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Tres poetas del Renacimiento de Harlem
Langston Hughes (1902-1967) fue uno de los mayores exponentes del Harlem Renaissance de los años veinte y también, más tarde, el principal representante de la cultura afro-estadounidense. A través de sus escritos y de sus intervenciones públicas tuvo como principal objetivo el progreso social y civil de la población de color de Estados Unidos.
Su primer poema en aparecer en una revista de gran alcance (Crisis, en 1921) fue “The Negro Speaks of Rivers”, escrito tras graduarse de la escuela, a los diecisiete años, mientras cruzaba el río Mississippi camino a México.
Su poesía desprecia las formas clásicas, empleando los ritmos populares negros, tal como los espirituales, el bop, el jazz y el blues. Se puede notar, a la vez, la gran influencia que tuvieron en él Carl Sandburg y Walt Whitman.
Algunos de los libros de Hughes son The Weary Blues (1926), Fine Clothes to the Jew (1927), The Negro Mother and Other Dramatic Recitations (1931), Dear Lovely Death (1931), Scottsboro Limited: Four Poems and a Play (1932), Shakespeare in Harlem (1942) y Montage of a Dream Deferred (1951).
The South
The lazy, laughing South
With blood on its mouth.
The sunny-faced South,
Beast-strong,
Idiot-brained.
The child-minded South
Scratching in the dead fire’s ashes
For a Negro’s bones.
Cotton and the moon,
Warmth, earth, warmth,
The sky, the sun, the stars,
The magnolia-scented South.
Beautiful, like a woman,
Seductive as a dark-eyed whore,
Passionate, cruel,
Honey-lipped, syphilitic—
That is the South.
And I, who am black, would love her
But she spits in my face.
And I, who am black,
Would give her many rare gifts
But she turns her back upon me.
So now I seek the North—
The cold-faced North,
For she, they say,
Is a kinder mistress,
And in her house my children
May escape the spell of the South.El Sur
El perezoso, risueño Sur
con sangre en su boca.
El Sur de rostro soleado,
fuerte como bestia,
cerebro de idiota.
El Sur con mentalidad de niño
rascando en las cenizas del fuego apagado
por los huesos de un Negro.
El algodón y la luna,
tórrida, tierra, tórrida,
el cielo, el sol, los astros,
el Sur de esencia de magnolia.
Hermoso, como una mujer,
seductivo como una puta de ojos oscuros,
pasional, cruel,
labios de miel, sifilítico—
eso es el Sur.
Y yo, que soy negro, lo amaría
pero escupe en mi cara.
Y yo, que soy negro,
le haría muchos regalos
pero me da la espalda.
Así que ahora busco el Norte—
el Norte de rostro fresco,
porque él, dicen,
es un amante más gentil.
Y tal vez en su casa mis hijos
escapen del hechizo del Sur.***
Countee Cullen (1903-1946) fue otra de las voces más representativas del Harlem Renaissance. Cullen ingresó a la Universidad de Nueva York después de la secundaria. Casi al mismo tiempo, sus poemas se publicaron en The Crisis, bajo la dirección de W. E. B. Du Bois, y en Opportunity, una revista de la National Urban League. Poco después fue publicado en Harper’s, Century Magazine y Poetry. Ganó varios premios por su poema “Ballad of the Brown Girl” y se graduó en la Universidad de Nueva York en 1925. Ese mismo año publicó su primer volumen de versos, Color, y fue admitido a la Universidad de Harvard, donde completó una maestría en inglés.
Si bien Cullen estuvo expuesto a las ideas y anhelos afro-estadounidenses, su educación formal tuvo influencias casi totalmente blancas. Esta dicotomía es central en su obra y, de este modo, Cullen se opuso poéticamente a su gran amigo Hughes. En la biografía que introduce los poemas de Cullen, en Caroling Dusk (antología fundamental del Renacimiento de Harlem, editada por él mismo), dice: “Como poeta es un conservador acérrimo, amante de la línea mesurada y la rima hábil […]. Ha dicho, tal vez con una reiteración repugnante para algunos de sus amigos, que desea que cualquier mérito que pueda haber en su obra fluya de ella únicamente como la expresión de un poeta, sin consideraciones raciales que la refuercen. Sigue opinando lo mismo“.
Podemos ver en su poesía la influencia de Milton, Blake y Keats, e incluso de los griegos antiguos como Eurípides, a quien tradujo.
Otras colecciones de poesía de Cullen son Copper Sun (1927), The Black Christ and Other Poems (1929) y On These I Stand: An Anthology of the Best Poems of Countee Cullen (1947).
From the Dark Tower
We shall not always plant while others reap
The golden increment of bursting fruit,
Not always countenance, abject and mute,
That lesser men should hold their brothers cheap;
Not everlastingly while others sleep
Shall we beguile their limbs with mellow flute,
Not always bend to some more subtle brute;
We were not made to eternally weep.The night whose sable breast relieves the stark
White stars is no less lovely being dark,
And there are buds that cannot bloom at all
In light, but crumple, piteous, and fall;
So in the dark we hide the heart that bleeds,
And wait, and tend our agonizing seeds.Desde la torre oscura
No vamos a plantar por siempre mientras otros cosechan
en aumento la fruta rebosante,
no siempre tolerar, abyectos y mudos,
que unos tengan a sus hermanos por poco;
no perpetuamente mientras otros duermen
vamos a entretenerlos con blandas flautas,
ni hincarnos ante un bruto más sutil;
no fuimos hechos para llorar eternamente.La noche cuyo seno tinto alivia las férreas
estrellas blancas no es menos bonita por ser oscura,
y hay tallos que no pueden florecer siquiera
en la luz, y se rompen, penosos, y caen;
por eso escondemos en la sombra el corazón que sangra,
y esperamos, y cuidamos nuestras semillas agonizantes.***
Gwendolyn Brooks (1917-2000) es una de las poetas más respetadas, influyentes y ampliamente leídas de la poesía estadounidense del siglo XX. Fue una poeta muy consagrada, incluso en vida, con la distinción de ser la primera autora negra en ganar el Premio Pulitzer. También fue consultora de poesía de la Biblioteca del Congreso, la primera mujer negra en ocupar ese puesto, y poeta laureada del estado de Illinois. Muchas de las obras de Brooks muestran una conciencia política, especialmente las de la década de 1960 y posteriores, y varios de sus poemas reflejan el activismo por los derechos civiles de ese período.
Su cuerpo de trabajo le dio, según el crítico George E. Kent, “una posición única en las letras estadounidenses. No sólo ha combinado un fuerte compromiso con la identidad racial y la igualdad con un dominio de las técnicas poéticas, sino que también ha logrado cerrar la brecha entre los poetas académicos de su generación en la década de 1940 y los jóvenes escritores negros militantes de la década de 1960”.
Algunos de sus libros de poesía son A Street in Bronzeville (1945), The Bean Eaters (1960), For Illinois 1968: A Sesquicentennial Poem (1968), Riot (1969) y Beckonings (1975).
The Last Quartrain of the Ballad of Emmett Till
After the Murder,
After the Burial
Emmett’s mother is a pretty-faced thing;
the tint of pulled taffy.
She sits in a red room,
drinking black coffee.
She kisses her killed boy.
And she is sorry.
Chaos in windy grays
through a red prairie.La última cuarteta de la balada de Emmett Till
Después del Asesinato,
Después del EntierroLa madre de Emmett es una cosa muy bonita;
un tinte caramelo estirado.
Se sienta en una habitación roja,
bebiendo café negro.
Besa a su niño asesinado.
Y lo siente.
Caos en grises ventosos
a través de un rojo prado.
Los poemas fueron traducidos por Ignacio Oliden y extraídos del libro Poetas del Renacimiento de Harlem (Buenos Aires Poetry, 2023), editado por Juan Arabia e Ignacio Oliden.
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Un comentario sobre la inclusión y la libertad artística
“Es mejor forzada a inexistente”, “No es forzada puesto que siempre han existido las minorías, sólo que no estaban representadas”, estos son algunos de los argumentos de quienes defienden la inclusión y una mayor representación de la diversidad en las producciones de ficción. Sin embargo, ¿qué problema esconde para la libertad creativa? ¿Es realmente sincero este cambio de paradigma? ¿Es válido en estos casos hacer oídos sordos a lo que evidentemente también pertenece a una agenda política?
El problema viene de mucho antes de que aparecieran actrices distintas al fenotipo esperado en papeles protagónicos de historias clásicas (sí, es obvio que hablamos de Disney y sus, últimamente muy polémicos, live action). Incluso antes de aquellos polémicos requisitos mínimos de inclusión y de diversidad racial que impuso la Academia en su momento en los Oscar.
Desde mi punto de vista, siempre priorizaré la calidad artística, aunque entiendo perfectamente la causa que otros defienden. Y, por eso, mi punto no se trata de qué tan problemática o necesaria pueda ser realmente esta representación inclusiva de la diversidad o de la justicia poética que representa esta inclusión supuestamente forzada como una respuesta a la falta de representación histórica en los productos culturales. Lo que me hace ruido en realidad es si es real esta inclusión, si es suficiente, si es significativa o si por el contrario únicamente atenta contra la expresión y la libertad creativa, como algunos apuntan.
Partamos de lo evidente, la inclusión ejercida por las corporaciones no es mucho más que una estrategia de mercado, con un mundo que ha cambiado y que afortunadamente cuenta con nuevas generaciones que se interesan y luchan por las causas sociales, que creen en la diversidad, que ven de forma negativa esta subrepresentación de diversas minorías. ¿Pero estos cambios son realmente una herramienta efectiva para abordar la desigualdad y promover una sociedad más justa? Algunos creadores coinciden en que este nuevo abordaje da lugar a personajes y tramas poco realistas, ¿sería entonces el tipo de inclusión que se está buscando?, ¿sería la representación correcta para, por ejemplo, niños y jóvenes a los que queremos educar con una mayor conciencia hacia la diversidad?
Tiene todo el sentido la inclusión de personajes de todas las características en un retrato ficcional moderno, ya que obedece a una representación fiel. No ocurre lo mismo con casos como la serie documental de Netflix sobre Cleopatra, que sugiere que Cleopatra VII tenía raíces africanas, mientras que en el resto de las representaciones su apariencia guardaba sentido con su origen griego, al ser hija de Ptolomeo XII, de ascendencia macedonia.
¿Hasta qué punto tienen sentido este tipo de modificaciones? ¿Cuándo son necesarias?, ¿cuándo representan un problema?
Incluso antes de la problemática social que ahora despiertan estos reboots, las adaptaciones de las obras de ficción desde siempre han traído consigo cierta polémica. Y, aunque eso no descarta que los cambios actuales sigan una agenda política, explican en buena parte la negativa de muchos a aceptar una obra distinta a aquella que conocieron como original.
Se trata de un falso Efecto de Primacía. El mismo que hace que las primeras impresiones o experiencias que tenemos con algo influyan en cómo percibimos las experiencias posteriores relacionadas y, específicamente en el contexto de la ficción, hace que nos resulte tan difícil acostumbrarnos a las reversiones o cambios en una historia después de haber visto la versión original.
¿Por qué falso efecto? Porque en muchos casos aquello que recordamos como la versión original no es más que otro remake de una historia anterior; de Scarface (1983) a My Fair Lady (1964), pasando por Madama Butterfly (1904) y El Fantasma de la Ópera (1986). Desde siempre, cine, teatro, ópera, literatura y todas las artes no han sido sino un soporte más de una constante reescritura.
Desde adaptaciones casi exactas hasta obras casi completamente nuevas: toda obra es una reversión de la anterior.
Es por eso que la mayoría de los creadores se oponen al fundamentalismo en las adaptaciones, cuando el espectador le exige una copia exacta a quien en ningún momento se propuso eso. Los artistas coinciden en algo: tal actitud limita también la capacidad de explorar nuevas perspectivas y narrativas, representa la muerte de la creatividad, limita el ejercicio creativo en su estado más básico: la posibilidad de alterar el presente.
Entonces, ¿hasta dónde es correcta la intervención? En ese sentido, la verdadera fidelidad no consiste en copiar las palabras, sino en capturar la esencia. ¿Cómo modifica la esencia de un producto cultural la inserción de ciertas narrativas cuando no vienen de una decisión propia del artista ni las exige aquello que quiere contar? ¿Tiene más sentido esta visibilidad que una que se esfuerce por contar sus propias historias?
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Últimos rastros de coherencia
El siguiente es un recopilado del diario de un ciudadano común, que cayó en la locura. Me tomé el trabajo de recopilar las secciones que reunían algo de coherencia, encontrando cierto hilo conductor dentro de la demencia del sujeto. Es posible que, a través de este y otros registros, podamos algún día entender mejor a aquellos que sufren de padecimientos similares. Las fechas exactas y el nombre del sujeto se mantendrán censuradas por razones obvias.
3 de julio, 19…
El doctor afirma que tengo que escribir lo que pienso. Que como me gusta escribir me va a resultar fácil. Sabe mucho el doctor, mejor hacerle caso. Así que empiezo.
Me llamo […], pero me dicen […] porque me gustaba correr a las palomas. Nací un mayo, hace mucho. Me gusta escribir porque entonces lo que pienso se vuelve real. Y es más fácil hablarle al papel que al doctor. Me da miedo que después lea todo y no me entienda. Tal vez el papel tendría que ser mi doctor.
7 de julio, 19…
El día comenzó a desmejorar cuando comencé a sospechar de mi identidad.
Seguramente se trate de la falta de fotos. Cuando uno posee fotos, posee su propia identidad. Es una pequeña descarga en ese montón de gelatina y electricidad que conservamos dentro del cráneo. Se completa una larga caminata de estímulos con destino final en la memoria. Una foto es el registro de la emoción. Y ésta, la fruta que disgusta todo el proceso. No uso esa palabra deliberadamente. En lo absoluto. La identificación no puede resultar menos obvia. Imaginen nada más cómo se puede confiar en ello. Es sólo un pequeño tornillo cuyas roscas pueden estar formados de cualquier pequeño sentimiento. Es casi improbable que éste no tenga un origen en la confusión. La foto en cambio no deja lugar a dudas. A menos, claro, que no se conozca la propia identidad, ¿comprenden el juego? Una boa que se come su propia cola. Ese debería ser su símbolo. Todo tiene un símbolo. Y la metáfora es dulce. ¿Por qué no triunfa sobre ese montón de gelatina y electricidad?
La punta de flecha lo logró. Es más visible que el mismísimo músculo. Por supuesto que se debe a su excelente distribución. ¿Qué logia maldita creó un mensaje tan excelente en el mundo de los símbolos? ¿Con qué fin? Lamento mucho no tener fotografías para recordarlo. Así sabría si la foto que estoy observando en este instante es parte o sólo es otro tornillo de confusión. Incrustado en mi memoria con sus crestas de mentiras lastimándolo todo. Quizás por eso me duele tanto la cabeza. Pero no encuentro las herramientas en ninguna parte ¿Cómo recordar la identidad sin las herramientas? Sé que es difícil de solucionar. Solía confiar en ellas y me preocupa que ya no estén. Sé que la idea de robo no es posible ¿Por qué robarlas? A menos que también sientan que su boa ya se está acabando el manjar. Es posible, es posible. Debo encontrar un nuevo confidente, eso es seguro.
26 de septiembre, 19…
Creo haberlo solucionado. Es obvio, ¿por qué es el canino el más fiel de los amigos? Por su capacidad de protección. Su ladrido es el rugido de batalla de toda la dulce, dulce seguridad construida en base a la cercanía del fuego. Un guardián que ronda en las sombras a cambio de migajas del alimento. Ahí se encuentra mi respuesta. Fuego, fuego, fuego. Luz ancestral que vigila los actos más privados de nosotros, seres seguidos por un dios de símbolos y analogías. Pero el fuego nos puede acabar. Falta de los mecanismos, ¿se entiende? Demasiada destrucción en manos de adoradores de ídolos. Quienquiera que sea, fue inteligente en ese aspecto. Como yo. Entiendo perfectamente que los golpes y consignas son el rito ya olvidado de aquellos que resguardaban su luz. Tanto de nosotros a ellos, como de ellos a nosotros, y nosotros por nosotros. Un rito de fácil aprendizaje. El tacto. Un integrante de todo el mecanismo de carne y tendón y electricidad. Y la boa, no olvidemos a la boa. Su grito es el mío cuando se pierde en la garganta. Pero fuimos inteligentes. Como yo. Fuimos inteligentes y creamos una cárcel de vidrio. Aislante de sus malas intenciones. Aun perseverante en sus ansias de destrucción. El tacto avisa. Su esfuerzo es mayor pero no suficiente para que pueda engañarnos. Por eso resultó obvio que sería la lámpara.
Nota: aquí comienza mi teoría de la formación. A partir de los diagnósticos recientes en respuesta a los casos de psicosis o alucinaciones, el sujeto decide tomar un objeto físico como destinatario de sus razonamientos. En este caso, la formación es la lámpara. Creo que tiene como objetivo centrar el pensamiento del sujeto. Parece lograrlo, ya que a partir de este punto su comprensión comenzará a verse mucho menos abstracta. Mi primera conjetura es pensar en una respuesta neuronal estimulada por el propio paciente, desde su subconsciente.
19 de abril, 19…
La lámpara es un magnífico aliado, si se la tiene en cuenta. Es natural el temor producido por la oscuridad. Es la respuesta del instinto activándose ante la debilidad absoluta del hombre. Sus ojos, ¿qué observamos? ¿Qué es cierto para estos faros de posibilidades? Todo se dificulta en la oscuridad. No hay forma de reconocer a la bestia lista para devorarnos. La prisión de cristal nos permite dar algo de claridad a los misterios de las sombras.
No dudé cuando la lámpara me habló. Únicamente me pregunté si otros muebles tendrían la capacidad. Sé que no suena coherente, pero antes no había sonado coherente que la lámpara lo hiciera, y sin embargo allí estaba. No había otra explicación posible. Y como ya he dicho tenía sus razones. Su propósito. ¡Qué maravilla ser lámpara! Una voz magnífica en suma. Algo chirriante, pero considero que es lógico teniendo en cuenta su mecanismo. Me mostró claramente el problema. El acertijo estaba en la propia defensa. Por supuesto que las fotografías buscaban ser la llave. Las pequeñas invasoras querían jugar aún más con mi cabeza. Enseguida comprendieron que mi única debilidad estaba en la memoria. Astutas, muy astutas. Las quemé. Con los cuidados necesarios, por supuesto. No queremos que se escape de su jaula de vidrio. La lámpara es sabia. La mantendré prendida esta noche. Ella me protegerá.
Nota: el sujeto parece temerles a las sombras, ¿posible trauma en la oscuridad? Tal vez el evento traumático se originó en la noche.
31 de octubre, 19…
Me pregunto cuál es su verdadero nombre. Es común que no lo quiera revelar. Los símbolos están en la palabra dada en el primer día. No deben tomarse a la ligera.
19 marzo, 19…
Hoy no es un buen día. Los tambores me quitan el aliento. Cuando quieren terminar, una orden invisible los obliga a continuar. La lámpara me quema los ojos. Prometió cuidarme, pero no puede cuidarme de ella misma. Me gustaría reírme, pero duele mucho ¿Por qué tanto? Entiendo que me quiera mostrar los ritos, pero ya los comprendí. Los llevó a la práctica, ¿cuándo pararán? Sería más fácil si pudiera entrar y decirles, pero sólo la lámpara puede y no me deja. Y me duelen los ojos y me duele la cabeza. Los estúpidos tambores y la estúpida jaula de vidrio. Tal vez deba romperla ¿Qué tan malo sería? Creo que puedo controlarlo. Soy inteligente, ¿no es cierto, lámpara? Lámpara dice que sí.
Me gustaría aflojar el tornillo. Recordar si es verdad aquel desperdicio. Creo que fue ayer. Es el problema con la lámpara. No puede seguirme a todas partes, o no tendría luz. Imagino morir cada vez que me desconectan. Qué atroz. Agradezco que me cuide. Debe ser por las veces que murió. Debe entenderme por ello.
8 noviembre 19…
Me quiere engañar. Confié demasiado en ella. Claramente quería que la liberase. Buscaba que esté cómodo. Que baje la guardia, y atraparme. Y yo confié en ella. Me pregunto si las fotografías fueron parte del complot, o un bando derrotado por sus enemigos. No puedo confiar en nadie. Si ella no fue leal, entonces, ¿quién me queda? No puedo distinguir a nadie en la oscuridad, pero no puedo confiar en la luz. Los tambores no se callan. La lámpara no se calla. Quiero sentirme a gusto de nuevo, ¿alguna vez estuve a gusto? Las imágenes son demonios que bailan alrededor de las llamas en las que solía confiar. Es una violación. Lamen los recuerdos que solía tener.
¿Quién es ese niño? ¿Quién es mi dedo? ¡Dejen de gritar!
3 marzo 19…
La apagué. La apagué. Me río mientras escribo. Me río porque luego vendrá la noche, y no reiré. Quiero que los días se conviertan en horas. Quiero que me salve la mujer que vi en sueños. O recuerdos. O sueños y recuerdos. Quiero sentirme a gusto.
Nota: psicosis extrema, las siguientes páginas no contaban con coherencia suficiente.
26 enero 19…
¿Qué pasaría si existo?
18 mayo 19…
En serio, ¿qué pasaría?
4 julio 19…
Pienso en el héroe que no es héroe. Aquel que cayó en la trampa de su reflejo. ¿Por qué cayó en esa trampa? Su reflejo es mentiroso como la lámpara. Nunca seré yo. Imagen bastarda que no es yo, porque es sólo reflejo. No se puede confiar en él, ¿no se puede confiar en nadie? ¿Qué es verdad?
29 febrero 19…
Lo comprobé mirando el espejo. Me devolvió la vista. Lo veo y me ve ¿Por qué no emite sonido? Sonríe mostrando los dientes y los abre y los abre. La piel se tensa y me duele la mandíbula. Me duele su mandíbula, ¿ese soy yo? ¿Por qué no emite sonido? Tiembla su cara porque ya no puede abrir más la boca. ¿Qué pasa si corto?, ¿terminarán los tambores?
Nota: comienzos de los ataques de violencia contra él mismo.
33 agosto 19…
Me saque los dientes para que no me asuste. Pero el reflejo es ahora un tajo de labio y sangre. Macabro. Me duele la boca, pero los tambores pararon un rato. Cada vez que volvían, le arrancaba otro diente. Pero ahora no tengo más y los tambores están volviendo a sonar. Es algo así como un pum-pum-pum, pum pum-pum-pum pum. A veces me doy cuenta de que es él golpeándome la cabeza contra el espejo, y no los tambores.
¿78 mayo? 19…
Las tres Furias me dijeron en las premoniciones que todo ocurre […] aún duele. Hay olor raro en el tiempo […] No puedo sostener bien lo que […].
Nota: las manchas de sangre no dejan leer.
22 diciembre 20….
Me encontré en el pasillo. Leo mi diario, doctor, y no me acuerdo escribir sobre eso. No me acuerdo escribir eso. Sí me acuerdo de la lámpara. Me gritaba mientras dormía, ¿o me alumbraba? ¿Qué hacían las lámparas?, ¿gritaban o alumbraban?
¿Entonces quién gritaba?
Nota: psicosis extrema, las siguientes páginas no contaban con coherencia suficiente
6 septiembre 19…
Estoy seguro de que no estoy solo. No roba nada, pero me observa. Me observa mientras duermo. Me observa cuando me observo. Siempre está en la esquina. ¿Por qué escribe? ¿Por qué me quitó el nombre y borra mis fechas? ¿Fue él? ¿Siempre fue él?
Nota: comienza a sospechar. Está a punto de caer.
¿28 abril? 1…
¿¡Quién eres!? ¿Por qué escribes en mi cuaderno? ¿Por qué dejas notas? ¿Eres la lámpara? Por favor, préndete, por favor, por favor, por favor. No quiero más oscuridad. Quiero sentirme a gusto, ¡quiero sentirme a gusto! No quiero que escriba más en mi cuaderno. No quiero que me llame sujeto. Quiero mi nombre. Quiero mis fotos, ¿y tú por qué no haces nada? ¿Por qué te quedas mirando sin hacer nada? ¡Ayúdame, por favor! Ayúdame, por favor, ayúdame. Páralo, por favor, no quiero llorar más. ¿Cuándo dejé de escribir? ¿Por qué no se acaba? No estoy solo, no estoy solo, no estoy solo […].
Nota: las palabras se repiten hasta el hartazgo
Ilustración por Eugenia Mackay
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¿Sueñan los humanos con realidades paralelas? El problema de Everything Everywhere All at Once
Two roads diverged in a yellow wood,
And sorry I could not travel both
Robert Frost , “The Road Not Taken”Me tomaré la libertad de comenzar este texto aceptando que —probablemente— el juego de las expectativas me arruinó esta cinta incluso antes de verla.
Y eso se debe a tres razones: primero, la vi luego de los Oscars, cuando no pude escapar más este fenómeno de semanas en las que, tal como espera la industria, no se habla de otra cosa. Entonces, la vi luego de convertirse en una ganadora excepcional: una película de ciencia ficción, comedia y aventura (ya que no fuese una cinta bélica la hacía innovadora de por sí, más con una contrincante que parecía cumplir todos los requisitos como All Quiet on the Western Front) de un tema que sabemos no es el preferido de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (ni la mismísima Matrix en el 2000 logró ganar la estatuilla a mejor película). Con nada más y nada menos que Jamie Lee Curtis (razón suficiente para ver cualquier película) y hecha por un equipo que parecía haberse enfrentado a todas las adversidades (como todos sabemos —pues se han encargado de destacarlo lo suficiente— la película contaba con un presupuesto limitado, algunos trabajaron desde sus hogares durante la pandemia y varios del equipo de edición aprendieron a editar usando tutoriales de YouTube) y aún así crearon una cinta que casi todos calificaban como “una maravilla visual”. Una verdadera hazaña.
Hablar sobre el equipo me lleva a la segunda razón: los Daniels (Daniel Kwan y Daniel Scheinert), sus directores que vinieron al mundo únicamente a divertirse y que hicieron una de mis películas favoritas Swiss Army Man (2016), una cinta que apenas salió de la esfera de cine indie, de una estética hermosa, llena de humor y a la vez conmovedora y diferente a cualquier locura que hubiese visto antes. Descubrir qué habría hecho este peculiar equipo (que viene de la industria de la publicidad y los videoclips) esta vez me despertó una enorme curiosidad.
Y, por último, el tema de las realidades paralelas, que desde siempre ha sido uno de mis favoritos. Lo que hacía que la película me pareciera interesante de antemano, pero a la vez la enfrentaba en una competencia complicada, con producciones que (y con esto me adelanto) considero que le dieron un tratamiento más interesante (y por mucho): desde la sombría Donnie Darko (2001), hasta la ya demasiado conocida Interstellar (2014), pasando por una de la primeras en ahondar en esta temática: The Butterfly Effect (2004), una de mis favoritas personales: Mr. Nobody (2009), películas no tan conocidas pero igual de brillantes como Primer (2004) y Coherence (2013) o series de moda como Dark (2017) o Alice in Borderland (2020).
Pero, entonces ¿cuál es el problema de Everything Everywhere All at Once? Ya se habló lo suficiente de todos los aspectos positivos de la cinta (motivados en gran parte por todo lo que mencioné al inicio), que hacen resaltar aún más su originalidad y creatividad que en la práctica son innegables. Ahora, ¿qué podría haber funcionado mejor?
Para esto, retrocedo un momento al tema de la película: las realidades paralelas y qué nos hace tan propensos a interesarnos ante producciones que lo aborden. Como escribe Brian Greene en The Fabric of the Cosmos: “la creencia en realidades alternativas es una necesidad humana fundamental”. Es libertad y escape. Y obedece principalmente a dos principios: el primero es que es una necesidad que surge de nuestra propia limitación como seres humanos, una forma de reconciliación con nuestra vidas limitadas y finitas. El segundo es que nos da la libertad de imaginar todo lo que podría ser y nos permite encontrar consuelo en la idea de que las cosas podrían haber sido diferentes.
Sin embargo, y en contraposición, existe una tercera, que explica el por qué específicamente en esta época nos resultan tan atractivos estos temas y, al mismo tiempo, explica también el por qué, aun con la carencia de algo tan importante cómo lo que mencionaré en el siguiente punto, la película logra el efecto deseado en el espectador y algunos incluso la consideran igualmente conmovedora. La cuestión es que la película brinda el mensaje tranquilizador que esta generación —inconforme por naturaleza, en la permanente búsqueda de ese “algo más”, en plena época del FOMO y siempre con la sensación de estar “perdiéndose de algo”— necesita: no existe otro camino mejor que el elegido.
Ese mensaje al parecer necesario y poderoso, habla tan directamente al espectador que este decide pasar por alto algo que debería ser primordial en una película no sólo de este género, sino de cualquier otro: la emoción. Al intentar abarcar tanto (tantas historias, tantos géneros, tantas líneas de tiempo), la película no desarrolla lo suficiente a ninguno de los personajes como para que siquiera nos preocupemos por ellos.
Y no tiene nada que ver con las impecables actuaciones de Michelle Yeoh, Jamie Lee Curtis y Ke Huy Quan, que sin dudas merecen todo el reconocimiento recibido. Se trata de la forma en la que está escrita, un guión que decide dejar de lado totalmente aspectos elementales de la historia que nos impiden conectar con sus protagonistas. Es casi imposible para el espectador llegar a identificarse plenamente y generar empatía con el personaje de Evelyn Quan, a pesar de que —a nivel muy superficial— es una historia con la que cualquiera, en algún momento de su vida, podría sentirse identificado. Una premisa tan básica que raya casi en el lugar común: alguien que odia su vida tal como es en el presente, que siente que “no es buena para nada” pero está llena de sueños y frustraciones de todo lo que pudo ser (y que, de hecho, es mejor en otras realidades). Evelyn se siente atrapada en la rutina de una vida a la que no le halla el sentido, en las deudas de un negocio que en realidad no le interesa; con una familia que, al menos al inicio, parece estar totalmente desconectada. Lo tiene todo para que nos sintamos identificados, para que la acompañemos en el sentimiento, aun así no sucede.
Ni hablar del evidente problema de su hija Joy, quien resulta también ser la villana Jobu Tupaki, alguien cuyo dolor tampoco terminamos nunca de entender, no se explican bien los motivos, se siente forzada su motivación y esto termina eliminando el sentido de prácticamente toda la odisea que atraviesan las protagonistas y también desecha toda posibilidad de despertar emociones en el espectador al momento del desenlace, en el que su conexión como familia se ve restaurada. Toda victoria resulta vacía.
Sin embargo, al final nada de esto importa, siempre que el espectador obtenga la respuesta que necesita. Por eso, cuando llega el momento, se conforma con ese único mensaje, ese de que incluso en la realidad paralela de una vida perfecta de fama, dinero y lujos, Waymond y Evelyn no están juntos y, por tanto, son infelices.
Cuando en la escena del callejón, el personaje de Waymond le dice a Evelyn que en otra vida realmente “le hubiera gustado simplemente lavar ropa y pagar los impuestos con ella”, damos con la única certeza que desde un principio estábamos buscando: no existe una vida mejor que esa que elegimos.
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Sobre las bibliotecas
Muchas veces escribir es recordar
lo que nunca existió. ¿Cómo lograré saber
lo que ni siquiera sé? Así: como si recordase.
Con el esfuerzo de la “memoria”, como si
nunca hubiera nacido. Nunca nací, nunca
viví: pero recuerdo, y el recuerdo está en
carne viva.
“Lembrar-se”, C. LispectorLa verdadera patria del hombre es la infancia.
Rainer Maria RilkeNunca entendí (aunque una parte de mí los envidia) a todos aquellos que no tienen (ni desean tener nunca) una biblioteca. Hablo, por supuesto, de las personas que leen y aun así no disfrutan de la acción de almacenar libros. De aquellos que no, no los abordaremos en este texto.
Y es que probablemente ni todas las mudanzas del mundo me permitan llegar a tal nivel de desapego, de ejercicio pleno y nada vanidoso de lectura.
Nada de pilas de libros por leer acumulando polvo, de esos que llegan a casa en un impulso de que tendrás más tiempo y energía de la que realmente tendrás en los próximos meses. Nada de paredes de libros para exhibir en la sala esperando a que las visitas hagan alguna pregunta curiosa que dé el pie necesario para comenzar alguna conversación pretenciosa.
Leyendo Una casa llena de gente, de Mariana Sández, me reí de mí misma por todas las veces que en algún momento actué de forma parecida a los padres de la protagonista, cuya obsesión por los libros los hacía elegir donde vivirían de acuerdo con cuánto espacio tendrían para sus libros.
Entre risas y vergüenza, me sentí identificada porque más de una vez gasté horas pensando cómo luciría mi biblioteca en un nuevo lugar. O, incluso, más específicamente, sentí, de a momentos, que mi vida no volvería a ser “vida”, hasta que lograra tener una de nuevo.
Recuerdo que mientras vivía con mis padres me hacían tener mis libros acumulados en el último cuarto de la casa. En la habitación más pequeña, alejada y expuesta al polvo. Me molestaba, pero no podía hacer mucho más, sino soñar en cuando tuviera mi propia casa y pudiera, en otro ejercicio vanidoso, exhibirlos en el living, mirarlos orgullosa, pensando todo lo que ahora habitaba para siempre en mi mente, aunque lo último no fuese sino una mentira.
Y lo digo porque siempre pensé que muchos de los que logran abordar el ejercicio de la lectura de una forma tan madura, además de practicar el desapego, han de tener una excelente memoria, virtud que nunca tuve.
Jamás pude recordar lo suficiente de todo lo que leía, ni hablar de memorizar diálogos enteros como hacen algunos amigos.
Me tomó algunos años, pero hice las paces con el hecho de que jamás sería capaz de hacer algo así e hice lo posible por disfrutar de la actividad en sí misma. Como si mi mente fuera uno de esos mandalas tibetanos que los monjes destruyen al terminar sólo para probar que nada permanece.
Así, de la misma forma en que Aureliano hizo de su memoria una de papel para combatir la peste del olvido, los libros representaban para mí un objeto maravilloso, capaz de guardar en ellos todos los misterios y la memoria del mundo y preservarla a salvo para siempre.
Y como yo tenía que resguardar mi memoria artificial a toda costa y cuando emigré no podía viajar con todos mis libros, elegí de forma arbitraria los que traería conmigo. Con el pasar de los años, pude ver que aquella razón no era más que una excusa.
En aquel momento traje solamente libros de mi país, con la falsa certeza de que en cuanto me reestableciera podría reconstruir mi biblioteca anterior sin esfuerzo, siempre que los libros que dejara abandonados pudieran encontrarse también en el resto del mundo.
La verdad es que en los años posteriores ni siquiera hice un esfuerzo minúsculo por recuperar ninguno de los libros que dejé. Los años pasaron y mi biblioteca se fue llenando de nuevos descubrimientos, algunos mejores y otros peores. Ni siquiera volví a leer ninguno de los que traje, más allá de alguna referencia para un texto académico o alguna página gastada y aleatoria de un poemario.
Pero, entonces, ¿qué me llevó hace cinco años a traer más de diez kilos de libros camuflados en mis maletas? En definitiva, fue una decisión motivada por una sola razón: el terrible temor de perder algo para siempre.
Estaba segura de que, de no poder recuperar alguno de los tomos de aquella biblioteca, un retazo de mi vida anterior había terminado y sería imposible de recuperar. Como en El triunfo de los otros, la pérdida de la biblioteca era sinónimo de destrucción permanente.
Aunque nunca fui demasiado patriota, los primeros años del exilio fueron difíciles. Más que todo porque, como Kundera sabe, “el crepúsculo de la desaparición baña todo con la magia de la nostalgia” y esa ilusión que recordamos no es más que una realidad edulcorada. Lo sabemos e igual la elegimos. Ningún pasado es tan bueno, pero la memoria es donde habita la felicidad.
Y el único lugar donde existía mi vida pasada eran mis libros. Mi biblioteca era una patria independiente, que no iba a permitirme olvidar.
Pero la memoria es un territorio engañoso para todos y, aunque nadie está exento de sus peligros, todos tienen sus mecanismos para lidiar con ella. Cada quien halla un salvavidas al que asirse.
Poco tiempo antes de que el alzhéimer de mi abuela empeorara al punto de no reconocerse en el espejo, ella seguía leyendo sus libros. Aunque tardara horas en leer una sola página, ya que no había comenzado el segundo párrafo cuando ya no recordaba cómo terminaba la línea anterior. Hasta el último minuto de su vida conservó la voluntad de seguir leyendo.
Incluso al final solía dejar apuntes en los márgenes y, aunque incomprensibles, estos parecían una especie de mapa, que me gustaba pensar que la llevaba de regreso a alguna parte. Su propia forma de luchar contra la peste del olvido.
Aunque más tarde también olvidara cómo leer y le costara incluso entender el sentido de las oraciones cuándo le leían en voz alta, el tan sólo ver la portada de un libro parecía recordarle algo muy importante, como quien escucha una vieja canción.
Desde entonces sé que, independientemente del ejercicio de la lectura y de todos aquellos que van por el mundo libres sin aferrarse a ningún objeto, mis libros son una posesión irrenunciable en este mundo en el que todos somos náufragos. Una guía de regreso a ese lugar al que todos queremos volver.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Entre las líneas, la verdad. El caso de “Antígona: una tragedia latinoamericana”, de Rómulo Pianacci
Hay un mensaje invisible pero común, apenas tangible tras un inmenso esfuerzo de concentración, que percibo a veces, pero nunca el tiempo suficiente para marcarlo para siempre en el papel, que me dice que la escritura académica es pura pantomima y que la industria que la legitima con sus libros publicados es un fraude, una estafa; un conjunto vacío.
Dejaré la tarea de revelar las facciones de esta impostura para más adelante, para tardes de más lucidez o rabia o inspiración que las de este domingo de abril. Como quien trata de reordenar las piezas de un sueño que se difumina; como Don Quijote de la Mancha escupiendo el piso tras prometer, soberbio, la herida en el cuerpo de su adversario, reescribo la única y verdadera contratapa de Antígona: una tragedia latinoamericana, de Rómulo Pianacci.
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Dice la original:
En Antígona: una tragedia latinoamericana, Rómulo Pianacci rastrea la presencia del mito en la dramaturgia de la Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.
Debería decir:
En Antígona: una tragedia latinoamericana, Rómulo Pianacci hace un pastiche de resúmenes con las interpretaciones del mito en la dramaturgia (o en los intentos de dramaturgia) de la Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela; países miembros del condenado y olvidado continente americano.
Dice la original:
Los invariantes del mito, según Pianacci, remiten a ciertos núcleos temáticos constantes en las versiones: el conflicto entre lo privado y lo público; las leyes divinas versus las leyes humanas; las cuestiones éticas entre el Estado y la familia o entre el Estado y el individuo; la conciencia privada versus el bienestar público; el legalismo coercitivo y el humanismo instintivo.
Debería decir:
Las invariantes del mito, como dijo George Steiner —a quien cita Pianacci, como quien copia y pega de otro documento—, remiten a ciertos núcleos temáticos constantes en las versiones: el conflicto entre lo privado y lo público; las leyes divinas versus las leyes humanas; las cuestiones éticas entre el Estado y la familia o entre el Estado y el individuo; la conciencia privada versus el bienestar público; el legalismo coercitivo y el humanismo instintivo.
Dice la original:
A ellos Pianacci suma un nuevo aspecto: el choque de la autoridad política con la identidad o elección sexual.
Debería decir:
A ellos, fiel a su método, Pianacci vuelve a copiar y pegar lo que dice un tercero, en este caso, Judith Butler, para sumar un nuevo aspecto: el choque de la autoridad política con la identidad o elección sexual.
Dice la original:
Más allá del respeto a los invariantes del mito, siempre se trata de apropiaciones cargadas de variaciones, novedades y marcadas por los diferentes contextos.
Debería decir:
Y dos más dos son cuatro, y cuatro y dos son seis.
Dice la original:
Este libro fascinante, con el que Losada inicia la colección Ensayos sobre Teatro, abre una mirada única, indispensable, sobre la escena y la cultura de nuestro continente.
Debería decir:
Este resumen de trescientas páginas, con el que esperamos que Losada finalice su colección Ensayos sobre Teatro, no abre ningún tipo de mirada, porque a lo largo de todo el libro no encontramos una sola opinión propia del autor, por lo que es un libro perfectamente dispensable, tan útil como un ladrillo, para descubrir la escena y cultura de nuestro continente, al margen, claro, de la vende humo escena de nuestra academia.
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El eslogan de Losada, Hacemos libros que perduran en el tiempo, debería ser Hacemos libros que morirán en poco tiempo.
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Mi amiga estupenda se llamaba Roberta
Quise ser su amiga en primer lugar por su nombre, tan fuerte, tan exótico, tan único, como después se reveló que era ella. Y en segundo lugar porque yo había llegado al barrio huérfana de amigos. No sabía ni siquiera qué era tener un amigo, cómo uno era amigo.
Era 9 de diciembre y en mi casa se armaba el pesebre el 8, por tradición, nada más que aquel año lo armamos un día después, en medio de la batahola de cajas y trastos de la reciente mudanza. Mi casa era una casa de tres mujeres, mi mamá, su mamá (mi abuela) y yo. La mañana que llegamos, mi abuela estaba más preocupada por el pesebre que por cualquier otra cosa, porque en ella las tradiciones eran tan férreas como sus convicciones, y no importaba si acaso no comíamos o no encontrábamos papel para el baño; todavía la veo dirigiendo la descarga de los muebles y de las cajas, dando órdenes a diestra y siniestra en una vereda atestada y sombreada, ya que daba al oeste. Mi abuela era de mandar mucho y de tener poca paciencia, así, mientras comandaba la bajada de cosas y retaba a los peones del flete, protestaba también porque la casa daba al oeste y así “tendremos todo el sol quemante de la tarde”.
Nunca supe qué rollo se traía ella con el sol, que le molestaba y corría cortinas y bajaba persianas para mantener la casa a oscuras, con el agregado de que nos tenía cortitos de encender demasiado la luz para no gastar electricidad. Total que vivía con magullones en las piernas porque siempre me chocaba algo en la penumbra del interior. Antes, ella vivía con el abuelo en otra casa que daba al sur, y allí una vez entré despacito a su cuarto, a la hora de la siesta, porque quería espiar algo que alguna vez había oído de mis hermanos mayores: decían que la abuela usaba una bombacha en la cabeza para no desarmarse los rulos. Así que abrí con toda la suavidad del mundo la puerta, y fui paso a paso conteniendo la respiración y tratando de que mis ojos se acostumbraran rápido a esa semioscuridad rasgada por las rayitas de la persiana así podía comprobar lo que quería antes de ser pescada. La impresión que me causaron los dos agujeros para las piernas, arriba de la cabeza y un poco a ambos lados, me dejó realmente sin respiración, parecían los dos círculos por donde podían salir, con perfecta sincronía, dos enormes cuernos, como de toro o, peor, de Minotauro. Y como estaba tan oscuro y no podía aguantar más la tremenda curiosidad que aquellos agujeros negros en la cabeza de mi abuela me despertaban, no fui capaz de darme cuenta de que había acercado tanto mi cara a su propia cara que debo haberle respirado encima, y tan compenetrada estaba en esa observación que tampoco me di cuenta de que había abierto los ojos, y me largó un “¿¡qué estás haciendo?!”. Si no se me paró el corazón del susto, debe haber sido porque era extremadamente joven y sana en aquel entonces. No pude, no supe, mentirle y le dije que “quería ver la bombacha en la cabeza”. “¿Pero qué tiene de raro?”, me dijo mi abuela, fastidiada, “shu, shu”, me hizo un gesto con la mano para que me fuera de la pieza y la dejara seguir dormitando.
“Qué tiene de raro”, dijo la abuela, pero no era de sorpresa la pregunta, sino sólo que no querías admitir que era raro, abuela.
En fin, que empecé contando la llegada al barrio. Papá ya no estaba. El abuelo tampoco. Mis hermanos mayores habían tomado sus propios rumbos. Así que mamá decidió que podíamos vivir con la abuela, en una nueva casa, las tres juntas. Aquel día de la mudanza yo tenía un ansia de vida nueva que obedecí todas las órdenes, contraórdenes, recomendaciones y sugerencias que me hicieron, para poder desocuparme rápido e ir a explorar mi nuevo mundo. Así que me puse a armar el pesebre el 9 de diciembre de 1983. Tenía doce años, mi papá había muerto y mis hermanos estaban lejos. Se escuchaba trajinar a mi mamá en la cocina, aunque no su voz. Estaba pensativa porque era el día del aniversario de su casamiento, y se veía triste; y se escuchaba la voz constante de mi abuela comandando. Me puse silenciosa en un rincón de la nueva salita, y empecé a desenvolver con mucho cuidado las piezas adoradas, de otros años, todos juntos.
Arreglé la paja del techo de la casita, acomodé cada pieza en su lugar. Estaban envueltas en restos de papel de diarios y de revistas, y al tacto las iba reconociendo, la pastora con el cántaro de leche con vestido rosa, el pastor con la ovejita, el burro (el asno, decía mi mamá), la vaca…. Colgué el ángel delante de todo, y lo di por terminado. No tenía la ilusión de otros años. Pasó por detrás de mí la abuela y de reojo miró y aprobó, pero siguió en la suya.
Almorzamos y salí a pasear por el barrio. En la esquina, sentada en el borde de su tapial, estaba ella. “¿Sos la vecina nueva?”, me preguntó. Y ese fue el comienzo de una amistad tan intensa como corta. En realidad, fueron los cinco años que duró nuestra adolescencia, y todo siempre es tan intenso esos años. El dolor y el amor. La vida que brilla de otro modo, que encandila y enamora, que engaña con promesas, que alarga los días y hace eternas las noches.
Nos hicimos inseparables. Y a pesar de que luego yo hice otras amigas, que aún conservo y que fueron mis amigas de la escuela, con quienes tuve un grado de intimidad tal como para dormir en sus casas o que ellas durmieran en la mía, con Roberta nunca traspasamos ese umbral. Yo vivía media cuadra más lejos que ella de la escuela, por lo que era yo quien pasaba a buscarla e íbamos juntas, andando rápido, y cuando llegábamos cada cual tomaba su propio rumbo, como quien no se conoce más que para un saludo leve al pasar. Nunca pude entender aquella lógica de casi no conocernos fuera del barrio, de no tratarnos, de no compartir nada fuera de aquel lugar que nos encerraba en una burbuja sólo a quienes vivíamos allí —insólito además porque nuestras casas, la “entrada a nuestro barrio”, distaban cuatro cuadras de la escuela— y sin embargo parecía que aquel lugar estaba sujeto a una lógica distinta a la del espacio, la distancia recorrida, la física común que nos enseñaban en clase, y que habitábamos en realidad un lugar diferente suspendido de toda racionalidad, y empezaba en la esquina de Serrano y se extendía en forma de T. Roberta vivía en la unión de los dos palitos de la letra, y yo a mitad del vertical, eran en total las tres cuadras de nuestro mundo, y eso abarcaba la casa de los otros chicos del barrio, con quienes solíamos compartir la vereda alguna tardecita de verano, y, un poco más adelante, algún “asalto” con José Luis Perales en cassette y celofán de colores, donde empezó el primer amor para las dos.
Roberta, sin dudas, era la jefa del barrio: un poco más alta que yo, de pelo negro y cara redonda, casi siempre estaba seria, aun cuando reía su risa no era franca, revelaba un cierto recelo del todo incomprensible para mí, pero también había observado que la sonrisa recelosa nunca iba dirigida a mí. Me gustaba igual verla reír, porque tenía unos dientes blancos y fuertes, grandes, que iluminaban su cara y la hacían parecer otra. Si había que negociar algo en el barrio, siempre era ella la que definía qué y cómo se haría, y yo podía abandonarme a una sensación de seguridad que no había sentido nunca antes, y creía comprender que sólo era por el magnetismo que irradiaba su persona.
Ella era a la que se le ocurrían siempre los nuevos desafíos en el barrio, como entrar a la casona antigua y abandonada de Ladaga a mirar qué había quedado de los despojos. Su vereda era la “oficina” y el lugar de encuentro con el resto de los chicos, allí sentí por primera vez el calor ardiente de una mirada clavada en mí, y descubrí el amor; allí pasamos tardes enteras planeando nuestras vidas futuras. Todo sucedía siempre allí, afuera.
En su casa no sé cómo eran las cosas, porque su familia no era una familia común como la del resto de la gente que yo iba conociendo. Sólo se daban con otra familia que tenía a su vez un hijo único. Sus padres siempre eran cordiales y simpáticos, y a pesar de que alguna vez entré en su casa, brevemente, nunca estuve cómoda, por eso afuera éramos felices.
Nuestra amistad se extendió hasta un año después de su egreso, cuando ella volvía regularmente de Buenos Aires, adonde se había ido a estudiar una carrera muy diferente a la que planeábamos en nuestros planes trasnochados de vereda. Después sus padres se fueron de un día para otro, y ella ya no volvió más. Y yo me quedé aquí.
A veces siento el impulso de buscarla. Pero no me animo. Tengo miedo de no encontrarla.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Jorge Luis Borges, autor de Harry Potter
Mi nombre no importa. Soy hijo de los asesinados James Potter y Lilly Evans. Una cicatriz en forma de rayo me cruza el rostro y me convierte en símbolo de esta generación que anhela tener un porvenir. Sepa, quien se detiene absorto ante mi cuerpo endeble, que yo fui quien mató a Tom Riddle. Yo, el niño que sobrevivió.
Nací un 31 de julio en el seno de una típica familia sajona. Durante mi primer año de vida, fui feliz. Pero un acontecimiento fatídico marcó para siempre el curso de mi destino: la traición del infame Peter Pettigrew.
Mi padre murió entre efusiones de sangre brusca, sin poder alcanzar su báculo. Pero de esa atrocidad me alejó para siempre el recuerdo implacable de mi madre, que murió suplicando. Yo querría saber si en medio de su agonía alcanzó a entrever, siquiera como un animal entre los hierros, la casa y el sacrificio, la sombra y los altos árboles.
Fui luego adoptado por una familia que me odió categóricamente. Por el resto de mi infancia, viví en un oscuro pozo bajo la escalera del número 4 de Privet Drive. Fue esta circunstancia —y no la carta que recibiría a los once años— la que forjó para siempre mi carácter. Tan pequeña frente a la vastedad del universo, la desértica alacena (habitual y permanente aquellos días) imprimió en mí cierta resignación estoica frente a la muerte violenta, percance inseparable de la vida (conjeturé) y manera de morir como cualquier otra.
El Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería me dio la posibilidad de ser otro. El mundo mágico necesitaba un héroe y yo acepté ese juramento para dejar por fin mi insoportable condición de huérfano.
Con el único objetivo de alzar un solo recuerdo feliz en la vida de un desgraciado, asumí el escarlata y el oro para vestir las ropas opuestas a las de mi enemigo, y pagué así la deuda que tomé al atravesar, por primera vez y con la esperanza en un puño, la falsa pared de la estación donde se cruzan los reyes.
He abrevado en la copa de cólera para que la venganza entre en mis venas, y bajo el cielo abierto del Gran Comedor intuí el drama que el retrato de mi personaje necesitaba. Por eso dejé elegirme por la vara gemela que había ultrajado a mis padres, para que innumerables coincidencias me acercaran al pálido rostro de Riddle. «Así, me dije, estaré más cerca de su corazón».
El resto ha sido documentado por los libros de historia.
Al espejo de Erised lo venció una humillante revelación que no pude ocultar. Aquel muchacho que vestía una armadura demasiado pesada para el hueso de sus hombros hubiera abandonado una y mil veces la gloria y las estatuas encumbradas por una sola tarde con sus padres. Burlón, misericordioso, vencido, Erised me entregó la piedra que prolongaba la vida, porque yo no quería la vida.
Ni tan fuerte para cambiar el destino con mis brazos, ni tan débil para borrarlo con mis lágrimas, hundí el acero de Gryffindor en la carne última del basilisco y confirmé dos hechos. Solo uno de nosotros podía vivir, y yo —a diferencia del otro— estaba dispuesto a morir.
De a poco me dejaba mecer por el suave néctar de la vida, cuando me hirieron el alma. Del color de la noche en que murió mi madre, me sitiaron las sombras que filtran el miedo como le filtran a un indefenso el suero en un sanatorio. Comprendí entonces que en la vida de un hombre el valor está dado por la ciega obstinación con la que persigue un destino que le ha sido vedado; a mí, ese destino se me representaba como una meta imposible: volver a ser un niño en los jardines de Godric. Si yo esa noche oscura debía morir, lo haría a la manera de mi padre, como si fuera él, y no un huérfano empecinado. Exánime, antes de caer, alcancé a entrever la alfombra roja sobre la frágil agua de plata.
Fui campeón del siglo sin querer serlo y he visto cómo la vida abandona los ojos de un hombre. A orillas del lago Negro he sido rey de los tritones, y en la altura de los cielos burlé las llamas del fuego húngaro. He visto morir a amigos y desconocidos por el vasto nombre de Harry Potter; crisol de los fútiles deseos de aquel que espera ver a la todopoderosa magia interrumpirse al tocar el perecedero cuerpo de un mago.
Entre la hierba elemental amé a la mujer que me enseñó a besar.
Cuando fulminado cayó del cielo Hedwig mi mensajero, supe que nadie puede partir un trozo de pan o ejecutar las fibras eléctricas de su varita sin justificación; esa justificación fue para mí la de acabar con el alma de mi enemigo de la misma manera que horada paciente el agua las rocas del mar.
A esa misión me encomendé durante más tardes de las que el tiempo es capaz de contar, y cuando una nueva traición alcanzó el pecho de mi maestro supe por fin dos cosas. Supe que la ruina era el final de los nuestros y supe también que mi derecha mano que escribe (que caiga muerta si se aleja un solo momento de la verdad) era insuficiente para vencerlo. Acaso por eso elegí una nueva guerra inexorable que probara el coraje inútil de mi fe: luchar para desarmarlo, aunque el otro tirara para matarme.
***
La luna brillaba entre los árboles y Potter vio el reflejo en la hoja de su varita y la mano que la empuñaba sin temblar. Enfrentado por la oscuridad como por un cerco de perros hostiles, sintió que retomaba por fin su destino y que su destino estaba cumpliéndose. También eso lo reconfortó.
Trazó con brusca firmeza una línea en el aire y en un fuego de luz confusa el otro dio contra el suelo y dijo claramente: “Estoy muerto”.
Había matado a un hombre y ya no tenía destino sobre la tierra.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Escribir para la academia
Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera
Uno de los motivos que llevaron a la fundación de AntiZeitgeist fue el de la existencia de una literatura (una presunta “literatura”) claramente supeditada a un interés político inmediato y mediocre. Lo diré de una vez: Yuri Herrera es un escritor de asombrosos títulos rimbombantes que escribe pensando en su doctorado en Berkeley; por lo que es una pena y una pérdida de tiempo el resto del contenido que le adjunta a esos títulos.
Señales que precederán al fin del mundo pretende una suerte de intertexto con las grandes piezas mitológicas que narraron el valor de aquellos héroes que con mayor o menor éxito se adentraron en las profundidades del inframundo. En este caso, Makina, la protagonista, no se enfrenta ya a peligros y fantasmas universales que otrora tomaron la forma del Cancerbero, sino a un hombre que la acosa en un colectivo, por ejemplo. Si Campbell sostiene que el mito será más poderoso cuanto más abstracta sea la clave que lo encripte, Herrera elige ser un “escritor de lo urgente”, un actualizado, echando así a perder lo que de antemano parecía una idea interesante.
Aún me sorprende el descaro de aquellos que me dijeron, en reiteradas ocasiones y siempre en círculos académicos, que Herrera era el “hijo de Rulfo”. Coincido con esta apreciación, pero quisiera agregar un humilde modificador directo: “bastardo”, hijo bastardo. Para sostener este juicio genético basta tomar la siguiente frase (entre cualquiera que decida elegir uno de la novela):
Makina caminó despacito frente a él y él asomó de su caseta de cobranza como para decirle No, no se puede, o más bien Usté no, usté no puede: con un ímpetu que le duró tres segundos […].
Me pregunto si no usar las comillas corresponde a lo inepto del editor o a las nuevas reglas que promueve, si tengo que nombrarla de alguna manera, la “escritura a favor de las causas de turno”, de la que Herrera es un embajador. Ni hablar de las mayúsculas caprichosas después de las comas o ausentes al comienzo de una oración, de los paréntesis después de los puntos, del laísmo, de la tilde equivocada en determinativos (y no por las regulaciones de la RAE, sino porque simplemente no corresponde). Curiosas maniobras lingüísticas para un escritor que en ocasiones decide usar la palabra “mas”, palabra que fue vista por última vez entre las páginas de Cervantes.
Por el contrario, Rulfo fue un escritor que, además de documentar con su literatura una realidad que hasta la fecha había sido ignorada, dominó la puntuación como pocos lo han conseguido, siendo el uso sutil y preciso de las comillas angulares algo crucial para descifrar su obra. ¿Conclusión? La operación de Herrera (por cierto, operación desplegada por otros escritores de lo urgente) es una artimaña para que los errores literarios de la novela, su estética equivocada y hasta me atrevo a decir su moral inapropiada se camuflen bajo esos otros errores ortotipográficos que quieren parecer deliberados, como una forma moderna de pervertir las reglas y parecer vanguardista y descontracturado, pero que son en el fondo producto de la ignorancia y la desatención. En el libro Cómo la puntuación cambió la historia, B.B Michalsen cita a Hemingway para decir lo siguiente:
Mi actitud hacia la puntuación es que debería ser tan convencional como sea posible […] Deberías poder demostrar que podés hacerlo mucho mejor que nadie con las herramientas habituales antes de introducir tus propias mejoras.
Continuando con los virtuosismos de la novela, nos encontramos con la palabra clave jarchar: neologismo versátil y multifuncional; es decir, término inventado por el autor para describir lo que su léxico es incapaz. De hecho, en una larga conferencia que el autor dio para explicar su obra (a la que asistieron jóvenes doctorandos que en una tierra infértil buscan los nuevos frutos de la literatura), Herrera, vencido por la naturaleza inescrutable de su acertijo, reconoció que jarchar —término insidiosamente provocador para los usuarios hispanohablantes, que se ven tentados (bajo el mismo impulso travieso de un niño que se aburre con el letárgico sermón de un adulto) de remplazar la “j” por una “g” y causar una conmoción en la novela— significaba algo así como “migrar” (porque también tengo que explicitar que estoy interceptado por el fenómeno migratorio, ¡ingenuo de mí, casi resigno mi afán de popularidad por un contraproducente giro literario!). Así al menos lo indica la frase “cuando jarchó del baño el viejo ya estaba de pie”, que supongo que quiere decir: “cuando migró del baño el viejo ya estaba de pie”.
Acólita de esta sociedad contemporánea estancada en su afán de “progreso”; progreso impostado, forzado y en estado de descomposición, la novela de Herrera llega a su paroxismo con un auténtico harakiri: una especie de racismo cool.
Resulta que ahora “más moreno” quiere decir “negro” (creo honestamente que este empeño de hablar con eufemismos terminará por causarnos una apoplejía). En particular, la frase “El muchacho más moreno que había visto en su vida le señaló un pasillo a Makina” me condenó a noches enteras de largos esfuerzos para desentramar este enigma de naturaleza ontológica. ¿Cómo lucirá el hombre más moreno del mundo?, ¿será… negro? ¿Cuál será esa línea crucial para la industria de la política identitaria en la que uno es moreno, muy moreno, el más moreno o negro? Parece que hubiera algo malo con decir que una persona es negra, como si estuviéramos en Estados Unidos, en el mundo mágico de Harry Potter gritando “Voldemort” con un megáfono o en una sociedad de imbéciles.
El último ejemplo es lapidario (por favor noten que la letra más morenita es mía, pero el resto de la frase es literal, no me hago cargo de los errores ni del mal gusto):
La puerta se abrió y apareció un hombre pequeñito, de lentes, envuelto en una bata de baño púrpura. Era negro. Nunca en su vida había visto tantos negros de cerca y de súbito parecían ser la clave de su búsqueda. Makina lo miró como si le reprochara ser más flaco y más moreno y más viejo que su hermano, como si éste hombre quisiera hacerse pasar por otro. Iba a decir algo cuando aquél se le adelantó Puedo ponerme una peluca rubia si quiere.
Makina se desconcertó por un segundo y luego se río, abochornada.No hay remedio. Definitivamente, “más moreno” significa “negro”: parece que estuviéramos hablando el Newspeak de 1984 y conforme pasan los días se reduce el vocabulario de nuestro idioma. Pero anterior a esa observación es más importante la de Residente:
Mi llave, lo peor de todo y lo má’ grave
Es que este pendejo e’ racista y no lo sabeLa novela sigue con sus invenciones e innovaciones, con construcciones contemporáneas como “Anoche iré”, que parecen quitarle la energía al autor para evitar errores de concepto como el siguiente: “¿Tienes con qué volverte?, dijo él, ansioso. Sacó su cartera, extrajo unos billetes y se los dio” (tomen nota: en la literatura, nadie extrae dinero; el dinero se mancha, se empeña, se rompe, se malgasta).
Afortunadamente, el espíritu de la época acude al rescate y un único destello de coherencia en el que coinciden autor y personaje da fin a la novela: “Makina escribió sin detenerse a pensar cuál palabra era mejor que otra o cómo sonaba el mensaje”.
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Contra la tiranía de la madre perfecta
Una entrevista a Élisabeth Badinter
En los 80, un libro de Élisabeth Badinter sostuvo que el instinto maternal es un mito y desató una polémica. En El conflicto: la mujer y la madre, la filósofa feminista argumenta contra la lactancia materna como “modelo obligatorio”.
El título del libro, El conflicto: la mujer y la madre, anuncia algo que toda mujer sabe: la maternidad es un universo complejo. La autora, Élisabeth Badinter, es una prestigiosa filósofa feminista francesa de sesenta y seis años que, en esta obra reciente, se inquieta ante lo que considera una embestida en los países industrializados del movimiento naturalista. Una doctrina que insiste en la primacía de la naturaleza por sobre la cultura.
En los años 60, las mujeres peleaban con afán por liberarse del determinismo natural. La píldora anticonceptiva inspiró el eslogan “Un hijo si quiero y cuando quiero”. En cambio, a partir de los años 80, según Badinter, las hijas de aquellas mujeres se rebelan y reivindican un retorno al origen. Al cuerpo femenino donde reposaría el arquetipo de lo sagrado: la maternidad. Promueven un estilo de crianza simbiótica, practican la lactancia a la demanda, abandonan el trabajo por períodos cada vez más largos, algunas se hacen adeptas del colecho e incluso vuelven a utilizar, para proteger el planeta, pañales lavables. El “lo quiero todo” es reemplazado por “le debo todo a mi hijo: mi leche, mi tiempo, mi energía”.
Publicado en Francia por la editorial Flammarion, El conflicto: la mujer y la madre lleva vendidos en Francia desde febrero más de 150 mil ejemplares y encabeza desde entonces las listas de ventas de obras de no ficción.
Badinter ha desatado un violento debate que incluye a la ex secretaria de Estado de la Ecología de su país —Nathalie Kosciusko-Morizet— a quien acusa de fundamentalismo ecológico por haber propuesto gravar fuertemente los pañales desechables y estimular la utilización de pañales de tela. Otras voces, como el diario satírico Le canard enchainé, prefirieron recordar que Élisabeth Badinter es heredera y accionista de Publicis, cuarto grupo mundial de comunicación fundado por su padre, que tiene como clientes, entre otros, a empresas fabricantes de leche en polvo y pañales, recriminándole así llevar adelante una cruzada más cercana al interés comercial propia que a la liberación de la mujer.
Entre golpes bajos y acusaciones de ser una feminista de otra época, una intelectual que opone ecología y feminismo, o una escritora de un panfleto que ataca a la Liga de la Leche para no enfrentar a los verdaderos lobos de la condición femenina, Élisabeth Badinter no deja a nadie indiferente. Desde su estudio de París, y a través del teléfono responde a Ñ las razones que la han llevado a lanzar un grito de alarma contra una ideología que estaría moldeando los escalones de una vuelta de las mujeres al hogar.
—Usted afirma que en estos últimos treinta años se produjo una revolución en la concepción de la maternidad. ¿En qué momento percibió este cambio que dio lugar a su último libro?
—En 1980 escribí el libro ¿Existe el instinto maternal? Historia del amor maternal, donde afirmo que el instinto maternal es un mito. Casi veinte años después, en 1998, el entonces ministro de Salud de Francia firmó un decreto que prohibía hacer publicidad de leche en polvo en las maternidades públicas y, sobre todo, se dejaba de ofrecer gratuitamente leche en polvo a las parturientas. Ese anuncio me resultó inconcebible y lo entendí como un modo de intervenir —incluso simbólicamente— sobre una elección personal: amamantar o no amamantar a sus hijos. Me dije que el modelo materno estaba modificándose en Francia, y comencé a estudiar el tema más de cerca.
—En su libro, la Liga de la Leche es descrita como un grupo fundamentalista responsable de instalar en la sociedad la idea de que la buena madre es aquella que amamanta y que se queda en el hogar. ¿Está usted en contra de la lactancia?
—Lo que sostengo es que no puede ser que el modelo de la Liga de la Leche se imponga a todas las mujeres. Yo no estoy de ninguna manera contra la lactancia porque sé muy bien que, para algunas mujeres, es una fuente de plenitud y disfrute. Pero no quisiera que este modelo se vuelva obligatorio. Se presenta la relación simbiótica con el bebé como el buen ejemplo a imitar. Este modelo de la “buena madre” se está imponiendo moralmente y esto es grave. Apenas una mujer se convierte en madre y ya es culpable. Si una mujer dice que prefiere dar la mamadera o si una mujer a los tres o cuatro meses dice “yo tengo ganas de volver a trabajar”, es vista como alguien egoísta, como una mala madre.
—La mujer se enfrentaría, según su libro, a una revolución encabezada por el naturalismo, la ecología radical y las ciencias del comportamiento humano, que volverían a ubicar a la maternidad en el centro del destino de la mujer. ¿Pero no puede tratarse de una elección personal?
—Yo afirmo que este movimiento es una regresión. Y también puede ser una elección personal. Hoy en día el trabajo mal pago e inestable puede conducir a un cierto número de mujeres a decidir ocuparse de los hijos en lugar de tener que soportar un trabajo ingrato. Pero habría que decirles a esas mujeres que corren un riesgo muy importante al abandonar el mundo laboral. Esto concierne tanto a la mujer burguesa como a las clases populares. Creo que la condición sine qua non de la libertad femenina es la independencia financiera. Y me parece que no les recordamos lo suficiente este hecho a las mujeres de las nuevas generaciones. No podemos proclamar ser las más aptas para ocuparnos de los hijos y, a la vez, quejarnos después por la diferencia salarial con los hombres.
—En su libro ¿Existe el instinto maternal? Historia del amor maternal, usted se refiere a las burguesas y aristócratas del siglo XVIII que entregaban sus bebés a las nodrizas y se despreocupaban de ellos, hecho que confirmaría su idea de que el instinto maternal no existe. Pero hay otras miradas. La antropóloga estadounidense Sarah B. Hrdy, en su libro Madre naturaleza: Los instintos maternales afirma por el contrario que la existencia del instinto maternal no es un mito.
—Jamás afirmé que no hay ningún fundamento biológico en la maternidad, pero, contrariamente a lo que dicen los que defienden la existencia de un instinto materno, yo sigo pensando que el inconsciente y la historia personal de cada mujer son factores mucho más determinantes que las hormonas de la maternidad. La teoría de Sarah B. Hrdy indica que en una mujer que viene de dar a luz hay dos hormonas que se ponen en movimiento, la prolactina y la oxitocina, y que crean en la madre la necesidad de la lactancia que funda, a su vez, el vínculo entre la madre y el niño. A mí esto me parece muy discutible. Primero, porque todas las mujeres no tienen deseos de dar el pecho. No creo que se pueda asimilar la mujer a un chimpancé. En el siglo XVII, XVIII y parte del XIX en Francia, las mujeres privilegiadas, con todas las condiciones económicas para ocuparse de un niño, preferían deshacerse de ellos entregándolos durante años a una lejana nodriza para poder disfrutar de una vida social y conyugal. ¿Es posible acaso hablar de un instinto que no se manifiesta durante siglos? Cuando uno cree en el instinto maternal, cree en la primacía de la biología por sobre la cultura. Sin embargo, me parece que los comportamientos que observamos, no sólo en la historia sino también a nuestro alrededor, muestran lo contrario.
—Usted señala que en esta época individualista y hedonista, elegir tener un hijo implica querer ser una madre perfecta que le debe todo al niño. ¿Cuáles serían las consecuencias de este nuevo modo de crianza?
Esto es muy reciente como para tener verdaderamente idea de qué tipo de niños va a dar esta fusión entre la madre y el hijo. Pero la frase “yo no elegí nacer” es absolutamente nueva. Esto no se escuchaba hace treinta años y acrecienta aún más la culpabilidad de las madres. Gracias a la anticoncepción y —en Francia— al aborto, decidir procrear aumenta considerablemente la responsabilidad que tenemos hacia un hijo. Como no es un accidente de la naturaleza ni un deseo divino, uno se dice que le debe todo al hijo. Yo no creo que los niños nacidos a partir de la contracepción sean más felices que los otros. Lo que sí sé es que resulta cada vez más complicado criarlos.
—¿Usted cree que las mujeres sacrifican su destino personal en pos de la reproducción de la sociedad?
—Esto es evidente. Las mujeres pagan mucho más caro que los hombres la procreación. Sea cual fuere la clase social, la responsabilidad moral, material y cotidiana recae enteramente en las mujeres. Las estadísticas son formales, en Francia, no sé en Argentina, el ochenta por ciento del trabajo doméstico es realizado por las mujeres. Es cierto que los hombres jóvenes se ocupan más de sus hijos. Pero esta realidad no implica para nada un trato igualitario en la crianza de los hijos y en el reparto de las tareas domésticas.
—Usted afirma que los profesionales de la infancia descubren sin cesar nuevas responsabilidades hacia los hijos que recaen siempre sobre las espaldas de la madre. ¿Son ellos los nuevos enemigos de la independencia de las mujeres?
—No, no son enemigos. Pero lo que me gustaría recordarles a las mujeres es que los pediatras, los psicólogos de niños y demás profesionales de la infancia cada tanto cambian de opinión. Hace treinta años había que alimentar a los niños con mamadera, hoy es exactamente lo contrario. Para evitar la muerte súbita del bebé se aconsejaba hacerlos dormir boca abajo, como si esa fuera una verdad científica, y no lo era. Ahora resulta que recurrir a la peridural no es bueno para el bebé. En los países escandinavos a las mujeres les resulta casi imposible reclamarla durante el parto. Creo que es aconsejable no olvidar que la autoridad de los especialistas de la infancia —que hacen uso y abuso— es muy relativa. Digamos que no son enemigos, sólo que no debemos comportarnos como bebés irresponsables con miedo a la autoridad médica.
—Convengamos que la mayoría de las mujeres, como usted sostiene, no sabe por qué tiene hijos. ¿Es esto un problema?
—No es un problema, para nada. Pero uno no decide tener un hijo como decide comprarse un caramelo. Se trataría simplemente de hacerse la pregunta sobre si uno puede asumir la responsabilidad de un hijo. Lo que me aterra es ver a tantas parejas tener hijos de manera inconsciente. Muchas veces resultan inclusive indiferentes a esas criaturas, o tienen una gran incapacidad psicológica para la crianza de niños. La sociedad sabe que esos niños van a sufrir atrozmente, pero nadie se atreve a decir nada. “Es la naturaleza”, se responden.
—¿Pero qué hacer? ¿Acaso alguien puede adjudicarse la autoridad de señalar quiénes son aptos o no para ser padres?
—Quizás, la primera cosa para hacer sea decirse que tener un hijo no es una obligación. Que cuando uno decide tener un hijo tiene que reflexionar. Es por eso que yo les reconozco a las mujeres que deciden no tener hijos, el coraje de haber hecho por lo menos el cálculo de placeres e inconvenientes de la maternidad. Tal vez haya que cesar de pensar que un hijo —y esto sería una revolución extraordinaria— es un evento natural. Que tener un hijo siempre es lo correcto.
—Siendo el amor un sentimiento frágil e imperfecto, usted dice que quizás éste no está inscripto en la naturaleza femenina como nos lo quieren hacer creer. ¿Se puede continuar hablando de naturaleza femenina?
—Es una buena pregunta. Por supuesto que hay una naturaleza femenina. Una mujer no es un hombre, hay al menos una diferencia física y fisiológica. ¿Pero es que se puede continuar definiendo la femineidad a través de la maternidad? Cuando en países como Alemania hay un veintisiete por ciento de mujeres que no tienen hijos, ¿es que esas mujeres no desmienten la equivalencia mujer/madre? Lo que me asombra es la existencia de una gran diversificación de deseos femeninos que pone en cuestión la posibilidad de una definición universal de la naturaleza femenina.
—Usted aconseja utilizar esa arma implacable que es la culpabilidad contra los hombres. ¿De qué manera?
—Mire, es simple, con pequeñas frases como “no es justo”, “ustedes deben compartir las tareas cotidianas con nosotras”. Es el discurso que habíamos comenzado a tener frente a los hombres en las décadas del 70 y 80 y que había engendrado un fenómeno que fue el llamado papa poule (padre gallina). Pero es una presión que hemos cesado de ejercer sobre ellos. Y esas pequeñas frases representaban la culpabilización moral, que es el gran factor de cambio de mentalidad en la sociedad. Este nuevo modelo naturalista, de simbiosis entre la madre y el niño, deja necesariamente al padre afuera, en el exterior de la relación. Y, sin que hayan hecho nada para lograrlo, los hombres se encuentran así liberados de toda coacción para hacerse cargo, de manera igualitaria, de los hijos y de las tareas domésticas. Hace falta también una participación de movimientos feministas que, al menos en Francia, casi no existen. Yo diría que los dos feminismos que hemos conocido, el universalista y el diferencialista, tienen un discurso tan opuesto que se anulan mutuamente. Entonces, ya nadie puede hablar en nombre de la mujer porque el único tema sobre el que se han puesto de acuerdo es sobre la mujer víctima.
—¿Qué quiso decir cuando se definió a sí misma como una madre mediocre?
—Yo fui una madre como todas las otras madres, con fracasos, con momentos de incomprensión. Cuando me refiero, entre comillas, a una “madre mediocre” estoy hablando de lo que yo considero como la condición humana normal. Hay que acabar con la tiranía de la madre perfecta, que es un mito.
—¿Por qué tuvo hijos? Tres, además.
—Le voy a hacer una confidencia. ¡Yo quería tener cuatro hijos! Y, como es una entrevista para un medio extranjero, le haré otra confidencia más: primero, yo adoro a mi marido, por eso quise tener muchos hijos con él y, por otra parte, me ¡en-can-tó estar embarazada! Fue el período más feliz de mi vida.
—¿Amamantó a sus hijos?
—Esa pregunta no la voy a responder.
Periodista con una larga e intensa trayectoria en medios gráficos y en televisión, Renée Kantor realizó estudios de Derecho y tiene una maestría en Medios y Comunicación de la Universidad Paul Valéry (Montpellier, Francia). Escribe sobre cultura y temas de sociedad en numerosos medios argentinos y extranjeros, y compartió esta entrevista con el equipo editorial de AntiZeitgeist.