Carlos, entró a ofrecernos café y le preguntó si no estaría (de nuevo) usando los filtros de café para alguna obra, a lo que Carlos —culpable—sonrió… ¿Qué le habrán dicho los filtros?
Fuiste corrector en La Nación. Oficio que elegiste porque trabajabas seis horas y pagaba lo suficientemente bien como para que hicieras lo que te gustaba. Aunque la vocación nos llame a todos, son pocos los que responden o sostienen ese llamado.
Bueno, yo me aguanté la corrección durante veinte años. Necesitaba laburar y era un trabajo cómodo, diferente al corrector de editorial, que es una especialidad más compleja.
Y sin embargo se ha degradado mucho, en aquel momento eran cuarenta y tres. Hoy son tres o menos.
¿Cómo sabés?
¡Me dijiste vos!
¿Yo te conté? Éramos muchos, se trabajaba de a dos. Uno leía y el otro seguía la lectura. Pero después cambió, se empezó a trabajar solo y más tarde apareció la informática, que tenía un corrector incorporado. Esto permitió eliminar personal en detrimento de la calidad.
¿La corrección, además de ser un sustento económico, contribuyó a tu formación artística?
Sí, porque me dejaba tiempo. Yo laburaba entre cuatro y seis horas y trabajaba de noche. Además era joven, y eso es otra cosa muy interesante, más que trabajar de corrector. Ya te digo, la corrección me daba tiempo para formarme y conocer gente interesante. La primera vez que viajé a Bélgica, en el 89, fue gracias a gente que me ayudó a sacar el pasaporte y todo ese tipo de cosas.
¿Viajaste para exponer tus obras?
Sí.
¿Cómo fue el proceso de diseminación? Expusiste en Argentina, Bélgica, Australia…
No, en Australia no estuve. Me compraron obras y las mandé. Me fue muy bien en Bélgica las veces que fui. Yo aprovechaba que podía juntar los días feriados y sumarlos a mis vacaciones.
¿Cómo es el público belga?
Ahí tengo dos experiencias. La primera fantástica porque llegué cuando los cantones eran socialistas. Yo no hablaba un carajo de francés. Viajé en la línea aérea paraguaya, que era muy económica. Iba con cien dólares a pasar tres meses; estaba totalmente loco. Llevaba mis obras en una valija de plástico, de esas grandotas de Pan Am, muy pesada. Apenas la abrí en el aeropuerto la mujer que trabajaba ahí me dice: “Vous êtes artiste, Monsieur !” (tenía un compañero de viaje, que estaba de escala porque se iba a Alemania, era mozo, y él sí hablaba muy bien y me tradujo todo). La cuestión es que yo había sido invitado por el Centro de Estudiantes Universitarios Latinoamericanos (CEUL), que era una asociación de orientación izquierdista. Como todos los zurdos, se pelearon entre ellos y echaron a quien me había invitado, y me quedé sin sala para exponer. En consecuencia, empecé a moverme con un amigo que era antropólogo y trabajaba para la comunidad como traductor. Buscó relaciones y conseguí una galería de arte, eso me vino muy bien. Conseguí una galería en Louvaine-la-Neuve, que es la ciudad de la universidad, y la galería Delftenco, en Bruselas. Al año siguiente conseguí en la galería De Mool, en Aalst.
¿Te acordás de la primera obra que vendiste?
La primera obra que vendí en Bélgica fue comprada por el director de una escuela que la vio antes de que expusiera, era la imagen de una piedra con signos, una especie de runa, de la que no me quedó registro fotográfico.
¿Te dan nostalgia los cuadros que vendiste o te preguntás sobre su paradero?
A veces me duele desprenderme de ellos. De algunos perdí el rastro. En general suelo fotografiarlos para consulta.
¿Y los cuadros que vendiste en Australia? Hasta hace poco seguía siendo un destino remoto.
No fue un cuadro, sino uno de los cinco centauros que adquirió una turista australiana cuando expuse en la galería Andrada, aquí en Buenos Aires. Fue y es un destino remoto para una de mis obras.
Y el mercado del arte, ¿está más complicado ahora que antes?
Sí, ahora está muy complicado. Es un círculo muy, muy pequeño de coleccionistas. Antes había un púbico que era la clase media, profesionales que compraban. Durante todo lo que fue la década del sesenta o setenta, hubo un movimiento muy interesante de profesionales, gente con una inquietud por tener colgada una obra en su casa. Hoy en día no es así por la situación económica o quizá porque hay un público en extinción. Ya no compran.
Cuando decías que el arte es muchas veces la salvación de uno mismo, ¿salvación con respecto a qué? ¿De preservar la memoria, de no caer en el olvido?
No, olvidate de la trascendencia. Salvación de esto. De la hostilidad del mundo, de la existencia. Cuando vos escribís, ¿no sentís que entrás en una realidad paralela? Creás un mundo con palabras. En este oficio, ese mundo paralelo, ese refugio lo hacés con formas y colores.
Pero hoy hay artistas a los que sólo les interesa vender.
Eso hubo siempre. Si vos estás apuntando sólo a vender, no sos un artista. Sos un comerciante. Es otro ámbito. Vos sabés cuál es el gusto de la gente en un determinado momento y entonces hacés eso. Trabajás en función de un gusto que no es el tuyo. Pero cuando creás vos estás haciendo tu poética: aunque sea arduo e inútil, eso no importa. Estás haciendo el camino. No pensás en vender. El interés está en el goce de hacer.
¿Y cómo hace uno las paces con los comerciantes de la época?
No, no hay paz. Apenas un pacto transitorio donde fijás un precio, una comisión por venta y, si no estás invitado, alquilás su espacio.
Con el auge de la escuela francesa y el posmodernismo surgió una corriente que lo relativiza todo: la obra es buena si así lo quiere el espectador. ¿Qué opinión te merece esto?
No opino nada. Lo nuevo no me atrae a esta altura de mi vida.
El problema es que si uno simplemente dice que lo nuevo no lo atrae se le acusa de retrógrado.
Bueno ya te dije que estoy anclado en el siglo que pasó… uno envejece en un mundo que es cada vez más joven.
El mundo opera para quitarnos las capacidades que hemos querido desarrollar. Hoy con inteligencia artificial todo el mundo sabe dibujar.
Y, bueno. Yo no puedo hacer nada. Yo me dedico a pintar, para mal o para bien: lo que ves es lo que hago, sirve o no sirve, gusta o no gusta. No importa. Soy yo, esta es mi existencia.
En cualquier caso, aunque el mundo vire a un lugar raro…
¡Muy raro! Al menos para mí.
[…] seguirán encontrándose personas que se resistan a eso.
Quizás sea la gente que se resiste a lo que piensa el mundo la que normalmente lo cambia. De golpe Descartes, con sus dudas, o Hobbes, con su miedo, estaban cuestionando todo. ¡Y se tuvieron que exiliar! Aun así cambiaron el pensamiento: eso es lo que realmente es el espíritu de la época. Para que el espíritu de la época se afiance necesitás que se instale en el público.
¿Dirías que el intelectualismo impostado de la academia escindió al arte —y al cultivo espiritual que conlleva— de la realidad de la sociedad de a pie, de la gente común?
Yo te nombré tres pintores que están muertos, pero que de algún modo siguen siendo contemporáneos, porque murieron hace poco. Eran gente común. Yo también creo que hay una cosa extrapictórica: el verdadero arte subyace; no sabés lo que está pasando en este momento. Te dicen que está pasando tal cosa, pero de golpe el tipo que encuentra un bidón y lo convierte en una cara —bueno, eso ya lo hicieron en el Congo— está haciendo un arte. Vos no sabés si a partir de eso hay un desarrollo del pensamiento visual, no sabés qué es lo que va a pasar. Si lo seguís, fantástico. Por ahí tenés una poética nueva. Ahí quizás esté el espíritu de la época.
Ustedes me hacen preguntas muy difíciles y yo soy un muchacho de barrio.
Nos faltó preguntarte por Italia. ¿En Italia vendiste o expusiste?
Vendí desde Bélgica. Sé que la obra está en Sicilia, donde reside la persona que lo compró.
¿Cuál es tu Guernica, Carlos?
Tengo un Guernica que es un bombardeo a Plaza de Mayo. Lo tengo en el taller, vengan.
Acá lo que juega también es la tridimensión: de acuerdo con la luz, cambia el cuadro y es difícil de reproducir fotográficamente por los reflejos metálicos. La idea es que frente a lo que estaba construido aparecen de pronto tres símbolos —que no tienen la forma de los Gloster que nos bombardearon en el 55, sino que es la fusión de un perfil de avión y el de una cruz, después de todo los genocidas se mostraban con la consigna de Cristo vence— y abajo el caos. Una estructura ortogonal, racional, organizada que es atacada por la irracionalidad de manchas y grafismos irracionales, arbitrarios…
¿Es tu obra favorita?
No, no tengo obra favorita. Con algunas tengo encuentros. De golpe encuentro obras y digo “qué interesante lo que hice acá”, retomo la idea plástica y vuelvo a desarrollarla.
O sea que volvés a dialogar con el Carlos Marini del pasado.
Sí, y también tengo estancamientos, que es cuando no se me ocurre nada. Entonces empiezo a inventar personajes que se ríen de los humanos y también tienen que ver con la transformación del material. Esto, por ejemplo, que ahora tiende a ser un escudo, sin embargo no es un escudo, es una suela de zapato que encontré en una avenida. ¿Por qué la junté? No sé, quizás intuí sus posibilidades de ser otra cosa…
¿Qué harán cuando te vas, no?
¡Adán y Beba podemos suponer lo que hacen!
Adán y Beba. Es interesante la poética que desarrollás alrededor de los objetos. En una época crecientemente digital, donde toda la interacción pasa por una pantalla…
Qué raro. ¿Sabés que no se me había ocurrido eso? Bueno, no había pensado en la parte digital. No tengo nada que ver con eso. Soy un analfabeto informático.
Pero también porque sacás al objeto de lo puramente material.
Por eso me gusta Heidegger. Jugar con el modo de ser de la cosa.
¿Por qué Heidegger en tu pensamiento artístico?
Por Juan Pablo Feinmann. En un curso me metió esa polilla que es la curiosidad y que te va comiendo el cerebro. Volví a leer filosofía y me puse a estudiar griego. Los primeros objetos se me ocurrieron recorriendo las costas de lo que ahora es la reserva ecológica. Allí estaban los escombros producidos por la ampliación de la Avenida 9 de Julio. Ladrillos, metales, maderas, cerámicos, todos fragmentos tocados por las aguas del río y los dedos del tiempo… tan maravillosamente sugerentes que sólo había que ponerlos en una base o combinarlos…
“Cosas de la luz” de Buenos Aires. Piedra rescatada del río. Se parece a las Cuevas de Altamira. En un punto, arrancaste tu carrera como arrancó la historia del arte de la humanidad. ¡Es un homenaje!
Carlos ríe. “¡Me encantan estos objetos, che!”
***
El encuentro con Carlos confirmó una cosa: el artista es artista en todo momento y todo lo que hace forma parte de un inextricable entramado de causas y causalidades misteriosas de las que él no tiene el más mínimo control ni conocimiento, como si rodara enajenado por una pendiente trazada previamente por un diablo o un demiurgo. No es extraño que Carlos sea un admirador de la filosofía de Heidegger; para el alemán, las manos y los pies son el lugar de pensamiento, aquello que nos liga al orden terreno. Sólo alguien con los pies en la tierra puede reconocer el ordinario destino machacado de una suela de zapato y, a través de sus manos, elevarla para siempre a escudo de caballero cruzado que morirá por la fe de su corazón. Pero en la fibra creativa de Carlos Marini, Heidegger es posterior a él, y por eso confirma mi tesis. Heidegger es sólo una coincidencia, el alivio de encontrar a un amigo, la constatación de saber que alguien más también se ha detenido ahí para encontrar la misma verdad que nosotros.
Nos despedimos afectuosamente entre lo que me pareció el murmullo amistoso de sus creaciones. Miré por última vez a aquel hombre de tácitos y atentados pasos, y antes de lamentarme nostálgico por ese tiempo mítico al que Carlos había pertenecido me pregunté si su casa no sería la galería que guardara la última pieza de arte que retratará infinitamente. La de él mismo.
Carlos Marini nació en Buenos Aires. Su formación artística comienza en la Escuela Nacional de Cerámica Fernando Arranz, luego en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón (1979-1983) y en el Taller Río de la Plata del pintor Jorge Rivara (1976-1985). Fue profesor de dibujo y pintura en Gente de Arte de Avellaneda (1987-1990), colaborador del taller Río de la Plata (1986-1995) y creador del taller de arte Megafón. Da clases y trabaja en su taller de Villa Devoto, en la Ciudad de Buenos Aires. Sus obras forman parte de colecciones públicas y privadas de Argentina, Bélgica, Italia y Australia. Un gran número de sus obras pueden encontrarse en su sitio web: https://carlosmarini.com/.
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Entre la degradación moral y la propia
En su libro The Sense of Style (2014), el psicolingüista y científico cognitivo Steven Pinker dice:
The graybeard sensibilities of the sense of style mavens come not just from an underappreciation of the fact of language change but from their own psychology. As people age, they confuse changes in themselves with changes in the world, and changes in the world with moral decline—the illusion of the good old days. And so every generation believes that the kids today are degrading the language and taking civilization down with it1.
Es cierto que se repite esta constante de hombres que ven en su época una degradación moral de la sociedad y un decaimiento ético de los individuos. Muchas veces, como argumenta Pinker, semejante diagnóstico está ligado a los cambios en el software del pensamiento: la escritura. Sin embargo, creo que también podemos señalar que esto puede tener otro origen, como un cambio en la lógica del trabajo o en las aspiraciones o conducta de nuestros contemporáneos.
Ya en 1797, en Hiperión o el eremita en Grecia, Friedrich Hölderlin alzaba su voz contra sus compatriotas:
Bárbaros desde tiempos remotos, a quienes el trabajo y la ciencia, e incluso la religión, han vuelto más bárbaros todavía, profundamente incapaces de cualquier sentimiento divino, corrompidos hasta la médula […] Es duro lo que voy a decir, y sin embargo lo digo porque es la verdad: no puedo figurarme ningún pueblo más desgarrado que los alemanes. Entre ellos encontrarás artesanos, pero no hombres, pensadores, pero no hombres, sacerdotes, pero no hombres, señores y criados, jóvenes y adultos, pero ningún hombre […] Te aseguro: no hay en este pueblo nada sagrado que no haya sido profanado y rebajado al nivel del más miserable recurso, e incluso aquello que a menudo se conserva entre los salvajes divinamente puro, lo tratan estos bárbaros calculadores igual que se trata un oficio.
Hölderlin ejecuta la conmovedora elegía de un tiempo que ya no existe ni existirá jamás; narra la nostalgia por un estado de ánimo y una fe que hemos perdido para siempre. En un libro que debería leerse por lo menos una vez al año, despliega un discurso delicado y tenaz, como el pulso de un cirujano. Hölderlin lo encripta en una clave que parece abstracta por el mítico pasado al que hace referencia, pero que sin embargo es profundamente actual: lo que él denuncia como la nueva configuración del ser alemán sigue presente hoy, pero ya no distingue entre nacionalidades. Hölderlin dispara contra la especialización sin espiritualidad, la automatización de las tareas, la cobarde inercia del dócil que se conforma con el sumiso rol de engranaje de un mundo que funciona mal. Pero su denuncia parece un poco exagerada, ¡hasta ridícula! ¿Cómo pudo decir esto en 1797? No vio las sucesivas revoluciones industriales (los filisteos del desarrollo web dicen ufanos que vamos por la cuarta), no vio las guerras mundiales, no vio a Hitler ni al holocausto, tampoco la bomba atómica, el terrorismo o el narcotráfico, mucho menos la crisis migratoria o el calentamiento global. ¿Admitiría hoy que fue un poco desmesurado? Poco tiempo después, Hölderlin cruzaría los umbrales de la locura y tal vez, como dice Pinker, su juicio ya estaba siendo influenciado por los cambios en su psicología.
Cien años después —en algo que buscó ser panfleto y terminó siendo clásico— el sueco August Strindberg publicó Banderas negras (1905) y también apuntó contra los suyos:
No llores más por la maldad de nuestro tiempo, hermano. Como teósofo debes saber que cada época tiene su tarea asignada: y ésta que ahora toca a su fin ha sido la era del progreso material, la de la industria y la economía. ¿Es de extrañar que el nivel intelectual haya caído al tiempo que subía todo lo terrenal? […] esta época perversa que se presenta a sí misma como la era del progreso cuando es la de la decadencia; que se ha apodado la era de la verdad y la autenticidad cuando es la de la mentira, la de los farsantes, los falsos profetas, la era de la publicidad y las famas robadas.
Strindberg también criticó el auge del progreso material en detrimento del cultivo espiritual (de cualquier manera, ¿qué diría en 2023, con un capitalismo más sofisticado y globalizado, si releyera su veredicto de hace ciento veinte años?), pero también denunció la hipocresía de la gente, la pantomima de la academia —“que siempre premia a los más mediocres”—. Acusó intrépido a los maridos que violaban a sus esposas en la santa unión del matrimonio, pero también a las mujeres que usaban su identidad sexual para obtener poder y privilegios. Strindberg fue en contra de las sectarias operaciones de los diarios y la publicidad y expuso impávido a los padres que castraban a sus hijos por un puesto en una cátedra. Y todo a través de la literatura. Strindberg, resentido con una sociedad que empezaba a olvidarlo, a dos años de su muerte, arremetió contra las peores mañas de ese animal político que es el hombre cuando se arrastra, y donde inevitablemente él estaba incluido. Más aún en su decadencia.
Retomando el comentario inicial de Pinker, una cosa es rasgarse las vestiduras frente a un mundo que cambia con las nuevas generaciones y que poco a poco nos va dejando fuera, por obsoletos. Cuando se inventó el lenguaje audiovisual, muchos escritores lo criticaron por no dar tanto tiempo para la reflexión, como —según ellos— hacían los libros. ¿Será TikTok un nuevo lenguaje que no podemos entender? No lo creo, pero es posible; creo que lo entendemos muy bien y que por eso lo desechamos. Pero otra cosa muy distinta sería ignorar la evidente degradación de la escritura en nuestros días. Sobran los indicadores. Para empezar, los correctores de estilo han desaparecido de los diarios, revistas y poco a poco de la industria editorial, como si Word o cualquier otro editor de texto funcionase realmente bien. Pero lo que es aún peor es la poca exigencia de los lectores, que hacen de cuero sus estómagos para embuchar cualquier cosa que se les ofrezca de la misma manera que traga un gato doméstico el alimento balanceado. Hoy es más redituable, como escritor, pero también —y fundamentalmente— como lector —para ser más elevado y moderno—, plegarse cómplice a fenómenos retóricos como el lenguaje inclusivo, que desde un lugar privilegiado (como lo son los colegios de elite y los rancios claustros universitarios) busca imponer un cambio en la lengua de arriba hacia abajo (contrario a todos los cambios naturales del lenguaje) castigando a los que no se enfilan bajo este nuevo ordenamiento social. Básicamente, como cualquier otra conducta fascista. Y eso no es todo: los castigos son tácitos, ¿alguien conoce algún profesor de la carrera de Letras que no escriba sus mails en inclusivo? Probablemente se quede sin trabajo, o, lo que es peor, deje de ser cool.
Volviendo a Hölderlin y Strindberg, también Mario Vargas Llosa, en La civilización del espectáculo (2012), se alineó bajo su columna:
La traición de muchos artistas e intelectuales a los ideales democráticos no lo es a principios abstractos, sino a miles y millones de personas de carne y hueso que, bajo las dictaduras, resisten y luchan por alcanzar la libertad. Pero lo más triste es que esta traición a las víctimas no responda a principios y convicciones, sino a oportunismo profesional y a poses, gestos y desplantes de circunstancias. Muchos artistas e intelectuales de nuestro tiempo se han vuelto muy baratos.
La observación de Vargas Llosa es una lúcida radiografía no sólo de este tiempo, sino de todos los tiempos. Siempre hubo oportunistas de ética endeble. Para el caso, el 28 y 29 de julio de este año se celebró en Buenos Aires la segunda edición del Festival de Literatura Joven. Quisiera citar un fragmento del diario Infobae promocionando el evento:
Esta edición se desarrollará alrededor de cuatro ejes temáticos: Agenda verde, Diversidad y Género, Prácticas Afectivas y Bienestar Integral […] En esta oportunidad, se podrán disfrutar performances de voguing y k-pop; debates con bookfluencers; shows en vivo de Ángela Torres y Odd Mami; charlas con autores como Mariana Enríquez y Carolina Unrein; talleres de narrativa, poesía, baile y ESI no binaria…
Rivero, A. (26 de julio de 2023). Llega la segunda edición del Festival de Literatura Joven. Infobae. https://www.infobae.com/cultura/2023/07/26/llega-la-segunda-edicion-del-festival-de-literatura-joven/.¿Qué tiene que ver la ESI no binaria con la literatura? ¿A quién que esté absorto haciendo literatura o disfrutando de un buen libro le importan la agenda verde, la diversidad, el género, las prácticas afectivas o el bienestar integral? Ni el peor escritor panfletario se animaría a hacer un mamarracho que mezcle los nuevos beneficios nutricionales del té de cardamomo, el mindfulness y la política identitaria. De eso no se vuelve nunca. Se ha puesto de moda entrecerrar los ojitos y asumir un aire solemne al barbotear la palabra “literatura”.
Concluyo con un comentario sobre la “industria creativa” y toda la fascinación escritural con los nuevos modelos de procesamiento de lenguaje natural como ChatGPT: nada se halla más remotamente alejado de la creatividad que todos estos “redactores creativos” que escriben copys y otros géneros deleznables para promocionar una determinada marca o producto. La creatividad no puede responder nunca a una fórmula de mercado como el Search Engine Optimization (SEO). Su fin debe ser el de la originalidad, el homenaje, la salvación del alma, la representación de un mundo que no es sino la indivisible proyección de uno mismo. No puede ser algo cuyo objetivo último sea aumentar los seguidores en las redes sociales o el tráfico en una página web. Esa es la tarea de un comerciante que hace un uso mediocre de la escritura para un determinado fin económico, y me parece bien que así sea. Es un trabajo como cualquier otro que responde a una necesidad básica e ineludible: matar el hambre. Pero autodenominarse creativo y pensarse como tal por el naming con el que te decora una compañía es una canallada imperdonable. En LinkedIn, por ejemplo, abundan publicaciones que pretenden ser originales y “disruptivas” (término predilecto de la época, junto con “resiliencia” y “empatía”) —que van desde la “invitación” a incorporarse a una empresa (p. ej.: “En Z estamos creciendo!”, y al lado de ese desagradable gerundio el emoji de un cohete) a la chabacana promoción de un producto que dice hacer siempre lo mismo: “agregar valor”, (¿qué carajo es “agregar valor”?). La cuestión es que estamos ante un cambio de percepciones estéticas: en una sociedad donde pocos saben hilvanar una frase por cuenta propia, lo malo o malísimo ha empezado a parecer bueno. Así lo testifica el final de todas estas publicaciones, donde empezó a aparecer —orgulloso— el remate propio de un nene de siete años que escribe por primera vez un cuento: “claro que escribí esto con ChatGPT!”. No sé qué es más vergonzoso, si ser adulto y asumir la propia incapacidad para comunicar nuestras ideas o mostrarse a viva voz conmocionado por un texto pedorro escrito con inteligencia artificial, lo que sugiere que nuestra destreza escrita está por debajo de eso y entonces muy por debajo del mal gusto. ¡Qué época!
Cuando a principios de este año fue el boom de OpenAI y sus corolarios, una persona con más de diez años de vida profesional y una carrera universitaria del palo de la comunicación me escribió para mostrarme no sólo lo bien que escribía esta nueva tecnología, sino su capacidad inventiva. Copio textual el ejemplo dado:
Usuario: cuente una historia sobre un bulldog francés atigrado que gracias a sus gases salva a la humanidad.
ChatGPT: había una vez un bulldog francés llamado Max que tenía un pelaje atigrado y era muy peculiar, pues era conocido por tener una gran cantidad de gases. Muchas veces, sus dueños se quejaban de su olor y su flatulencia, pero Max no se daba cuenta de lo molesto que era para ellos. Un día, una invasión alienígena llegó a la Tierra y comenzó a causar destrucción en todas partes. La humanidad estaba a punto de ser eliminada, pero Max no se dejó vencer tan fácilmente. Con todas sus fuerzas, Max comenzó a soltar sus gases y causó una gran explosión que repelió a los alienígenas.
La humanidad quedó sorprendida y agradecida con Max por su valentía y su capacidad para salvar al mundo. Desde ese momento, Max fue considerado un héroe y recibió todas las atenciones que merecía. A partir de entonces, sus dueños nunca volvieron a quejarse de su olor y aprendieron a disfrutar de su peculiaridad. Max vivió feliz para siempre, sabiendo que había sido el salvador de la humanidad gracias a sus gases.Cuando veo esta muestra de escritura y de supuesta originalidad pienso en un alfeñique, en un muchachito huesudo con la amarillenta camisa tomada de su derrotado padre difunto, con olor a jabón blanco en su (expresamente pulida) piel seborreica y el pelo engominado, caminando por el borde de una ruta sin sol, zamarreado por el viento, yendo a una entrevista para el puesto de patovica.
De pura condescendencia empecé este texto justificando mis exabruptos: tal vez yo ya haya entrado en mi propia espiral de decadencia y no haga más que proyectar eso y rememorar los good old days. Pero no hay nada más contradictorio que un escritor a favor de su época, aun si ese escritor es un diletante o un inepto arrogante. Dejo mi testimonio y espero que en doscientos años nadie me acuse de exagerado, porque sabré entonces que el más mínimo sentido estético estará exhibido en un museo que nadie visitará, y los “formados” de aquel entonces escribirán todavía peor que los de la actualidad.
[1] “Las anticuadas sensibilidades de los expertos del sentido del estilo no sólo provienen de una infravaloración del hecho del cambio lingüístico, sino de su propia psicología. A medida que la gente envejece, confunden los cambios en sí mismos con los cambios en el mundo, y los cambios en el mundo con el declive moral: la ilusión de los buenos, viejos tiempos. Y así cada generación cree que los niños de hoy están degradando la lengua y hundiendo la civilización con ella”.
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Breves comentarios de café
El poeta es un dios; no cantes a la lluvia, poeta, haz llover.
Manifiestos (1925), V. HuidobroQuisiera hacer uso de una de las acepciones del animal salvaje como género destinado a la puesta en común de lo que apenas sería un comentario de café entre dos lectores.
En Manifiestos (1925), Vicente Huidobro expresa que la función esencial del poeta es descubrir la palabra interna, la palabra latente “que está debajo de la palabra que las designa”: “Las palabras tienen un genio recóndito, un pasado mágico que sólo el poeta sabe descubrir, porque él siempre vuelve a la fuente”. De esta manera Huidobro terminará siendo un magnífico creador de colocaciones y de metáforas (escuela que seguirá Borges). El creacionismo de Huidobro sienta al artista en el trono de la Naturaleza. Deberá imitarla en su faceta creadora para engendrar un nuevo universo que sin él no existiría.
Noté, y nada de original hay en mi observación, que el mismo argumento puede encontrarse en la Poética, de Aristóteles: “[…] pero una mucho más importante [de las habilidades del poeta] es ser productor de metáforas. Es, en efecto, lo único que no puede tomarse de otro, y es indicio de una buena dote natural, pues hacer bien transferencias [de nombres] es percibir lo semejante”. Además, la lógica del creacionismo de Huidobro se solapa con la coherencia interna y unidad del relato que pregonaba Aristóteles. No se trata de que la mímesis poética converja con una realidad contingente previamente dada (es decir, imitar lo ya producido por la Naturaleza), sino que dentro de las nuevas reglas que postula el artista su historia sea verosímil (es decir, que el artista sea la Naturaleza).
Por otro lado, Abelardo Castillo, en su cuento “Also Sprach el señor Núñez” (Las otras puertas, 1961), usa el siguiente recurso:
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
—¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas tachuelas.
—¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.Castillo deliberadamente elige remplazar a las personas por números y sustantivos, ya no son veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente, sino “veinticuatros pares de ojos, veinticuatro asentaderas y veinticuatro unánimes plof”. Claro que acierta. Los personajes son oficinistas, meras tuercas y tornillos de una maquinaria alienante; un puñado de perfectos canallas. Pero August Strindberg, en Banderas negras (1905), ya había usado este mismo recurso y con la misma intención (¿de quién lo habrá tomado el dramaturgo sueco?):
[…] se hizo el silencio habitual y dieciséis manos derechas comenzaron a amasar bolitas de pan […] Por fin llegó la sopa y entonces los dieciséis cráneos se inclinaron de golpe […] llegó el séptimo plato, a base de espárragos gigantes, de nuevo dieciséis cráneos se inclinaron sobre los servicios…
Para Strindberg, los fantasmas en casa del profesor Stenkähl, hipócritas, falsos, oportunistas y traidores también están rebajados al lugar de número, de sustantivo, de fórmula matemática predeterminada, automática. ¡Si hasta el salón donde cenan tiene más carácter que ellos!: “El salón acogió a los visitantes, que se conocían todos entre sí. Se estrechaban las manos, se enseñaban los dientes, y las mujeres se lanzaban las unas a los brazos de las otras”.
Para terminar, frente al último acertijo de la criatura Gollum, Bilbo Bolsón casi pierde la vida. Da con la respuesta (“tiempo”) de pura casualidad.
This thing all things devours:
Birds, beasts, trees, flowers;
Gnaws iron, bites steel;
Grinds hard stones to meal;
Slays king, ruins town,
And beats high mountain down.Esta cosa todas las cosas devora
Pájaros, bestias, árboles, flores
Roe el hierro, muerde el acero,
Muele duras piedras hasta harina,
Mata reyes, hunde ciudades,
Y bate abajo altas montañas.Sin embargo, cualquier lector del Quijote habría resuelto el enigma con facilidad. Bastaba con recordar un fragmento: “Y, así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta, o consumida”.
A modo de conclusión, diré sólo que en esta partida de ajedrez que juegan los escritores contra el infinito más vale aprender las tácticas y estratagemas de los otros que estuvieron antes que nosotros.
Ilustración por Eugenia Mackay
Observación injustificable: por qué Castillo elige el número veinticuatro permanece en el más oscuro misterio. No suena tan bien como dieciséis. Quizás buscó que la cantidad de gerentes, jefes de sección y empleados fuera verosímil y el resultado terminó siendo aleatorio. Pero la palabra elegida nunca lo es. La frase “veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente…” suena bien hasta la palabra “un”, que no podía evitarse porque no puede haber dos gerentes (Castillo no conoció la imbecilidad semántica de las empresas de la actualidad). Podría haber resuelto la cuestión sonora con un adjetivo, inventaré uno que sirva de fonema para lo que quiero mostrar: “veinte empleados, tres jefes de sección y un pranco gerente…”. En cualquier caso, hay que copiar esos números que suenan bien y que ya usaron otros independientemente de nuestras más equivocadas motivaciones.
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Yo soy el enemigo: reflexiones sobre el pensamiento en la actualidad
Entender el mundo como un sistema binario, limita. Es un reduccionismo. Vivimos en un mundo complejo y muy cambiante. Si pensamos la realidad como un sistema entre ricos y pobres, opresores y oprimidos, buenos y malos, hombres y mujeres, estamos dejando de lado la verdadera complejidad de las cosas. Es en parte gratificante reducir el problema a algo simple y con un enemigo claro. Gratificante porque moralmente nos coloca en un lugar superior en donde el problema es el otro y uno cree estar defendiendo lo bueno, lo correcto. Por otro lado, plantea soluciones que no necesariamente son las que dan el resultado esperado, porque si hay algo que no se puede controlar, son los resultados. Es la gran utopía del marxismo: creer que todos podemos tener lo mismo. Podemos defender la igualdad de oportunidades, pero lo que ocurre con eso está fuera de previsibilidad porque las personas funcionan de manera distinta; no se puede reducir la experiencia humana a una simple fórmula.
Estamos viviendo en un mundo que cada vez está más dividido, más fragmentado y en el que cada uno busca desesperadamente encajar en alguno de los pequeños imperialismos instalados. Estos se refieren a las preferencias sexuales, de género, de causas, de gustos artísticos y políticos. Funcionan como tribus con su propia lógica. Y esa lógica es la que ordena todo el resto de los comportamientos de la realidad como si tuviesen un filtro de interpretación respecto de todo lo que se ve: entiendo la realidad desde este lugar. Se instaló la idea de que todo es una construcción social, entonces depende de cómo lo vivo, cómo lo entiendo. Esto deriva del posestructuralismo, encabezado principalmente por Foucault, Derrida y Lacan, que ponen el foco en la palabra, en el lenguaje. Así, se entiende el género como algo del lenguaje y no de la biología. Para los posestructuralistas, todo se trata de la narrativa. Además, se entiende el poder como la única fuerza motivadora detrás de cualquier comportamiento humano. Esto es catastrófico para la comprensión de la historia de la humanidad. Camille Paglia dice que esta corriente ha destruido las humanidades porque le quitan el sentido histórico a las cosas.
En la actualidad, estamos evidenciando la ausencia de valores que ordenen el comportamientos de las personas. Se perdió el culto a los grandes mitos que instauraban cierto orden. Nietzsche lo había previsto con su idea de “Dios ha muerto”. Lo que dijo era consecuencia de la desolación, de creer que todo se iba a desarmar y que la gente, en vez de identificarse con un dios, se empezaría a identificar con ideologías rígidas y totalitaristas. Ahora, todo es subjetivo. Esto no es cierto y es mucho más peligroso de lo que creemos. Freud y Jung creían que no tenemos suficiente posesión de nosotros mismos como para crear valores por nuestra propia consciencia. Es necesario creer en una objetividad; no soy yo el que ordena el mundo. No se puede llegar a una realidad coherente si cada uno piensa la verdad a su manera. Para las personas que se identifican con ideologías, nada queda sin explicación. Tienen un relato teórico que lo explica todo: el pasado, el presente y el futuro.
¿Cómo estar excesivamente fragmentados en un mundo que necesita más que nunca algo que nos una? Los subgrupos manifiestan distancia, poco encuentro, diálogo precario y ninguna escucha. ¿Cómo nos entendemos? Estas tribus reafirman identidades, generan sistemas de pertenencia. Al no saber de qué agarrarse, qué creer de lo real, intentamos encajar en estos grupos de identidad para ser parte de algo porque la nada es insoportable; pareciera ser que no sabemos pensar por nosotros mismos. Si te nutrís sólo de los que piensan en tu línea narrativa y vas alimentando un discurso monopólico: ¿cuánto espacio para expandirte hay? Lo único que esto pone en evidencia es que las fragmentaciones van a estar cada vez más marcadas y distanciadas entre sí.
Estas lógicas funcionan como totalitarismos de pensamiento. Creer que uno sabe todo, llegar a ese estado de soberbia inquebrantable, te aleja de un entendimiento integral de las múltiples variables que afectan las cosas; te distancia de la posibilidad de ver. Te hace sentir que no hay nada más por aprender, que ya entendiste todo. ¿Qué tan seguro estás de comprender el funcionamiento del mundo en su totalidad? Y lo peor de todo es que esta forma de saber denuncia que el problema es el otro. El sistema, el hombre, los ricos explotadores. Esto promueve un comportamiento de victimización problemático. Por muchas décadas, se ha instalado la idea de que la sociedad nos debe, de que tenemos derechos. Si mi malestar es consecuencia del otro, ¿cómo sigo? Pareciera ser que el objetivo es que el otro se modifique y tenga compasión por mi existencia, y hasta que eso ocurra mis acciones van a ser de queja y denuncia. Este tipo de teorías resulta atractiva a gente muy inteligente pero vaga. Es atractiva porque es simple, fácil e incluye una ilusión de maestría.
Jordan B Peterson dice en su libro Beyond Order (2021) que es psicológicamente mas apropiado y menos dañino a la sociedad asumir que uno es el enemigo. Son nuestras debilidades e insuficiencias las que dañan el mundo. Hay que dejar ir la grandeza y la moral de un grupo creyendo que los enemigos son los que están alrededor. Es importante conceptualizar los problemas en las escalas en las que los podemos resolver y no culpabilizando al otro, sino encarándolos de manera personal y al mismo tiempo tomando responsabilidad por las consecuencias.