“Es mejor forzada a inexistente”, “No es forzada puesto que siempre han existido las minorías, sólo que no estaban representadas”, estos son algunos de los argumentos de quienes defienden la inclusión y una mayor representación de la diversidad en las producciones de ficción. Sin embargo, ¿qué problema esconde para la libertad creativa? ¿Es realmente sincero este cambio de paradigma? ¿Es válido en estos casos hacer oídos sordos a lo que evidentemente también pertenece a una agenda política?
El problema viene de mucho antes de que aparecieran actrices distintas al fenotipo esperado en papeles protagónicos de historias clásicas (sí, es obvio que hablamos de Disney y sus, últimamente muy polémicos, live action). Incluso antes de aquellos polémicos requisitos mínimos de inclusión y de diversidad racial que impuso la Academia en su momento en los Oscar.
Desde mi punto de vista, siempre priorizaré la calidad artística, aunque entiendo perfectamente la causa que otros defienden. Y, por eso, mi punto no se trata de qué tan problemática o necesaria pueda ser realmente esta representación inclusiva de la diversidad o de la justicia poética que representa esta inclusión supuestamente forzada como una respuesta a la falta de representación histórica en los productos culturales. Lo que me hace ruido en realidad es si es real esta inclusión, si es suficiente, si es significativa o si por el contrario únicamente atenta contra la expresión y la libertad creativa, como algunos apuntan.
Partamos de lo evidente, la inclusión ejercida por las corporaciones no es mucho más que una estrategia de mercado, con un mundo que ha cambiado y que afortunadamente cuenta con nuevas generaciones que se interesan y luchan por las causas sociales, que creen en la diversidad, que ven de forma negativa esta subrepresentación de diversas minorías. ¿Pero estos cambios son realmente una herramienta efectiva para abordar la desigualdad y promover una sociedad más justa? Algunos creadores coinciden en que este nuevo abordaje da lugar a personajes y tramas poco realistas, ¿sería entonces el tipo de inclusión que se está buscando?, ¿sería la representación correcta para, por ejemplo, niños y jóvenes a los que queremos educar con una mayor conciencia hacia la diversidad?
Tiene todo el sentido la inclusión de personajes de todas las características en un retrato ficcional moderno, ya que obedece a una representación fiel. No ocurre lo mismo con casos como la serie documental de Netflix sobre Cleopatra, que sugiere que Cleopatra VII tenía raíces africanas, mientras que en el resto de las representaciones su apariencia guardaba sentido con su origen griego, al ser hija de Ptolomeo XII, de ascendencia macedonia.
¿Hasta qué punto tienen sentido este tipo de modificaciones? ¿Cuándo son necesarias?, ¿cuándo representan un problema?
Incluso antes de la problemática social que ahora despiertan estos reboots, las adaptaciones de las obras de ficción desde siempre han traído consigo cierta polémica. Y, aunque eso no descarta que los cambios actuales sigan una agenda política, explican en buena parte la negativa de muchos a aceptar una obra distinta a aquella que conocieron como original.
Se trata de un falso Efecto de Primacía. El mismo que hace que las primeras impresiones o experiencias que tenemos con algo influyan en cómo percibimos las experiencias posteriores relacionadas y, específicamente en el contexto de la ficción, hace que nos resulte tan difícil acostumbrarnos a las reversiones o cambios en una historia después de haber visto la versión original.
¿Por qué falso efecto? Porque en muchos casos aquello que recordamos como la versión original no es más que otro remake de una historia anterior; de Scarface (1983) a My Fair Lady (1964), pasando por Madama Butterfly (1904) y El Fantasma de la Ópera (1986). Desde siempre, cine, teatro, ópera, literatura y todas las artes no han sido sino un soporte más de una constante reescritura.
Desde adaptaciones casi exactas hasta obras casi completamente nuevas: toda obra es una reversión de la anterior.
Es por eso que la mayoría de los creadores se oponen al fundamentalismo en las adaptaciones, cuando el espectador le exige una copia exacta a quien en ningún momento se propuso eso. Los artistas coinciden en algo: tal actitud limita también la capacidad de explorar nuevas perspectivas y narrativas, representa la muerte de la creatividad, limita el ejercicio creativo en su estado más básico: la posibilidad de alterar el presente.
Entonces, ¿hasta dónde es correcta la intervención? En ese sentido, la verdadera fidelidad no consiste en copiar las palabras, sino en capturar la esencia. ¿Cómo modifica la esencia de un producto cultural la inserción de ciertas narrativas cuando no vienen de una decisión propia del artista ni las exige aquello que quiere contar? ¿Tiene más sentido esta visibilidad que una que se esfuerce por contar sus propias historias?