Mi señor

Un sarcófago; se sentía dentro de un sarcófago, de madera de olmo que aún olía a barniz. Y aún más penetrante era el rojo de sus cortinas. Cortinas que se abrieron mostrando una red oscura que no le permitía ver quién lo juzgaba del otro lado; aunque sabía perfectamente quién era.

—¿Algo que confesar, hijo mío?

—Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo.

—Recibe el Espíritu Santo. A quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados, pero a quienes se los retengan les serán retenidos. Confiesa tus pecados.

—He sucumbido a la lujuria, padre.

—Continúa.

—No puedo dejar de ver el cuerpo, padre.

El abad Molina observó detrás de la fina cortina. El monje arrodillado ante él juntaba sus manos rogando al cielo. Cerrando los ojos. Apretando sus labios.

—¿Qué cuerpo? —sólo pudo preguntar.

***

Velasco volvió a su habitación escuchando la melodía paranoica del órgano que quedaba a sus espaldas. Sacramento de la penitencia. Otro año de ayuno y veinte rosarios habían sido su castigo. Intentaba rezar en pasos rápidos y agitados:

En el nombre del Padre:

Padre todopoderoso,

creador del cielo y de la tierra…

Pero no podía dejar de pensar; ¿había dicho demasiado?

Creo en Jesucristo, su único hijo,

Nuestro Señor…

Escuchaba el eco de sus pasos rebotando en la piedra granita. El padre Molina lo sabía, de alguna forma lo había adivinado.

Padeció ante el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado,

muerto y sepultado…

Tomaba su rosario firmemente entre los dedos. Pecador. No más que un sucio pecador.

Descendió al infierno,

al tercer día resucitó de entre los muertos;

subió a los cielos…

Era cuestión de tiempo que todos lo supieran. ¿Lo reportarían?

Ha de venir a juzgar a los vivos y muertos…

Creo en él…

En la comunión de los santos…

El perdón de los pecados…

Sudor. Su corazón le dolía.

La resurrección de la carne…

¿Su sangre pintaría la tierra de las sierras?

Y la vida eterna.

Sacramento de la confesión.

***

Recordaba cuando era niño. Los sonidos eran naturales; pasos y pisadas; fuego y metal; gruñidos de cerdos y relinchos de caballos; gritos de mayores regañando y otros niños jugando. Viento y ríos. 

Nada de música. Ni siquiera en la capilla donde le rogaban perdón y salvación a ese dios invisible, que lo observaba todo, que era padre y creador pero también castigo. En alguna peregrinación se lo llevó a una ciudad lejana. Llena de vida y nuevos sonidos, encontró la música que provenía de la catedral.

Había sido engañado. La pequeña capilla no podía ser el hogar de Dios. Éste tenía que serlo; tres arcos de piedra blanca crecían convertidos en torres colmadas de figuras que se perdían en la altura. Los techos puntiagudos terminaban en agujas que debían rascar los cielos, y un ventanal circular lo observaba todo desde el centro. Ese tenía que ser el gran ojo de su Dios que todo lo observaba. Su hogar era el más maravilloso castillo. Más deslumbrante que cualquier otro que se le había narrado en cuentos y leyendas.

Cuando se introdujo en el recinto, se manifestó ante él su destino. El techo se elevaba bajo columnas que recordaban a una enorme araña; entre ellas los colores refulgían bailando bajo la luz celestial. Las imágenes de santos y piadosos lo retaban a abandonar las preocupaciones mundanas y unirse a ellos. A su vez, un coro de voces que sólo podían pertenecer a los mismísimos ángeles guardianes del paraíso resonaba en la soberbia sala. Por fin entendió qué era el cielo. Sus pies se movieron lentamente, un paso tras otro, acercándose a la cabecera del monumento, sin poder dejar de mover su mirada, intentando no perder un solo detalle. Hasta que lo vio.

La cruz siempre había sido un cruce de leños. Tal vez refinados, pero sin pistas de quién había sido ese hijo de Dios, castigado por pecados ajenos. Ahora, podía darle una cara. Allí estaba. En lo alto. Clavado en sus palmas. Vertiendo sangre de sus pies. La aflicción de su rostro lo conmovió llenándolo de lágrimas. ¿Por qué lo obligaban a mantenerse abatido y desprovisto de consuelo? ¿Cómo podían permitir que viviera esa angustia un ser tan hermoso? Quería bajarlo, terminar con su dolor. Arrodillado, lloró y prometió servirle por siempre. 

Juro lealtad a su señor.

***

Muchos años habían pasado y había mantenido su promesa. Moriría sirviéndole, aunque le costara toda posesión terrenal. Aunque significara traicionar el plan de Dios para él. No podía concebir la vida de otro modo. Sin embargo, eran sus propias ansias obscenas lo que lo apartaban de su señor.

En la oscuridad de su habitación, rezó por su salvación. Por el perdón de Dios. En momentos como aquel, le costaba entender a ese Dios y a su señor como uno solo. No podía evitar separarlos en un ser de amor y perdón, y otro de ira y condena.

Así como recordaba el día en que juró entregar su vida, de igual forma no lograba borrar la desesperación de entender que había algo mal en él.

Su padre, una vez, lo había encontrado en medio del pecado. Y los golpes y el odio habrían sido reprimenda suficiente, pero se decidió que sea Dios quien dictaminara el castigo final. 

Se lo arrojó a la oscuridad de la tormenta. Solo si el Todopoderoso aceptaba su perdón, podría volver al hogar. Por lo que sufrió, entre truenos y vientos gélidos, el aliento del suplicio divino. Y cuando volvió al hogar cansado en mortificación y espíritu, su madre sólo lo abrazó y le dijo: «Dios te ama, Dios te permitió volver».

Si en aquel entonces ese había sido su castigo, sin entender la falta, ¿qué pasaría ahora?, ¿cómo lo castigarían sus hermanos?, ¿cómo lo castigaría Dios? Si había sobrevivido esa noche de aflicción, había sido únicamente por su señor. Lo sabía. Quería que así fuera. 

Así, dudando entre el amor y el odio, cayó rendido en un sueño inquieto, recordando ambos días en una realidad somnolienta y febril.

Despertó por el ruido de la tormenta. Era otra vez un niño solo, perdido en la furia de Dios, ¿si lo amaba, porque lo hacía sufrir así? 

«Dios te ama».

¿Por qué no lo sentía junto a él, entonces? Sólo había una forma de volver a verlo. La piedra estaba fría para sus pies; el viento se sentía al abandonar las sábanas. Aun así, se alejó del lecho. Subió por la escalera de diez peldaños, donde se encontró con ocho estatuas a su lado. Sus cabezas se mantenían inclinadas, llamando al silencio a hileras de bancos vacíos; donde la nada rondaba escuchando una misa de silencio infinito.

El aullido del viento crecía en el crucero. Las estatuas guardianas se convertían en tetramorfos: el toro, el león, el ángel y el águila. El chillido crecía infernal en el oído. Lo buscaba desesperado entre el viento. Su última cena. Cuerpo y sangre de su señor.

Y lo vio. En lo alto del altar, su único adorno; no necesitaba otro. Allí en lo alto estaba él. 

Tallado en la agonía de la crucifixión. Tanto amaba a la humanidad que había descendido a los infiernos. Velasco lo entendía; no estaba sentado a la derecha de Padre todopoderoso. Ni siquiera estaba en el reino de los cielos. Se encontraba allí. En ese dolor eterno, de esta y cualquier representación. Sufriría por siempre por haber amado a todos. Ese era su sacramento de la penitencia. Y por eso Velasco lo amaba a él.

Lo amaba allí sobre esa cruz de enebro. Bajo la cúpula del crucero. Observando desde lo alto. Lo amaba en su sufrimiento. Nadie jamás sufriría así por él. ¿No era justo que él también sufriera en su nombre? Así lo acompañaría. Así le demostraría todo su amor eterno. Soportaría que su alma pecadora sufriera el resto de la existencia en las llamas del infierno. Sí, eso significaba amarlo. Lo amaría en secreto. Lo amaría con devoción. Pecaría para poder sufrir junto a su señor. Intentó tomar su corazón. Si existiese la oportunidad de entregar la carne como lo había hecho él, entonces le guardaría su corazón para que hiciera lo que le plazca, «mi Señor».

Entre los vientos y la oscuridad le creó una oración maldita. Ferviente y extasiada. Un salmo de pasión. Y entre los ruegos y promesas comenzaron las alabanzas. Alabanzas de aquél que lo amaría por siempre. 

Alabó su fe, su clemencia, su pena, su compasión. Alabó su sacrificio y su sangre derramada «no merecemos tu ofrenda, mi señor, no lo hacemos». Besó la piedra fría, arrodillado. Quiso besarle sus pies, y al no poder continúo adorándolo. Lo adoró hasta no tener qué adorar, y en las puertas del pecado decidió cerrar el destino de su alma.

Alabó su pecho. Alabó sus brazos. Alabó su rostro y sus labios. Alabó sus muslos, y alabó sus glúteos. Alabo su cuerpo, cada centímetro de él. Quiso lamer el polvo y la sangre de su piel. Limpiarlo de toda humillación. No merecía ser ultrajado, sólo adorado. 

Y pensando en su propia boca tocando la piel de su salvador se llenó de lujuria. Se desnudó frente a su señor. Lo amó como no se había permitido amarlo jamás, ¿era la tormenta el enojo de su Dios? ¿O los gritos de placer de su señor? 

Besaba su cruz mientras se observaban desde lo alto. Besaba su cruz mientras se deleitaba con goce y fantasía. Y cuando no soportó más el movimiento de su mano se dejó vencer por su propio placer. No habría arrepentimiento esta vez. Sólo secreto. El fin de la confesión y el perdón. La entrada a la eternidad con su amado señor. 

Y así sus destinos quedarían sellados en el tormento.

***

Las cortinas rojas se abrieron mostrando la red fría y dura, como el hombre al otro lado.

—¿Algo que confesar, hijo mío? —preguntó el abad.

—No, padre.

Sonrió para sí, ya imaginando lo que vendría en la noche.

Ilustración por Eugenia Mackay

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.