Qué es la literatura (y en consecuencia qué es la buena literatura) y qué es ser escritor (o que es, por el contrario, ser un escribidor o un profesional de la escritura) son temas que trataré en otra ocasión; pero la nominación de Annie Ernaux como nuevo Premio Nobel de Literatura, tras leer —o intentar leer— La place, me interpeló con estas cuestiones.
Lo mismo da, no puedo imaginar una literatura que valga la pena y que no cumpla con alguno de estos dos requisitos: una destreza absoluta en la forma o un fondo tan poderoso que se imponga, de haberla, a una estética defectuosa.
Annie Ernaux hace autoficción. El problema con la autoficción es que en el mejor de los casos a muy pocas personas les interesa la vida personal de cada uno. El segundo problema con la autoficción es la excusa (de escritor amateur) a la que todo el tiempo recurren sus cultores: rehusarse no sólo al artificio literario, sino también a la transformación de la experiencia personal en experiencia literaria bajo el pretexto de querer captar una esencia más “real” o “auténtica”, lo que no deja de ser absurdo y equivocado. La ficción, en la medida en que nos afecta, es real; y el poeta que dice no escribirle a su amada por no haber, en su inventario, palabras para describir lo que por ella siente es un mal poeta que debería ponerse una zapatería.
El último clavo en el ataúd es más terrible que los anteriores: no hay una sola frase en la escritura de Ernaux que sea memorable1.
La novela narra la historia de la relación con su padre, obrero devenido pequeño comerciante que apenas si sabía francés y que jamás entró en un museo. Ernaux argumenta el uso de una escritura plana y sencilla para hacerle justicia a los límites y colores del mundo que conoció su padre, pero esto, de nuevo, no sólo es una equivocación, sino que es además un prejuicio: la sofisticación del lenguaje no es directamente proporcional a la complejidad del pensamiento, ni un lenguaje decoroso es la puerta de entrada a los ocultos secretos de la existencia; un analfebeto también puede sobrevolar las grandes angustias del género humano.
Insinuar, por otro lado, que se elige un estilo por sobre otro es una arrogante imprudencia: el escritor está presumiendo de tener varios, cuando no se trata de tenerlos en abundancia, sino de usar como un cirujano el correcto, y de no equivocarse nunca. Es el estilo quien elige al escritor y no el escritor al estilo; y es el escritor, con mayor o menor talento, quien identifica la genética inalterable de una idea para tirar de sus hilos hasta obtener su fisonomía completa y predestinada. Cualquier otro experimento es una artesanía de taller de escritura.
César Aira dice (aproximadamente) que un escritor es un niño que se sienta a descubrir sin saber que está descubriendo; ese niño, dijo yo (que vive en la manera en que el adulto percibe su mundo), es quien desteje el entramado de fibras que constituirán el fondo de una verdadera pieza de literatura. Luego vendrá el adulto, que tiene algo que el niño no, la técnica, y será quien trence la materia que dejó a su disposición el otro. Así se hace la literatura.
Al desechar, por ineptitud o por voluntad, las ventajas de una forma tolerablemente buena, Ernaux sólo se queda con el fondo, donde también fracasa. Fracasa porque supedita su “literatura” a la visión política y constelación ideológica que como adulta tiene, y no sólo el niño no hace política, sino que al estar su obra inscrita dentro del escenario de la literatura (así por lo menos dice investirla el premio que acaba de ganar), como lectores, debemos medir su verosimilitud literaria —concepto aristotélico que analiza la integridad y coherencia del relato como unidad cerrada en sí misma y que se pregunta si lo que pasa dentro del universo de la obra tiene sentido según las normas que esa obra establece—. Al hacerlo, descubrimos que el personaje que Ernaux construye y presenta de su padre —aunque mucho se esfuerce por pintarlo desde una mirada de clase que hasta sugiere cierta lástima por su afán de progreso— puede ser perfectamente leído desde una vereda opuesta: su padre fue un audaz emprendedor que desafió los límites que el destino quiso imponerle. Un hombre cauto que tuvo la virtud que anhelaban los griegos: la moderación. Un hombre que en una lengua parcialmente extranjera decidió no hablar de más para no mostrar sus flaquezas; un hombre que nunca pisó un museo, pero que abrevó en otra fuente de conocimiento acaso más amplia, donde aprendió a reconocer un pájaro sólo con escuchar su canto, y a predecir el tiempo sólo con mirar el cielo.
Con setenta de ciento diez páginas leídas en el transcurso de veinte días, cuando un 10 de octubre adquirí La place, nadie puede decir que he leído sin atención o esfuerzo, casi con obstinación. Incluso he anulado momentáneamente el gusto, la sensibilidad y el criterio.
Damas y caballeros, Annie Ernaux, nuevo Nobel de literatura.
[1] Podrán decirme que un solo libro de Ernaux no es una muestra representativa de su población literaria, lo que sería cierto desde la estadística, pero erróneo en la literatura. Aquel que permite una sola línea gris en sus páginas es un escritor mediocre.
Impecable prosa, y osada y valiente mirada. Me gustan muchas líneas, pero elijo solo una para citar “supedita su “literatura” a la visión política y constelación ideológica que como adulta tiene, y no sólo el niño no hace política, (…)”. Brillante, aunque controvertida en los tiempos actuales…
“aunque mucho se esfuerce por pintarlo desde una mirada de clase que hasta sugiere cierta lástima por su afán de progreso”
Bienvenidos al mundo de hoy. El progreso como palabra en un discurso vende y recibe aplausos. El progreso real, y de su mano, la búsqueda de la felicidad, asusta y se “cancela”.