Teatro de reflexiones pirománticas

Verán lo que yo quiera que vean, si es que acaso quieren ver algo, e imaginarán entonces lo que no sean capaces de ver, o lo que vean demasiado visiblemente. 

El hombre sube al escenario, todo a su alrededor es oscuridad. De pronto, un hálito de luz hiere de muerte la tiniebla de terciopelo. Viene de arriba, como la voluntad divina, y delata en su camino al polvo esquizofrénico, que huye. El rayo impacta el cráneo del orador y cae en un arenal de fragmentos. El hombre carraspea sin un solo rastro de sudor, y alza su mentón altivo.

—Dirigiéndome a ustedes, despreciable masa homogénea condenada a morir sin un nombre, seré franco y haré explícita una maniobra que pienso utilizar y de la que no puedo (ni quiero) prescindir. 

Levantó la vista un segundo y miró sin ver un punto en el horizonte inescrutable. Continuó.

—Ustedes, que marchan monetariamente convencidos de que mostrar es mejor que indicar, ustedes compran sin saber para qué y pagan sin saber por qué —hizo un gesto con el mentón, para infundirse seguridad— mienten de la manera más abyecta, que es la mentira a uno mismo, y esconden esto que yo sí les quiero mostrar (paradójicamente, supongo que les quiero mostrar algo indicándoselos). Farsantes prosélitos del equilibrio de una ficción; repiten una verdad de Perogrullo sin saber por qué. Yo por el contrario soy irremediablemente sincero en mis actos, e implacable en mis métodos… 

Debió haber improvisado una frase, porque perdió momentáneamente el hilo. En esa fugacidad recordó los tiempos del colegio, cuando imaginaba que el fibrofácil de los bancos reemplazaba en su jerarquía a las piedras preciosas. ¿No puede acaso el espejo de la guillotina ser el reflejo sobre el que bailemos eternamente en la mañana, y el filo del vidrio el verdugo que nos acaricie por única vez el cuello? 

—Decía, entonces, que quiero hacer un último acto, una empresa perdedora que reclame de nuevo el goce sin automatismos. Para eso, solo tengo que hablar como los aedos y no equivocar nunca una pausa. Para eso también es importante que me legitime como aquel que elige deliberada o accidentalmente no mostrar nada… —levantó la vista para ver si alguien quería objetar algo. 

Nadie dijo nada, o así nos llega el mensaje a nosotros.

Momentos antes, había llegado desnudo con su habitual cuerpo inexpresivo de maniquí. Era temprano cuando tomó su libreta y empezó a garabatear. «Sabrán entender…», sacó una flecha y anotó en el margen: «(o les haré entender a fuerza de repetírselos)», consideró que el paréntesis era fundamental, «que en este preciso instante…», aclaró con otra anotación: «con “instante” me refiero en realidad al futuro cercano», siguió: «diga que el común de la fiesta habla…», otro paréntesis ineludible: «(es decir, hablará)», «un idioma que ningún atributo destacable tiene. Verbo, sujeto, predicado, alguna preposición o declinación, pasado, presente y futuro, incapacidad para distinguir entre ser y estar, el tiempo de la certeza, el deseo y la posibilidad, cientos de miles de hablantes, ningún poeta y una fecha de caducidad; a saber, en las próximos dos mil palabras. 

Interrumpieron su concentración. Habían anunciado que el servicio de mesa pasaría cuando el reloj marcase las veinticinco. Yo, por mi parte, miré para los costados pero no pude descubrir de dónde había venido la voz. Volvimos a concentrarnos. Hubiera sido fácil (ahora me doy cuenta), de haber ocurrido esto más adelante, anticipar que los comensales pedirían lo que sus almas anhelaban morder.

Páginas atrás, antes de la interrupción, el orador había escrito: «En cualquier caso, soy yo el único que hubo estado ahí al momento de lo ocurrido…» precisó: «es decir, en un tiempo futuro que se referirá al pasado, soy yo el único que habrá estado allí al momento de lo ocurrido), «yo, el relator privilegiado de la historia: el elegido de Dios en este universo único…». Miró amenazante al público:

—¿Nadie?

¡Qué iban a decir ellos, si no podían hilvanar un mínimo pensamiento coherente, una sola línea estéticamente conmovedora!

Se había sentado en la mesa (lo supo porque él la había originado) que más se adecuaba a su desesperanza férrea.  Era de plástico, recubierta de una tela blanca que no tenía un nombre que le gustara (o que me dejara usar). 

Me hizo saber que esa tela angustiaba el tacto.

—El mundo en tal coyuntura nos ha exigido mostrar las costuras, pero las condena cuando las ve, se asusta, ¡se caga en el tuétano de sus pañales que ustedes desparraman en el pan de sus pucheros! —la gente lo oía con enajenación, pero no lo escuchaba. 

Dijo algo sobre que nos íbamos a morir, «idiotas», en un silencio desaforado. 

—Lo supe de antemano. Lo supe irrefrenablemente. Lo supe como lo sabe un perro que descubre el éxtasis en la sangre temblorosa de otro animal. Todos ustedes, los aquí presentes, el mocoso que no llegará nunca a los diez, la pareja de viejos que han agotado su tiempo, aquellos de allá que se han juntado en la unión del santo matrimonio para tachar un casillero (uno más) de su vida artificial, la prostituta oficinista que se fabrica sonrisas por internet para paliar un futuro cáncer, y aquel grasiento que se deleita imaginándola en una publicación suya de Instagrán «lo pronunció así». No es ni una mera impresión metafórica, ni una percepción figurada que deje deslizar, es la claridad lacerante de la realidad que yo, maldito narrador de la historia, no puedo dejar de notar. Ustedes graznan al hablar. 

Sucedió (ahora lo entiendo) en el mismo plano temporal en el que había transcurrido el discurso. Los comensales se abalanzaron sobre la comida, desovándose de la nada misma, y se retorcieron unos a otros, para atragantarse de hambre, del hambre que incendia el lujo o el pucho de la chatarra. Vi la hermosura eructada en la humedad de una casa sin padres, y vi la dorada cárcel de la codicia quebrar para siempre la imposible dentadura de un pájaro. Vi por último el hilo de ansiosa gasolina que tendía el orador. Y le perdoné entonces su brusquedad narrativa.

—Tóquenme este corazón pirómano.

Lo que siguió fue fácil. Lo imaginé párrafos arriba, escrutando momentáneamente los rostros que no lo miraban. Lo imaginé fruncir el ceño, molesto por la frase parca que yo debía completar: “Si les digo que, los que hablan, graznan, les estaré diciendo que, los que hablan, son pájaros». 

Fui incapaz de contenerme ante la voluptuosa fascinación que asomaba. Comí con pausa. Comí con tranquilidad. Tragué disciplinadamente el odio. 

Esperé a que terminara su digresión. Caminé con denuedo entre las plumas de la muchedumbre y alcancé la puerta, que trabé con excitación.

Ya sin esconder mi hastío, solté el fuego. 

Ilustración por Eugenia Mackay

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