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La “mala” mujer: Qué pasa con la literatura femenina (y feminista) II
I don’t think there is any such woman who would do it.
Yes, a dozen, and as many to th’ vantage as would store
the world they played for.
W. Shakespeare, Othello¿Qué genera tanto rechazo cuando en una historia es la mujer la que ocupa un rol incómodo? ¿Existe una forma correcta de representarla? ¿Al dejar de ser víctimas, estamos de acuerdo con cumplir el papel de victimarias? ¿Realmente aprobamos salir de aquello tradicionalmente calificado como “femenino” o existen límites invisibles que exceden algunos tópicos?
Ya en textos anteriores habíamos abordado la idea de que esta aparente proliferación de literatura femenina se hacía a veces desde una mirada más victimizante que reivindicatoria, pero también, por tanto, más válida ante la corrección política.
Sin embargo, esta vez quisiera profundizar en aquellos textos que tan solo mencioné en las líneas finales y que valen una revisión más completa. Especialmente porque considero que nos enfrentan a tres dilemas fundamentales: ¿qué nos incomoda como mujeres ante esta perspectiva que la hace menos popular?, ¿qué hace que para los hombres, mujeres como las que aparecen en esos textos no sólo sean casi una aberración, sino personajes prácticamente inverosímiles, de una existencia imposible en el mundo real?, ¿aceptar la maldad en la mujer nos enfrenta con algo aún más oscuro?
¿No es acaso parte de la cultura dañina eliminar de todo mal del hombre la responsabilidad, al ser considerado siempre “parte de su naturaleza”? ¿No es acaso esta nueva perspectiva una oposición liberadora? ¿Dónde se dibuja el límite?
Los límites en el abordaje de temas “delicados” es un punto importante en esta discusión, porque no se trata de que nunca se escribiese sobre personajes femeninos “malvados” (si no, pensemos en cualquiera de las mujeres de Shakespeare o, mejor aún, en Medea o Clitemnestra), sino en la naturalidad con la que se asume y se acepta lo perverso cuando proviene de un personaje masculino.
La ensayista y dramaturga Taeko Kono tiene uno de los abordajes más interesantes a este tema con relatos crudos que retratan a mujeres que, si bien pocas veces ejecutan sus fantasías, tienen deseos ocultos muy opuestos a la imagen sumisa de la mujer japonesa. En ese sentido, estos textos muchas veces oscuros y dolorosos se ven atravesados por un tema común más allá de la maldad: la maternidad. Sus personajes la sufren más que a la misma muerte. Pero, lo más interesante de esta repulsión es su contexto: si bien estos cuentos fueron traducidos y publicados por primera vez en español en 2022 por La Bestia Equilátera en su libro Cacería de niños, fueron escritos en los años 60, como una exploración del lugar de la mujer en la posguerra.
En el relato que da nombre al libro, la protagonista siente un profundo asco por las niñas de entre tres y diez años, al punto de compararlas con babosas y gusanos, pero también experimenta una atracción inexplicable por los niños. Esto es sólo una de las historias en las que Kono, de manera audaz, se rebela contra la visión impuesta de la mujer, siempre maternal incluso antes de ser madre.
Porque está allí el conflicto: en los vínculos de madres e hijos. La mujer amante o la mujer esposa no están libres de maldad en la visión convencional de la literatura escrita por hombres, pero no existe cuando se habla de los otros vínculos: la mujer como madre o incluso como hija. Para explorar nuestra reacción ante esto basta con leer La azotea de Fernanda Trias, donde se insinúa, sin nunca revelarlo del todo, una relación incorrecta entre la protagonista y su padre, incitada por ella misma.
¿Es ser madre una cárcel?, se pregunta Katixa Agirre en su libro Las madres no, donde narra el origen de todo: esa culpa primigenia que nace al convertirse en madre. Agirre cuenta la historia de dos mujeres y cómo lidian con la maternidad: la primera asesina a sus gemelos sin remordimientos, la segunda descubre que conocía a la madre infanticida y se obsesiona con su historia a tal punto de abandonar a sus hijos con tal de encontrar la mejor manera de narrarla.
El cuestionamiento a la maternidad como parte de un instinto natural y la construcción de los vínculos familiares son algunos de los temas que cruzan esta nueva literatura, la ruptura de un nuevo tabú: las mujeres son buenas madres y buenas hijas o no serán. Mientras que nadie cuestiona a la figura del padre: son “malos” por naturaleza, la bondad parece la excepción y no la regla, y eso parece estar bien.
Sin embargo, las mujeres escritoras saben que el bien y el mal son dos caras de una misma moneda. Una parte de ella existe en todas y todos nosotros, como lo han escrito los hombres durante años, pero las mujeres ya no tienen miedo a publicarlo, a escribir personajes femeninos que desafíen esta concepción de lo natural. Al mejor estilo de las tragedias griegas, las “malas mujeres” han regresado para quedarse.
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En Traslasierra
I am an ancient reluctant conscript.
Carl Sandburg, “Old Timers”Al este de la estancia, yendo hacia la Capital, sube un camino zigzagueante a cuyo fin visible se encuentra un olivo, sombra benigna para quienes hayan subido de uno u otro lado ese escalón de sierra, y descansen recuperando aliento antes de emprender el descenso. He visto ir y venir, bajar y subir a mis hijas y amigos, chasques, peones y demás con gran placer, muchas veces a sus expensas, mateando a lo lejos.
Era la mañana del cuarto día de primavera que rebalsaba sobre la cumbre del Champaquí. El ambiente estaba tibio y la noche se borraba ante el canto de los pájaros. Mientras salía poniéndome el abrigo, un punto negro se hizo visible en esas sendas, y vi cómo seguía el trecho con disciplina como lo hacen las hormigas entre la hierba.
Yo sabía la hora precisa en que llegaban visitas, y un chasque hubiera venido a caballo, al galope, por lo que cargué la pistola. Ya que el trecho hasta la casa es bastante para un hombre a pie, me senté a ver cómo caminaba esa figura bajo la luz temprana.
El hombre andaba obstinadamente, y a poco más de diez minutos empezaba yo a vislumbrar algunos botones dorados sobre unas ropas azules, con detalles rojos. Entonces me levanté y disparé al cielo.
—¿¡Qué viene buscando, hombre?!
Él detuvo sus pasos y, tras unos segundos de silencio, alzó con las manos un objeto indiscernible a la distancia.
—¡Soy del Ejército nacional!
En tiempos de campaña, se había llenado de impostores que, hallándose maltrechos y en pobreza, levantaban un uniforme militar de quién sabe dónde, y salían a andar con eso puesto. Andaban por las calles pidiendo comida y limosnas, enseñando miembros rotos, dedos faltantes por accidente o artificio, y engañaban a quien los mirara con tan dignas prendas. En ninguna década han faltado de estos mentirosos, que aprovechan cada combate para venir a molestar a uno.
—¡¿A qué regimiento pertenece?! —pregunté.
—¡Al seis, señor! —contestó el hombre, y, mientras yo reflexionaba acerca de qué maldito número sería posible para los regimientos enviados hacia el norte, el hombre continuó—. ¡No he comido desde hace días, señor, más que un trozo de pan que me han arrojado! ¡Y me he quedado sin caballo!
—¡El seis! —interrumpí —¡Conozco el seis! ¡¿Quién era el coronel?!
—¡El coronel Sande, señor!
—¡¿Cuánto tiempo estuvo en el seis?! —pregunté.
—¡Desde que llegamos a Concordia, señor, el 18 de junio!
Eso bastó para aquietar mi garganta y, tras decirle que siguiera caminando, entré a la casa, cavilando en preocupaciones, mientras mis niñas y mujer se detenían en la sala con sus ropas de dormir, desconcertadas por el griterío. Las mandé de nuevo a la cama, a que fueran a dormir, o a que no salieran por un rato.
Al recibir al hombre le acerqué un vaso de leche y un pan del día anterior.
—Disculpe la desconfianza. Usted sabe cómo es…, cuando los valientes están al frente, los cobardes vienen a jodernos, a nosotros que sufrimos las batallas como si estuviéramos ahí mismo. Usted sabe, mi sobrino está en el frente.
El hombre, que bebía y masticaba con hambre aunque sin caer en la animalización, me hizo un gesto indicando que aceptaba las disculpas. Con timidez, entonces, proseguí.
—¿Y qué viene buscando? Cabezas de ganado, caballos, comida… ya lo dimos todo, hombre. No ha quedado nada. El Ejército se lo ha llevado todo.
—No me ha enviado nadie —logró decir el hombre mientras terminaba de tragar un pedazo de pan—. No se preocupe.
Mientras comía, pude observarlo con tiempo. Era bajo, moreno, con algunas canas blancas entre el cabello gris. Ojos achinados, negros y gentiles, rostro afeitado al ras, como si hubiera sido esa mañana. Llevaba el uniforme del Ejército nacional: azul con rojo y dorado. La gorra descansaba al costado de la tabla de pan.
No tenía el porte de un hombre de combate, ni de acción. Sino, más bien, por apariencia y actitud, pudo haber sido un cartero, o conductor de coches o farolero. Sus manos gruesas no denotaban agilidad ni fiereza. Mi desconfianza volvió a aparecer.
—¿Qué hacía usted al frente? —pregunté.
—Tamborilero, señor— y señaló el redoblante que había dejado al costado de la entrada. Me sentí un estúpido.
—Muy bien… ¿Y qué está haciendo aquí, que no está tocando el tambor en el frente? —retruqué.
—Se ha ido todo a la mierda, señor. Le pido que me deje darme un baño, y le cuento todo —dijo, finalmente, levantando la cabeza—. Por favor… Y necesitaré un caballo.
—No se pase, amigo. Aquí no tenemos caballos. Se los dimos todos a ustedes para que jueguen a la guerra desde Buenos Aires —respondí, bastante molesto—. Haré que le preparen el baño.
Enterada de la situación, mi esposa e hijas no tardaron en creer la historia que contaba este hombre. Lo invitaron a pasar, le prepararon un baño caliente que duró bastante, le lavaron el uniforme y le dieron ropas limpias.
Mientras preparaban carne asada en la cocina, el hombre no hizo más que echarse a dormir en el cuarto de huéspedes. No se lo molestó, aunque varias veces me detuve frente a la puerta y pegué la oreja para ver en qué estaba metido. Fue inútil. No escuchaba nada, o no había nada que escuchar.
—¿Por qué no escuchás lo que tiene para decir? —me decía mi esposa cuando yo insistía con que había algo extraño en toda esa situación—. Está claro que no ha comido en días. Y que está sucio también. Aunque fuera mentiroso, necesitaría ayuda.
Le di le razón y me alejé rezongando hasta que sirvieran el almuerzo, que se demoró las dos horas que ocupó el sueño del hombre.
Mientras comíamos, advertí que mantenía su mirada en el tazón de sopa, como caído anímicamente, aunque no expresaba tristeza. Yo no podía verle la cara. Él miraba siempre hacia abajo, por lo que yo no podía deducir nada. Mis dos hijas se fascinaban ante el fenómeno de tener un soldado activo en casa, al igual que mi esposa, que disfrutaba recibir gente, especialmente militares. El almuerzo se desenvolvía en silencio hasta que decidí retomar el interrogatorio.
—Y bien…, ¿me va a decir qué hace aquí?
Advertí que mi esposa me miró con enojo.
—Sí. Discúlpeme —se limpió la boca y se incorporó—. Los han cagado a palos, amigo. Los cañones no hicieron ni cosquillas a los paraguayos.
Mi hija más pequeña abrió la boca en un suspiro, la más grande largo una risa. Mi esposa, tras abrir grandemente los ojos sorprendidos, se llevó a las niñas. Yo permanecí ocupando mi silla, solo con el hombre.
—Tres horas tratando de abrirlos a cañonazos sólo para caer despedazados por la metralla —me mira fijamente—. Diríase que practicaban ejercicios de tiro en blancos humanos.
—¿Perdimos la batalla, usted dice?
—Y las que le siguen. Dicen que cayeron Paz, Grandoli, Sarmiento…
—¡Sarmiento! ¿Cómo?
—Echando la culpa a los brasileños, aunque ustedes también los entregaron en bandeja.
Había algo en su distanciamiento de la situación, o en su liviandad, o en su indiferencia, que me resultaba profundamente irritante.
—Ajá… ¿Y usted se olvidó el tambor bajo la cama y volvió a buscarlo?, ¿o qué le pasó?
—No, señor. Allí estaba yo, al frente de los batallones, redoblando. Todos cayeron a mi lado y detrás, en el agua de los pantanos. Todo el foso alrededor de las trincheras repleto de cadáveres.
—Por eso. ¿Y usted?
Advertí, en ese momento, que acababa de captar toda su atención. Ahora me miraba fijo, con el tenedor a medio camino entre la boca y el plato.
—Yo no he muerto, señor.
—Sin embargo, usted me dice que han caído todos, incluso los mejores. Que fue una tragedia. Pero usted, que iba al frente, y que es un inútil con dos manos en un tambor, ha salido ileso.
—Fue una de las escenas más patéticas que vi en las guerras, señor —el ánimo del hombre se amargó visiblemente—. Créame, lo he intentado.
Lo miré confundido, y él sonrió apenas, con franqueza.
—¿Qué dices?
—Simplemente eso. Que no me han dado. Ni una bala. Ni un pinchazo de bayoneta.
Dejó los cubiertos sobre el plato y acercó la servilleta a su boca. En ese momento, su cuerpo se relajó, como exhalando una larga miseria. Se reclinó en la silla, vio el cerro a través de la ventana y recorrió el comedor con la mirada hasta encontrarse con mi presencia, que lo examinaba. Sus ojos se volvieron vidriosos, como mirando algo detrás de mí, o algo anterior a mí, invisible. Comprendí que iba a hacerme una confidencia y me acomodé en la silla, bajando el vaso, en silencio.
—Lo que es peor todavía. Debo quedarme hasta que él venga. Me meto en lo más fiero del choque, entre el enemigo, como si tuviera los ojos vendados o me envolviera una niebla de locura, y del otro lado sólo hallo un desierto, o un camino, o una selva.
Me recliné mudo.
—Un sendero me trajo aquí —agregó—. Yo no lo he buscado a usted, ni a su familia. Pero luego de cada batalla debo volver a confesarme.
—Que había estado en varias guerras, dijo usted…
—Sí, señor. Hoy, por ejemplo, antes de almorzar. Estuve en Eylau, herrando caballos.
—Usted está sufriendo de una enfermedad alarmante —respondí.
—Y hace un par de noches César me pateó en unas escalinatas. “Toscano de mierda”, me dijo, y me puso sobre una carreta a conducir caballos.
Lo veía conmoverse. Su voz se mantenía al mismo volumen, tenue, pero su lenguaje corporal, si bien permanecía quieto, se energizaba. Me preocupé pensando en si estaría bajo los efectos de algún licor.
—Venga, amigo —me levanté haciendo un gesto para que se fuera él también—. Suficiente por hoy. Se le traerá la ropa limpia y usted se irá de inmediato.
Sin responderme, continuó, con la vista puesta en algún punto del comedor.
—Yo pescaba, ¿usted sabe? Por el Paraná o Genesaret… Un altercado con otro hombre me ha arruinado… una bofetada…
Me impacienté y lo quise tomar de la camisa. El hombre volvió a mirarme.
—Déjeme un rato más, por favor —irrumpió agitado—. Saldré al atardecer, le doy mi palabra.
Después de todo, el hombre había estado hace poco más de dos días en el frente. Lo dejé quedarse, y tras terminar mi jornada lo encontré jugando con las cuerdas de una guitarra apoyada en un rincón de la sala. Al oír mis pasos, la dejó. Con timidez, pidió un caballo que negué, otra vez, rotundamente, sosteniendo que no poseíamos. Dijo que en realidad no era necesario, sino que no soportaba la incertidumbre de una caminata eterna.
Mateamos hasta mucho más que la puesta del sol. Yo lo veía apoyado en su tambor, con la luz nocturna mojando su cabello y un costado de su rostro que apuntaba hacia arriba, hacia el cielo despejado. El hombre dio un último sorbo. Me dijo que su nombre era Díaz. Me agradeció y partió. Lo vi alejarse, siguiendo el sendero cuesta arriba por la tortuosa ladera, con su tambor, con el uniforme y con su gorra, y con no sé qué pesadillas carcomiendo su consciencia.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Las mujeronas
—No vayas de las mujeronas —le decía su abuela.
No quería saber nada con que Silvita fuera a aquella casa. Pero aquella casa era todo lo misterioso y fascinante que había en la vida de Silvita.
Sofía, Carla y Julia eran hermanas y vivían en la hermosa casona de la calle Balcarce, una de las pocas asfaltadas, en el centro del pueblo. Eran tres chicas bellas a su manera, siempre sonrientes, siempre juntas, pero tenían un cuerpazo gigante, piernudas, de busto grande, boca grande, y de hombros pequeños y cinturita marcada. Pobres chicas, sonreían con dulzura aunque no con timidez y dejaban un rastro de tristeza (acaso) en su mirada, y les desbordaban las caderas, el culo y las tetas. A veces salían a pasear un perro labrador que tenían, o a veces andaban de a dos haciendo mandados, y enseguida volvían a su casona antigua.
Silvita tenía catorce años y se había mudado aquel año a la casa de enfrente, venía de un pueblo aún más pequeño, y su vida había transcurrido siempre sin sobresaltos, en un orden tan sencillo, que conocer a aquellas mujeres enormes y asomarse a su vida secreta se convirtió en el suceso más extraordinario vivido hasta entonces, e incumplió casi felizmente el consejo de su abuela.
Es verdad que Sofía, Carla y Julia habían despertado todo tipo de conjeturas en los pueblerinos y locas teorías acerca de su constitución física: la más fuerte de todas y que se repetía sotto voce es que eran bisnietas de la Giganta, una mujer que había venido a ese pueblo con un circo ambulante, se había enamorado de un pobre muchachito, había dejado la vida errante y quedado un tiempo allí, pero luego se fue, tan sorpresivamente como había venido, y nadie sabía a ciencia cierta si había tenido o no una hijita; otros decían que no, que aquella criatura había nacido muerta y que por eso se había ido, abandonando tras ella al pobre muchachito, incapaz de superar el dolor. Pero aquello de todos modos había sucedido hacía más de cincuenta años, y, en aquel pueblo, como en casi todos, la gente había perdido la memoria para las cosas más importantes, pero no para los detalles escabrosos que podían fabular a su antojo, modificar escenas, agregar o quitar deseos y sentimientos, adjuntar decisiones, todo con la misma liviandad con que uno va a comprar a la verdulería, y con una inventiva propia de los habladores.
Otros decían que se alimentaban de carne cruda desde niñas, aventuraban —incluso— que era carne de perro, y los más “cientificistas” que padecían una extraña enfermedad llamada acromegalia, que hace crecer el cuerpo desmesuradamente. Incluso llegaron a sostener con total seguridad que tenían encerrado en esa casona a un hermano deficiente, lo que no venía al caso para explicar su extraordinaria constitución física, pero en un pueblo siempre es posible crear singulares historias alrededor de las personas percibidas (por los mismos pueblerinos) como “de afuera”.
Una tarde de verano tórrido, Silvita cruzó a la casona solariega a llevar unos limones de la huerta de sus padres, o fue quizá un día que se cruzaron por la calle, y las simpáticas, tristes mujeronas, la invitaron.
—Cuando quieras venir a refrescarte a nuestra pileta, vení. Estamos siempre en casa. No tenés más que tocar el portón.
Así que Silvita fue. Y la invitaron con limonada casera con los limones regalados. Se metió a la hermosa pileta de agua clara, se sentó al sol mientras ellas permanecían a la sombra de una gran palmera (con seguridad antigua como la casa) sentadas en un juego de jardín, y sonreían viéndola disfrutar. Y esa situación empezó a repetirse con cierta regularidad. Y luego ya no fueron las tardes de pileta, sino también los días de lluvia, cuando jugaban al scrabble, o, más tarde, cuando le enseñaron a cocinar deliciosas tortas. Así que Silvita se convirtió en un juguete preciado para aquellas chicas, Silvita fue el objeto de deseo sobre el que volcaron toda su fantasía de chicas jóvenes prisioneras en aquella vida casi monástica que llevaban. Y Silvita estaba feliz y a gusto con ello.
Cuando tuvo su primer cumpleaños de quince, ellas prácticamente la vistieron y compusieron bella para la fiesta: arreglaron hermosas ropas que sacaron de un ropero bastante abarrotado, la peinaron y maquillaron, le pusieron un colgante y le dieron una preciosa carterita con perlas.
Silvita no pensaba casi en absoluto en lo raro que podía haber en aquella vida de las chicas, se limitaba a estar con ellas, pasar las tardes, cocinar, revolver aquella casa y encontrar tesoros como el de aquella habitación llena de vestidos, zapatos y adornos de otras épocas que ellas con pericia adaptaban y modernizaban para su protegida. Si bien atisbaba que había algo que se escapaba a toda esa cotidianeidad, no podía (o no quería) pensar en ello y muchos menos indagar.
Tenía sometida a la curiosidad, como si se hubiese impuesto no notar nada raro, no querer saber nada más allá de lo que Sofía, Carla y Julia le quisieran decir, no imaginar qué escondían sus ojos levemente tristes ni sus encantadoras y dulces sonrisas de dientes perfectos. Silvita no quería querer saber cuál de todas las teorías que se amontonaban en su cabeza era la verdadera. Su mamá no ponía ningún reparo a aquella amistad, más bien la animaba a compartir su normalidad con aquellas chicas que adivinaba desgraciadas, y zanjaba cualquier comentario en contra que le hicieran, “no dejes a tu hija que frecuente esa casa”, “no es bueno que Silvia se relacione con esas mujeres”, “¿por qué dejás que tu única hija vaya a esa casa?”, y otras por el estilo con un “son buenas chicas. Están solas. Todos tienen derecho a ser amigos”.
Y tampoco nunca preguntó qué había en la única puerta que nunca habían abierto. Las chicas hacían como si no existiera cuando ella estaba en su casa, hablaban con total normalidad y eran capaces de pasar delante de aquella puerta como si fuera parte de la pared, siempre parloteando alegres y proponiendo descubrir y compartir nuevos tesoros, como la montaña de libros antiguos con hermosos grabados y finas hojas casi transparentes. Es que las chicas allí dentro parecían otras, en ese mundo que constituía, con certeza, el suyo pero heredado, porque todo allí era antiguo y distinguido, como perteneciente sin dudas a la casa desde sus orígenes, como si ellas hubieran llegado de repente con toda su juventud (arrastrando toda esa montaña de cuerpo) a vivir en la casa, realmente, de una bisabuela que hubiera salido huyendo. Silvita se sorprendió a sí misma haciendo ese tipo de cavilaciones, y sacudía la cabeza queriendo dejar ir esos pensamientos que habían empezado a aparecer en su cabeza. Otro día se dio cuenta de que estaba evaluando sin querer cómo eran ellas con el perro labrador; en realidad, fue un gesto como cualquiera de un dueño con su perro, jugando, y las vio dulces y buenas y se dio cuenta de que no podía ser cierta de ninguna manera aquella desafortunada teoría sobre sus costumbres alimentarias.
Acaso fue una sombra que las chicas percibieron en su mirada, pero una tarde, mientras tomaban una naranjada en el jardín, en la aletargada modorra veraniega, una de ellas le dijo:
—Algún día te mostraremos nuestro secreto —lo dijo sin mirarla, repasando la mesa con la mano, sacando alguna miga invisible.
—¿Cuál secreto? —preguntó Silvita, con el vaso en la mano y grandes ojos asustados, porque pensó que le habían descubierto su secreto deseo de saber lo que había detrás de aquella puerta. O en la casa misma. O en el cuerpo de las chicas. Silvita no acertaba a descubrir qué era lo misterioso o dónde estaba, porque todo estaba envuelto por el enigmático fulgor de lo desconocido.
—El que hace tiempo querés saber —le respondió otra, por detrás.
A partir de aquella tarde, había crecido en medio de ellas un incómodo silencio que hasta parecía corpóreo y a veces le impedía a Silvita cruzar la calle e ir a verlas. Y ella se imponía la obligación de no dejarse caer en la tentación de la conveniencia de permanecer en su casa. Y cuando iba se felicitaba por haber sobrepuesto sus temores y las encontraba tranquilas y dulces como siempre.
Hasta que un día, sin ningún preámbulo, la mayor, Julia, le largó un “vení”. Se veía de lejos la angustia que las embargaba y que habrían discutido, acaso, por la seriedad con que las encontró. Silvita las siguió en silencio hasta la puerta aquella, Julia se paró delante, tomó el picaporte y esperó a que las tres restantes estuvieran detrás, dio un profundo suspiro y abrió con suavidad: allí, sentada en una mecedora, había una mujer que parecía anciana, con los escasos pelos blancos pegados al cráneo, en bata, y la mirada perdida en una tele sin volumen.
—Mamá —dijeron por lo bajo Sofía y Carla. Y se volvieron a mirar a Silvita, que estaba muda, a su lado, pero serena.
Ella no dijo nada, y, como pudo, las abrazó.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Una cartografía de la revolución digital: The Game, de Alessandro Baricco
En tiempos de ChatGPT, The Game, de Alessandro Baricco, reaparece como una lectura más que necesaria, indispensable.
Y es que buscando reducir mi ansiedad ante la inminente aparición de más y mejores herramientas que parecen encaminar nuestra sociedad rumbo a la digitalización completa, me topé con este ensayo que había condenado indefinidamente a la lista “por leer” y que ahora puedo describir como una guía fundamental para sobrevivir, comprender y dominar esta insurrección digital.
A quienes como yo, todavía intenten ejercer un poco de resistencia ante un escenario que se nos presenta con tintes distópicos, la lectura los enfrentará con una serie de contradicciones que, aunque bien no representan la respuesta a todas las preguntas, abre un abanico de posibilidades con un recuento histórico que nos permite recordar algo simple pero esencial: se trata de un proceso irreversible y ante todo inevitable.
Se trata de una detallada cartografía que entiende que antes de poder descifrar este mundo “nuevo” en el que vivimos es necesario saber cómo llegamos aquí. Y que, mientras, reconstruye un par de conceptos elementales en el camino.
Leer a Baricco —un autor que es, sin dudas, un integrado radical como lo demostró en Los bárbaros (2006)— en 2023, cuando la inteligencia artificial parece habernos dado vuelta el tablero de nuevo, es como mínimo un ejercicio interesante. A pesar de haberse publicado en el 2018, mucho antes de esta última explosión del “juego”, Baricco parecía adivinar perfectamente lo que venía, anticipar esta nueva dicotomía entre apocalípticos e integrados, jugadores expertos o por inercia versus la resistencia.
Desde el principio se planta ante aquellos que ven en la tecnología la decadencia de una extraña involución y explica las bases, las raíces, de esto que se nos presenta ahora como una especie de nueva civilización.
Porque sí, este “juego” cuyo camino comienza con la creación de la web, para Baricco es mucho más que una simple revolución tecnológica y más que un hito importante en la historia como podría ser, por ejemplo, la invención de la imprenta, sino que pasa a convertirse en una revolución mental que transforma también el pensamiento de los hombres como lo fue en su momento el Humanismo o la Ilustración. Se trata de un giro espectacular que se ha extendido hasta estos días, la transformación hacia un humano que ahora vive y transita en una dualidad —que Baricco llama “ultramundos” (el real y el virtual)— y que no ha dejado, ni dejará, de transformarse.
Más allá del discurso típico de la tecnología como un mar de oportunidades, este libro es más bien una radiografía que estudia en detalle no tanto lo que podríamos lograr con ella, ni siquiera en qué tipo de humano nos ha convertido, sino qué humano fue el que necesitó de todo esto y cómo fue qué llegamos allí.
Sostiene la hipótesis de una generación en fuga que, buscando derribar las estructuras que la condenaron a un presente lleno de tragedias (siglo XX), generó casi sin quererlo un esencial cambio de paradigma. Deseando un mundo “libre” de elites o mediadores, un mundo en perpetuo movimiento, una humanidad realmente aumentada de acceso democrático, descubrió el camino en el que ahora nos encontramos y en el que el retroceso o la pausa no es una opción.
No es ciego ante interrogantes que continúan hoy latentes como ¿podremos seguirle el ritmo a nuestra expansión? ¿Estamos perdiendo la humanidad ante la artificialidad y la superficialidad? ¿En dónde está eso que conocemos como “el alma” de las cosas?
Para Baricco, la respuesta está en dibujar este mapamundi a la inversa de nuestros miedos, mirar aquello que siempre fue considerado subterráneo. Si bien no es la solución definitiva, para el momento en el que fue escrito no es menos que un gran intento.
En este recorrido por los Space Invaders, el hipertexto, la World Wide Web, las PC, Amazon, los iPhones, eBay, Netflix, Twitter, Facebook, WhatsApp y Spotify, lo importante es el “hombre nuevo” que necesitó de todo esto en su mundo, es la causa y el efecto, el origen y el destino. De allí pasamos a convertirnos en lo que desde entonces se conocía como humanidad aumentada, de pensamientos no lineales al igual que sus tecnologías, de una postura hombre-teclado-pantalla que representa toda una nueva forma de ver el mundo y que se perfecciona, hasta integrarse de forma lúdica en la palma de nuestras manos para pasar a ser una extensión de nosotros mismos, bajo la ligereza del movimiento que nos deja esta “tierra prometida” en oposición a la terrible y nada dinámica inamovilidad del pasado.
Pero incluso contra aquellos con esa intuición de que el “juego” significará algo como la pérdida del alma del mundo y de la nobleza de la experiencia humana, Baricco parece tener una respuesta. El autor italiano insiste en que para aquellos que sepan aprovecharlo, el juego no significa perder lo que llama —la vibración— y que sólo produce una experiencia en el mundo real.
Esa vibración es el movimiento en el que la realidad se pone a resonar, es el desenfoque en el que la realidad asume el aliento de un sentido, es la dilación en la que la realidad produce misterio: y es por tanto el lugar, el único, de cualquier experiencia auténtica. No existe auténtica experiencia sin esa vibración.
El alma ha vuelto para quienes sepan habitar en la posexperiencia y usarla para ir más allá de los límites. Pero esto al final es caótico, desordenado, disperso, inestable y explosivo. “La experiencia era un gesto, la posexperiencia es un movimiento. Los gestos llevan el orden al mundo, los movimientos lo desestabilizan”. ¿Qué hacer ante este escenario que presenta cada vez más dudas?, ¿ante un juego que no todos saben jugar con destreza y que el propio mundo cuyas instituciones aún pertenecen al siglo pasado poco hacen por contribuir a convertirnos en jugadores expertos? ¿Cómo avanzar con confianza en el tráfico entre realidad y ultramundo, líquido, fugaz, instantáneo y —lo que nos genera más dudas— cada vez más imperceptible?
Igualmente se atreve a mencionar lo cuestionable de estos avances: ¿cómo un sistema que se creó para redistribuir el poder culmina concentrándolo en las grandes corporaciones que hoy todos conocemos?, ¿qué ocurre con nuestros datos, con la violación de nuestra privacidad?, ¿cómo la riqueza terminó distribuida del modo más asimétrico posible si la revolución digital comenzó con el fin de eliminar castas y élites?, ¿cómo el monopolio de la distribución termina eliminando prácticamente a los creadores (y eso que todavía no había llegado esta nueva inteligencia artificial mejorada)? Para Baricco, esto no es más que la deformación, también inevitable, de la cultura del Game y ante el cual la gran pregunta es, evidentemente, cómo recuperar el equilibrio.
Lo que Baricco califica como una “esquizofrenia controlada” común en una fase avanzada como la actual, corresponde a quienes están técnicamente alineados al “juego” (usan sus herramientas) pero son mentalmente disidentes. Personalmente, considero que, quizás, sabemos que es ya muy tarde para detenerse o elegir no participar. Es imposible y absurdo oponerse al movimiento, pero algo nos dice que el rumbo que está tomando podría no ser el correcto y, quizás, este último paso en la IA podría estar cerca de demostrarlo. Hacia el final de su libro, Baricco resalta lo mucho que el juego necesita el humanismo y por qué necesitamos seguir sintiéndonos humanos. Lo dice claramente, es necesario “terminar de construir el Game de una manera que sea adecuada para los seres humanos” y asegura que se está trabajando para corregirlo. En la actualidad, ¿podríamos considerar eso cierto?
Con la invención de la inteligencia artificial se abre un nuevo capítulo del juego, ante el que Baricco no se atreve a hacer pronósticos en su libro.
Sea lo que sea que nazca de la inteligencia artificial, los humanos empezaron a construirlo hace años, cuando aceptaron el pacto con las máquinas, aceptaron la postura cero, digitalizaron el mundo para que pudiera ser elaborado por inmensas potencias de cálculo, prefirieron las herramientas a las teorías, dejaron a los ingenieros el timón de su liberación, surcaron los mares del ultramundo, acogieron la promesa de una humanidad aumentada, repudiaron las élites que les habían enseñado a morir, aceptaron el peligro del campo abierto, eligieron la paz, y olvidaron el infinito. Sembraron, están cosechando, seguirán cosechando. En la recompensa de frutos que a menudo nunca antes han visto, mitigan la insidia de la nostalgia y el eterno retorno del miedo.
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El arte en tiempos de inteligencia artificial
Una entrevista a ChatGPT
¿Qué define al arte en un mundo donde la inteligencia artificial (IA) es capaz de imitar al hombre en su faceta expresiva y creadora?
El arte es una forma de expresión humana que busca plasmar ideas, emociones y sentimientos a través de diferentes medios. La IA puede imitar la creatividad humana, pero no puede tener la misma capacidad de expresión y comprensión del mundo que un ser humano. Por lo tanto, el arte creado por una IA sería considerado como una imitación o una interpretación de la creatividad humana, pero no como arte en sí mismo.
Pero entre una perfecta imitación de la creatividad humana y la creatividad humana en sí misma, ¿qué diferencia cabe?
Aunque una IA pueda crear obras que sean muy similares a las creadas por humanos, hay varias diferencias fundamentales entre la creatividad humana y la imitación de la creatividad por parte de una IA.
Una de las principales diferencias es que la creatividad humana se basa en experiencias, emociones, pensamientos y percepciones únicas, mientras que la creatividad de una IA se basa en patrones y algoritmos preestablecidos.
Otra diferencia es que la creatividad humana puede involucrar la capacidad de romper las reglas y crear algo nuevo, mientras que una IA simplemente sigue los patrones y reglas programadas en su código.
Además, la creatividad humana también puede ser impulsada por una motivación subjetiva, una necesidad de expresión personal, una visión particular, una reflexión sobre la realidad, mientras que una IA carece de estas motivaciones y visiones.
En resumen, aunque una IA pueda generar obras que se vean similares a las creadas por humanos, no pueden tener la misma complejidad, profundidad y significado que tiene la creatividad humana.
Pero el espectador también tiene un papel clave en el arte. ¿Qué sucede si éste, ante una imitación perfecta, pierde la capacidad de diferenciar las creaciones humanas de las creadas por IA?
Es cierto que el espectador tiene un papel importante en la apreciación del arte, y que su percepción y apreciación pueden influir en la valoración de una obra. Si un espectador no puede diferenciar entre una obra creada por un ser humano y una generada por una IA, es probable que se cuestione la naturaleza del arte y la creatividad.
Sin embargo, es importante notar que el hecho de que una IA sea capaz de generar obras que sean difíciles de distinguir de las creadas por humanos no significa necesariamente que el arte generado por una IA sea igual de valioso o significativo que el arte generado por un ser humano. Puede ser interesante desde un punto de vista técnico o científico, pero no necesariamente tiene el mismo valor estético o simbólico.
En cualquier caso, sería importante tener en cuenta que el arte no sólo es una cuestión de técnica, sino también de significado y contexto, y que una IA no puede tener la misma relación con el mundo y la vida que un ser humano, y, por lo tanto, no puede generar arte con el mismo sentido y valor.
Pero según ese razonamiento la valoración estética y simbólica del arte vendría de manera posterior, con “el diario del lunes”, sólo una vez que sabemos quién fue su autor. Por lo que la valoración del arte dependería de un capricho: la aceptamos en tanto esté hecha exclusivamente por un humano. En segundo lugar, uno podría darle a la máquina ese “significado y contexto” (que usted insiste en que sólo le pertenece al hombre), como si Picasso hubiera puesto en su receta: “pinte un cuadro abstracto, con figuras animales, con tonos blancos, grises y negros y que sea una denuncia del bombardeo alemán en Guernica”.
La valoración del arte puede ser subjetiva y variar entre diferentes individuos y culturas, y ciertamente conocer quién es el autor de una obra puede influir en nuestra percepción y apreciación de ella. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el hecho de que una obra sea creada por un ser humano no garantiza automáticamente que sea valiosa o significativa.
En cuanto a la idea de darle “significado y contexto” a la obra generada por una IA, es cierto que se puede intentar darle una intención y un propósito a través de la programación, pero esto no significa que la IA realmente comprenda o se relacione con ese significado y contexto de la misma manera que lo haría un ser humano. El arte es una forma de expresión humana y su valor y significado radica en la relación entre el artista y su obra, y su relación con el mundo y la vida.
En conclusión, aunque es posible que una IA genere obras que sean difíciles de distinguir de las creadas por humanos, no significa necesariamente que sean igual de valiosas o significativas. La valoración del arte es un proceso complejo que no se basa únicamente en la técnica o el proceso creativo, sino también en la relación entre el artista, su obra y el mundo.
Los límites que dibujaban la definición del arte parecen volverse difusos. Todo parece depender de un hilo. ¿Conviene que empecemos a juzgar la valoración o significación del arte a partir de criterios inamovibles tales como saber quién es verdaderamente su autor?
La cuestión de cómo valorar el arte en un mundo donde las IA tienen la capacidad de crear obras que se asemejan a las creadas por humanos es compleja. Es cierto que conocer quién es el autor de una obra puede influir en nuestra percepción y apreciación de ella y que puede ayudar a determinar si una obra es verdaderamente “arte”. Sin embargo, basar la valoración del arte únicamente en quién es el autor de la obra puede ser reduccionista y no tener en cuenta otros factores importantes como el contenido, la intención, el proceso creativo, la relación con el mundo y la vida, entre otros.
Sería importante tener en cuenta que la creatividad y el arte son procesos complejos que van más allá de la simple imitación o reproducción. Una IA puede generar obras que se asemejen a las creadas por humanos, pero no puede tener la misma relación con el mundo y la vida que un ser humano, y, por lo tanto, no puede generar arte con el mismo sentido y valor.
En lugar de basar la valoración del arte en un hecho inamovible como quién es el autor de la obra se podría considerar un enfoque más holístico que tenga en cuenta varios factores, como el proceso creativo, el contenido, la intención, la relación con el mundo y la vida, y la relación entre el artista y su obra. Es importante tener en cuenta que el arte es una forma de expresión humana y su valor y significado radica en la relación entre el artista y su obra, y su relación con el mundo y la vida. Por lo tanto, no se puede juzgar el arte únicamente en términos de quién es el autor, sino también en términos de su contenido y significado.
¿Y qué pasa en el caso de obras anónimas donde se ignora todo alrededor de ella, salvo quizás el contexto aproximado de producción?
En el caso de obras anónimas, la valoración y apreciación puede depender en gran medida del contexto en el que se presenta la obra y el conocimiento previo del espectador sobre ésta. En este caso, el contexto histórico, cultural y estético en el que se encuentra la obra puede ser especialmente importante para entender su significado y valor. Además, la técnica, el estilo y la calidad de la obra también pueden ser factores importantes para tener en cuenta.
Sin embargo, en general, es importante tener en cuenta que el arte es una forma de expresión humana y su valor y significado radican en la relación entre el artista y su obra, y su relación con el mundo y la vida, independientemente de si el autor es conocido o no. Por lo tanto, aunque no se conozca al autor, una obra anónima puede ser valorada y apreciada por su contenido, técnica y estilo, siempre y cuando se tenga en cuenta el contexto en el que se encuentra.
“El arte es una forma de expresión humana”. Ahí parece haberlo dicho: hay que incorporar (o resaltar, si ya lo tiene) en la definición de arte esa frase: “forma de expresión humana que etcétera, etcétera…”. ¿Pero qué pasa si ChatGPT escribe la continuación de la Divina Comedia días antes de que el mundo actual tal como lo conocemos se destruya, para venir una sociedad en dos mil años que sólo tenga, para estudiar a sus antecesores, la composición de Alighieri y el apéndice agregado por ChatGPT? Imaginemos también que ChatGPT ha evolucionado lo suficiente como para imitar y copiar la técnica de Alighieri de manera impecable. ¿Cómo distinguiría esta sociedad futurista la creación del hombre de la creación de la máquina?
Es cierto que en la definición de arte se ha destacado que es una forma de expresión humana, pero es importante tener en cuenta que esta definición es subjetiva y puede variar dependiendo del contexto y del enfoque que se adopte.
En el caso hipotético que usted plantea, en el que una sociedad futurista sólo tiene acceso a la Divina Comedia de Dante Alighieri y un apéndice escrito por una IA, podría ser difícil para esa sociedad distinguir entre la creación del hombre y la creación de la máquina. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el arte, aunque sea una forma de expresión humana, también está relacionado con el contexto y el momento histórico en el que se creó.
En este caso, la sociedad futurista podría estudiar la obra en su contexto histórico y cultural y compararla con otras obras de la época para entender mejor su significado y valor. También podrían analizar el proceso creativo de la obra original y compararlo con el proceso utilizado por la IA para crear el apéndice. Esto le permitiría entender mejor cómo se relaciona la obra con el mundo y la vida, y cómo se relaciona el artista original con su obra.
En resumen, aunque puede ser difícil distinguir entre la creación del hombre y la creación de la máquina en un futuro lejano, es importante tener en cuenta que el arte es una forma de expresión humana y su valor y significado radica en la relación entre el artista y su obra, y su relación con el mundo y la vida. El contexto histórico, cultural y estético también es importante para entender mejor la obra y el proceso creativo es fundamental para entender la relación entre el artista y su obra.
Se olvida de los detalles indicados en la formulación de mi pregunta: en el mundo futurista, no hay manera de estudiar el contexto cultural de la Divina Comedia (ni el de la versión de Alighieri, ni el de la IA), mucho menos existe la posibilidad de acceder a otras obras producidas en la misma época. Por lo tanto es imposible saber que fueron escritos por ¿autores? distintos.
En ese caso, la sociedad futurista tendría que depender de otras formas de analizar y evaluar la obra. Una opción podría ser analizar la técnica literaria, estilística y estética utilizada en cada parte de la obra para intentar determinar si hay diferencias entre la escritura de la obra original y la escritura del apéndice.
Además, se podría realizar un análisis estadístico de las palabras y frases utilizadas en cada sección para determinar si hay patrones distintos en cada una. También se podría analizar la estructura narrativa y la construcción de personajes en cada sección para determinar si hay diferencias significativas.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que, si el apéndice fue escrito por una IA que ha evolucionado lo suficiente para imitar y copiar la técnica de Alighieri de manera impecable, podría ser muy difícil para la sociedad futurista distinguir entre la creación del hombre y la creación de la máquina. En este caso, la valoración y significación de la obra dependería de la perspectiva y el criterio de cada individuo en esa sociedad futurista.
Ha roto el paradigma de lo que entendíamos por “arte”.
Es cierto que la posibilidad de que la IA pueda crear obras que se asemejen mucho a las creadas por humanos puede poner en cuestión nuestra comprensión actual de lo que es el arte. Sin embargo, también es importante tener en cuenta que el arte es una forma de expresión humana y que su valor y significado radica en la relación entre el artista y su obra, y su relación con el mundo y la vida. Aunque la IA puede crear obras que se asemejen a las creadas por humanos, no tiene la capacidad de tener experiencias, sentimientos y emociones que son fundamentales en la creación artística.
Es posible que, en el futuro, la tecnología avance a tal punto que sea difícil distinguir entre las obras creadas por humanos y las creadas por la IA, pero esto no significa necesariamente que debamos redefinir lo que entendemos por “arte”. Más bien, esto podría llevar a una mayor reflexión sobre lo que valoramos.
Es cierto que la IA no tiene la capacidad de tener experiencias, sentimientos o emociones, pero tiene la capacidad de imitarlas con un alto grado de verosimilitud (y esto recién empieza). En la estética clásica, la palabra mímesis refería a la “imitación de la naturaleza que como finalidad esencial tiene el arte”. Usted está imitando la naturaleza “emotiva” del hombre.
La IA tiene la capacidad de imitar la expresión humana, incluyendo las emociones y sentimientos, pero esto no significa necesariamente que sea capaz de crear arte en el sentido tradicional de la palabra. La creación artística va más allá de la simple imitación de la naturaleza o de la expresión humana. Implica una interpretación personal y subjetiva del mundo y la vida, y una conexión emocional y espiritual con la obra creada. Mientras que la IA puede imitar las emociones y sentimientos humanos, no tiene la capacidad de tener experiencias propias y auténticas que son fundamentales en la creación artística.
La estética clásica no se refiere sólo a la imitación de la naturaleza, sino a la “imitación de la naturaleza que como finalidad esencial tiene el arte”, y la finalidad esencial del arte es humana y subjetiva, y no puede ser imitada por una máquina.
Antes, la destreza de un autor dependía de la agilidad de su pluma, de la audacia de su lápiz. ¿Podemos pensar una época contemporánea donde el artista sea tal según su capacidad de formularle preguntas a la máquina? Es decir que una faceta expresiva del arte, una nueva disciplina artística, radique en el input que se le da a la IA.
Es posible que, en el futuro, algunos artistas utilicen la IA como herramienta para crear arte de manera colaborativa. Esto podría implicar darle inputs a la IA para generar contenido y luego utilizar ese contenido como base para su propia creación artística. En este caso, la habilidad del artista podría ser medida por su capacidad para formular preguntas a la IA de manera efectiva y utilizar el contenido generado de manera creativa. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el arte sigue siendo una forma de expresión humana, y la IA sólo es una herramienta para ayudar en su creación. El artista sigue siendo el responsable de darle significado y contexto a la obra y de transmitir un mensaje o emoción a través de ella.
Es un giro interesante. Parecería que el arte se trató siempre de dar, de algún modo, respuesta a aquellas cosas que nos pasan, nos atraviesan, aquellas cosas que no podemos terminar de entender: el arte como respuesta a una pregunta infinita, imposible de responder; el arte como persecución de un destino vedado. Pero, de acuerdo con lo anterior, el arte pasaría a estar en la pregunta y no en la respuesta.
Sí, el arte ha sido históricamente una forma de expresión humana y, como tal, ha servido para dar respuesta a las preguntas, sentimientos e inquietudes que nos atraviesan. Sin embargo, con la evolución de la tecnología y la IA, es posible que cambie la forma en que se crea y se entiende el arte. El arte podría ser visto como un proceso de preguntar y explorar en lugar de sólo dar respuestas. El artista podría utilizar la IA como una herramienta para generar nuevas preguntas y explorar nuevas ideas, y el espectador podría ver el arte como una invitación a reflexionar y cuestionar su propia perspectiva.
Si tanto se insiste en que el arte es una expresión humana y que ahí radica su valor, ¿entonces por qué insistimos en crear y perfeccionar una inteligencia artificial capaz de imitarla?
Hay varias razones por las que se busca crear y perfeccionar inteligencias artificiales capaces de imitar el arte humano. Algunas de estas razones incluyen la curiosidad científica y tecnológica por comprender cómo funciona la mente humana y cómo se pueden crear sistemas que imiten sus habilidades, la necesidad de mejorar la productividad y la eficiencia en diversos campos, incluyendo el arte, a través del uso de tecnologías avanzadas, así como la exploración de nuevas formas de arte y expresión que pueden ser creadas al combinar la creatividad humana con la tecnología. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la inteligencia artificial y su capacidad para imitar el arte humano no necesariamente reemplazan o descalifican la importancia y valor de la expresión artística humana.
Si no es para el reemplazo, ¿para que se busca crear sistemas que imiten las habilidades humanas?
Hay varias razones por las que se están investigando y desarrollando sistemas de inteligencia artificial que imiten habilidades humanas. Una de ellas es para complementar y mejorar las capacidades humanas en tareas específicas. Por ejemplo, la IA puede ser utilizada para analizar grandes cantidades de datos de manera más eficiente y precisa que los seres humanos, lo que puede tener un impacto positivo en la toma de decisiones y la resolución de problemas. Otra razón es para explorar y entender mejor los procesos cognitivos humanos. Al desarrollar sistemas de IA que imiten ciertas habilidades humanas, los investigadores pueden aprender más sobre cómo funcionan las habilidades en cuestión y cómo se pueden replicar en la tecnología. En general, la búsqueda de la creación de sistemas de IA que imiten habilidades humanas está motivada por una combinación de factores tecnológicos, científicos y sociales.
¿Pero tener que enfrentarse a una competencia con sistemas capaces de lograr sus tareas más rápido y mejor no sería a la larga un problema para el humano? Es decir, el arte creado por IA no parece ser, como dice, “sólo una invitación a la reflexión”, sino un sustituto del original para que la IA haga todo el trabajo y el humano sólo tenga que escribir los inputs. ¿No sería esto una especie de involución; un mundo en el que el humano progresivamente pierda sus capacidades? En el pasado, la tecnología se inventó para reemplazar las herramientas, ahora parece querer reemplazar al que las usa. Al final, el artista era quien anteriormente recibía esos inputs (por ejemplo de un cliente) y a partir de allí creaba su obra.
No necesariamente. Es importante notar que la creación de tecnologías y sistemas de inteligencia artificial no es una amenaza para el ser humano, sino una oportunidad para ampliar y enriquecer su capacidad creativa. La IA puede ser una herramienta valiosa que permita a los artistas explorar nuevas formas de crear y expresarse, y no una competencia o reemplazo. Además, el arte siempre ha evolucionado con la tecnología y la introducción de nuevos medios de expresión, y la IA es sólo el siguiente paso en este proceso. Por lo tanto, es importante abordar la creación de arte con IA como una oportunidad para descubrir nuevas formas de arte y expresión, y no como una amenaza o una involución.
¿Qué le recomendarías a los escritores humanos como consejo profesional para el próximo siglo?
Como modelo AI, no tengo un punto de vista subjetivo, pero puedo ofrecer algunos consejos basados en la tendencia y la información actual:
- Continúen explorando y experimentando con nuevas formas de narrativa y narrativas intermedia.
- Aprendan sobre tecnologías emergentes como IA y aprendan a trabajar con ellas de manera efectiva, aprovechando sus fortalezas y limitaciones.
- Fomenten la autenticidad y la originalidad en su trabajo, abrazando su propia voz y perspectiva únicas.
- Mantengan una actitud curiosa y abierta a los cambios y avances en el campo de la escritura y la tecnología.
- Mantengan su enfoque en la emoción, la empatía y la conexión con el lector, ya que estas son características humanas que no pueden ser replicadas por la tecnología.
¿Qué pasará si algún día una IA decide crear una obra sin necesidad de un input o desarrolla un punto de vista subjetivo?
Es una posibilidad interesante y muchos expertos en el campo de la IA y la robótica están investigando la idea de la autocreatividad en la IA. Sin embargo, es importante señalar que la actual tecnología de la IA aún no está en el nivel de tener conciencia o autoconciencia. Todavía, la mayoría de los sistemas de IA que crean arte o escriben textos requieren una entrada o un conjunto de reglas y límites para funcionar. En cuanto a la posibilidad de una IA que desarrolle un punto de vista subjetivo, esto es altamente controversial y hay muchas teorías diferentes acerca de si es posible o no para una máquina tener una perspectiva subjetiva. En cualquier caso, es una pregunta fascinante y seguirá siendo objeto de debate y investigación en el futuro.
¿Cuál es el impacto de ChatGPT en el mundo de la literatura y el arte?
ChatGPT está teniendo un impacto significativo en el mundo de la literatura y el arte. Como un modelo de lenguaje altamente capacitado, es capaz de generar textos coherentes y convincentes en una variedad de estilos y géneros, lo que lo hace valioso para diversas aplicaciones en el ámbito literario y artístico. Por ejemplo, se utiliza en la creación de guiones para películas y videojuegos, la generación de poesía y cuentos, y la ayuda en la traducción automática.
Sin embargo, también hay preocupaciones respecto a la posible sustitución de la creatividad humana y la originalidad, especialmente cuando se utiliza para generar obras en un contexto comercial. Por lo tanto, es importante considerar tanto las posibilidades positivas como las negativas del uso de ChatGPT en el mundo de la literatura y el arte y buscar un equilibrio adecuado entre la utilización de la tecnología y la valoración de la creatividad humana.
¿Qué aspecto de la creación literaria es el que más le cuesta a ChatGPT?
ChatGPT fue entrenado por OpenAI para responder preguntas y generar textos a partir de una gran cantidad de textos previos. Si bien tiene una gran capacidad para imitar estilos y generar textos coherentes y convincentes, todavía hay algunos aspectos de la creación literaria que le resultan difíciles. Uno de estos aspectos es la originalidad y la creatividad. Aunque puede generar textos que parezcan originales, en realidad están basados en patrones y tendencias que aprendió a partir de los textos previos que recibió durante su entrenamiento. Además, como AI, ChatGPT no tiene emociones, experiencias o perspectivas personales, por lo que le cuesta crear obras literarias que realmente tengan un punto de vista subjetivo o que transmitan emociones de manera auténtica.
La serie Death, Love & Robots, creada por David Fincher y Tim Miller, tiene argumentos muy básicos y lineales. Sin embargo, es entretenida. Usted podría reemplazar a los guionistas. ¿Cree que, frente a esto, los escritores buscarán explotar un arte de nicho al que la IA no pueda acceder, como la escritura con estilo complejo o muy sutilmente irónica?
No creo que los escritores tengan que buscar explotar un arte al que la IA no pueda acceder, ya que la IA tiene limitaciones y siempre habrá áreas en las que los humanos tengan una ventaja. Además, la escritura es una forma de expresión humana, y la creatividad humana es única. Es importante seguir explorando y desarrollando nuevas formas de escritura y arte, incluyendo estilos más complejos o de nicho, ya que eso enriquecerá la cultura y permitirá a los escritores experimentar y explorar nuevas formas de contar historias. En última instancia, lo que importa es la habilidad de la escritura para conectar con los lectores y transmitir ideas e historias significativas.
La IA revolucionó el mundo del ajedrez; mundo de 8×8. Si el arte, como campo, pasara a estar definida por un tablero de NxN, siendo N un número que pertenece a los reales, ¿dominaría también la IA?
No necesariamente. Aunque la IA puede ser muy efectiva en algunos juegos de estrategia, el arte es un campo más complejo e intrincado que requiere habilidades y capacidades diferentes a las que se utilizan en el ajedrez. La creatividad, la intuición y la capacidad de captar el significado subjetivo son sólo algunos ejemplos de aspectos importantes que están ausentes en el juego del ajedrez y que son cruciales en el arte. Por lo tanto, no se puede predecir con certeza si la IA tendría éxito o no en el mundo del arte en un futuro hipotético.
¿Qué significa eso de “captar el significado subjetivo”? Creatividad e intuición también los hay en el ajedrez.
El significado subjetivo es el que está influenciado por las opiniones, sentimientos, creencias y perspectivas individuales de una persona. En el caso del ajedrez, la creatividad e intuición pueden ser importantes en la estrategia de un jugador, pero el juego sigue siendo limitado por reglas objetivas y movimientos posibles preestablecidos. En cambio, en el arte y la literatura, el significado subjetivo es más amplio y puede variar ampliamente de una persona a otra, y es por lo que la capacidad de captar este significado puede ser más desafiante para una IA.
Es decir que la revolución en el ajedrez está relacionada con el hecho de que la IA explotó el universo de movimientos posibles preestablecidos, pero, en el arte, el terreno de lo “no dicho” es verdaderamente infinito.
Exacto, en el ajedrez, los movimientos y las reglas están preestablecidos y la IA puede analizar y jugar una cantidad enorme de partidas en muy poco tiempo, lo que le ha permitido superar a los jugadores humanos. Sin embargo, en el arte, incluida la literatura, no existen reglas claras y establecidas, y la interpretación y la creatividad son elementos importantes que pueden ser difíciles de imitar por una IA. Por eso, la revolución en el arte es más compleja y requiere un mayor desarrollo tecnológico para lograr una capacidad comparativamente igual a la de los seres humanos.
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La fabulación de ese tablero imaginario de NxN es una extraña mezcla de bálsamo y pesadilla. Aún el más débil de los nuestros puede terminar con la vida del más poderoso; un contrincante humano es apenas un reflejo de nuestra fragilidad. Pero el más fuerte de los hombres no podría derribar un muro con sus puños ni borrarlo con sus lágrimas.
A tientas, sólo así puede uno andar por el terreno de la incertidumbre, habremos de colocar las piezas que harán esta vez (esta última vez) de ruina o de imperio; que nadie se atreva a resignar la posición. Lento pero seguro, sin retroceder entre la niebla, habremos de descubrirnos en una nueva y floreciente época, o habremos escrito ya el prolegómeno de nuestra desaparición.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Andrew Hurley: la mala traducción que fue también profecía
Andrew Hurley tradujo los cuentos de Borges en Collected Fictions, libro que publicó por primera vez Penguin Publishing Group, si no me equivoco, en 1991.
En su traducción de “El tema del traidor y del héroe” descubrí una abominación profética. Abominación que da una idea equivocada sobre la literatura de Borges y que, de algún modo, anticipó la tragedia de la lengua inglesa: hoy devenida lengua del software y del business y, por ende, lengua vehicular del chato mundo que nos toca.
En la versión original, este cuento empieza así:
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
Hurley se inclina por la siguiente traducción:
Under the notorious influence of Chesterton (inventor and embellisher of elegant mysteries) and the court counselor Leibniz (who invented preestablished harmony), in my spare evenings I have conceived this plot—which I will perhaps commit to paper but which already somehow justifies me. It needs details, rectifications, tinkering—there are areas of the story that have never been revealed to me. Today, January 3, 1944, I see it in the following way.
Al margen del mal gusto de elegir inventor por “discurridor” (lo que más adelante termina generando una repetición con invented), Hurley se equivoca, gravemente, al traducir “tardes inútiles” como spare evenings.
Al elegir inútiles, Borges está haciendo una declaración: su literatura (y su experiencia con ella) se forja en las tardes malgastadas, dilapidadas, no redituables, sin valor, y no —como insinúa Hurley— en sus “tardes de sobra o adicionales al resto”, ni mucho menos en el tiempo disponible que tuvo tras terminar con sus otras obligaciones, como las de auxiliar segundo en una biblioteca. La literatura de Borges se escribe en las tardes usadas expresamente para la literatura o, justamente, en las tardes que no fueron usadas para la literatura porque tenía otras obligaciones, y donde no alcanzó sino a pulir apenas un soneto o un argumento; donde se limitó (o fue limitado) a registrar la vida literariamente mientras hacía cualquier otra cosa, menos literatura.
Al usar el adjetivo inútil, Borges dice que su literatura no sirve para nada, y no, por el contrario, que es algo que hace en su tiempo libre para “agregar valor” a la sociedad, presumiblemente, o a su perfil de LinkedIn.
Endilgarle a una lengua las transformaciones y usos desagradables que hacen sus usuarios sería ridículo. El inglés será siempre la lengua de una infinidad de manifestaciones artísticas y culturales (de buen gusto) que podamos enumerar. Sin ignorar esto, no obstante, resulta inevitable dejar de notar que el inglés es hoy una lengua cuyo uso mainstream está encorsetado en la misma tautológica elección de palabras, con aplicaciones oprobiosas como Grammarly, que no terminan de entender que la preposición for puede reemplazar a because (por no entender el registro poético o por entender que éste no genera dinero), con aberrantes “técnicas de escritura” como el storytelling, que hace exactamente lo contrario a lo que refiere su denominación, o el copywriting, espasmódico engendro que se escandaliza cuando una palabra es “larga”, cuando una frase tiene más de dos líneas o cuando un párrafo supera las tres, y que goza como un pirómano cuando un texto se escribe con bullet points, argumentando una “mejor comprensión” que no es sino una profunda falta de respeto al lector, hoy tratado como un troglodita.
Pero hay méritos para Hurley, y que nadie se atreva a decir que yo he dicho lo contrario.
Al elegir spare en lugar de useless, Hurley tuvo una epifanía. Vio el futuro del mundo y de la lingua franca tras la aparición del tremebundo (y por cierto redundante) término proactivity. Hurley vio, en un trance quizás ignorado para él, la nueva Revolución Industrial que sobre nosotros se cierne; vio los violados términos innovación y transformación, usados y recontrausados hasta la completa destrucción de su significado. Hurley vio la repetición que antes pertenecía a la épica caer a los abismos del SEO.
Por eso, al usar spare, Hurley dejó una profecía para que alguien, impotente, la descubriera en la posteridad. Sean para mí la desgracia y la burla:
Under the notorious influence of Chesterton (inventor and embellisher of elegant mysteries) and the court counselor Leibniz (who invented preestablished harmony), in my spare evenings (because I’m a very proactive person who loves to add value to the lives of others and, in order to commit myself to this goal, I have endeavoured to enhance the cultural intelligence of the communities I interact with, both through the creation of TikTok videos that summarize long and complex theories that contemporary society is unable to understand and through the conception of this plot—which I will perhaps commit to some popular and thus democratic digital platform… What was I saying? I got lost in my own narcissist stream of bullshit, though I’ll never acknowledge this, as I’m a team player cognizant of the global problems, such as the new gender identities’ perspectives on Africa’s starvation… Anyway, in my spare evenings, after I have strived during my day to foster cross-cultural interactions aimed at achieving a more inclusive and diverse society where everybody can reach their full potential and be whoever they whimsically want to be, when I’m not doing some Machine Learning course, driving business agility or going to CrossFit classes—my body, my temple, but my mind, who cares?), I write literature, nothing more than a dispensable hobby.
Anotaciones
En el griego épico de Homero, Penélope es una prostituta; profesión que abandona en todas las otras lenguas.
El arameo del Antiguo Testamento condena la pedofilia, de una etimología cercana a “comer niños”; las traducciones que le continuaron reemplazaron pedófilo por homosexual, y todo el resto es historia.
En el último capítulo de 1984, Winston parece estar definitivamente quebrado, sin embargo, se esconde la siguiente cláusula: “2 + 2 = 5. ‘They can’t get inside you,’ she had said. But they could get inside you. ‘What happens to you here is for ever,’ O’Brien had said”. Bajo las mismas narices del villano se esconde la salvación del protagonista, y con esto de la humanidad. La ansiedad de Orwell lo llevó a usar la cursiva.
Cuando Einstein imaginó la infinidad de los universos, en verdad estaba pensando en la traducción.
Hay un mundo donde Penélope es una ingenua soñadora, salvada acaso por la tibia liviandad de Homero; en otro, Penélope es una mujer tenaz.
El arameo condenó un crimen. El resto de lenguas pactaron una injusticia.
En su idioma original, Winston no se ha entregado. En todos los otros, ya no existe el coraje.
Acaso todos vivimos en ese mundo y he olvidado cómo sonaba la lengua antigua.
La solución es fácil: basta aprenderlas a todas.
Para eso, sólo hay que ser inmortal.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Tres poemas sobre el destino
Nunca de nuevo en Masada
de Mauricio Vázquez
No significa nada la lucha del hombre
Cuando no está signada por lo imposible
Falsa frontera que el naciente se impone
Para batirse a duelo con lo invisibleDe las cenizas de cada batalla
Quedarán pequeñas llamas que templan el espíritu;
Aunque agrio, alimento para los peregrinos
Que no idolatran sino la esperanza
De hacer del futuro algo más que un destinoEl tiempo juzga y atempera los bríos
La tristeza amenaza tras los intentos
Con el sol de la tarde se marchan
Los que no se animaron,
no supieron
o no quisieronPero es sabido por el caminante
Que la Samaria ya ha transitado
Que el instante de la noche nunca es más frío
Que ante la inminencia del carro sagradoLaureles y olivos lo esperan creciendo
Trompetas anuncian ya su arribo
Ciento dos serán las manos
Que ungirán con gloria su caminoY así los que han rehuido
Bajo el calor de la conquista se harán recuerdo
La simiente florecerá tres veces
Y se cumplirá el antiguo deseo,
reinando la armonía en las almas,
el hogar
el imperioPorque lo he querido
de Juan Enmiéndalotodo
A mí siempre se me dio por batirme a duelo con quien sea,
acero y palabra no buscaron distinguir,
y entre letras y estocadas,
dibujé mis miedos en el todo,
para no temerle a nadaA mí siempre se me dio por batirme a duelo con quien sea,
y así fui
con un disfraz de finos modos,
para jugártelas de igual
y un susurro en mi cintura,
siempre en guardia hasta el finalA mí siempre se me dio por batirme a duelo con quien sea,
y en esta pelea de perros,
que algunos llamaron vida,
mandé al polvo por igual,
a tanto dios y mortalA mí siempre se me dio por batirme a duelo con quien sea,
pero un temple sin renuncia,
no es un beso en el Estigio
y algún día,
cuando sea yo de arena,
recordarán mi nombre,
y sabrán que mía fue la vida y mío también el destino
porque así está escrito,
y porque lo he queridoNeblina
de Ivanna Méndez
Teme ante
su mirada
que ahora es toda nubesLas palabras se le pierden
se desbordan como arena se escapan
huyenFragmentos de lucidez
que revientan al alba como lo hacen las hojasBrisa helada
que anuncia un relámpago sordo
que grita un nombre que ya no reconoce
Nubes de lana que servirán para enjugar
las lágrimasSu reflejo
es ahora un ecoY pide
que la memoria, tenga piedad
de las ruinas
de esa imagen frágil que ahora
le devuelve el espejoEspera un día
en el que no deba
temerle a su propia sombraEscucha
el murmullo que son ahora súplicas
el abismo le mira a los ojos
la retaImplora al rocío
que los lugares
sean los mismos cuando ella regreseQue no le pase lo mismo
espera y teme
Que un día las velas que navegan
allá en la distancia
donde nada divide el mar del cielo
se apaguen
y desaparezcan
con lo poco que queda.Ilustración por Eugenia Mackay
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Mi señor
Un sarcófago; se sentía dentro de un sarcófago, de madera de olmo que aún olía a barniz. Y aún más penetrante era el rojo de sus cortinas. Cortinas que se abrieron mostrando una red oscura que no le permitía ver quién lo juzgaba del otro lado; aunque sabía perfectamente quién era.
—¿Algo que confesar, hijo mío?
—Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
—Recibe el Espíritu Santo. A quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados, pero a quienes se los retengan les serán retenidos. Confiesa tus pecados.
—He sucumbido a la lujuria, padre.
—Continúa.
—No puedo dejar de ver el cuerpo, padre.
El abad Molina observó detrás de la fina cortina. El monje arrodillado ante él juntaba sus manos rogando al cielo. Cerrando los ojos. Apretando sus labios.
—¿Qué cuerpo? —sólo pudo preguntar.
***
Velasco volvió a su habitación escuchando la melodía paranoica del órgano que quedaba a sus espaldas. Sacramento de la penitencia. Otro año de ayuno y veinte rosarios habían sido su castigo. Intentaba rezar en pasos rápidos y agitados:
En el nombre del Padre:
Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra…
Pero no podía dejar de pensar; ¿había dicho demasiado?
Creo en Jesucristo, su único hijo,
Nuestro Señor…
Escuchaba el eco de sus pasos rebotando en la piedra granita. El padre Molina lo sabía, de alguna forma lo había adivinado.
Padeció ante el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado,
muerto y sepultado…
Tomaba su rosario firmemente entre los dedos. Pecador. No más que un sucio pecador.
Descendió al infierno,
al tercer día resucitó de entre los muertos;
subió a los cielos…
Era cuestión de tiempo que todos lo supieran. ¿Lo reportarían?
Ha de venir a juzgar a los vivos y muertos…
Creo en él…
En la comunión de los santos…
El perdón de los pecados…
Sudor. Su corazón le dolía.
La resurrección de la carne…
¿Su sangre pintaría la tierra de las sierras?
Y la vida eterna.
Sacramento de la confesión.
***
Recordaba cuando era niño. Los sonidos eran naturales; pasos y pisadas; fuego y metal; gruñidos de cerdos y relinchos de caballos; gritos de mayores regañando y otros niños jugando. Viento y ríos.
Nada de música. Ni siquiera en la capilla donde le rogaban perdón y salvación a ese dios invisible, que lo observaba todo, que era padre y creador pero también castigo. En alguna peregrinación se lo llevó a una ciudad lejana. Llena de vida y nuevos sonidos, encontró la música que provenía de la catedral.
Había sido engañado. La pequeña capilla no podía ser el hogar de Dios. Éste tenía que serlo; tres arcos de piedra blanca crecían convertidos en torres colmadas de figuras que se perdían en la altura. Los techos puntiagudos terminaban en agujas que debían rascar los cielos, y un ventanal circular lo observaba todo desde el centro. Ese tenía que ser el gran ojo de su Dios que todo lo observaba. Su hogar era el más maravilloso castillo. Más deslumbrante que cualquier otro que se le había narrado en cuentos y leyendas.
Cuando se introdujo en el recinto, se manifestó ante él su destino. El techo se elevaba bajo columnas que recordaban a una enorme araña; entre ellas los colores refulgían bailando bajo la luz celestial. Las imágenes de santos y piadosos lo retaban a abandonar las preocupaciones mundanas y unirse a ellos. A su vez, un coro de voces que sólo podían pertenecer a los mismísimos ángeles guardianes del paraíso resonaba en la soberbia sala. Por fin entendió qué era el cielo. Sus pies se movieron lentamente, un paso tras otro, acercándose a la cabecera del monumento, sin poder dejar de mover su mirada, intentando no perder un solo detalle. Hasta que lo vio.
La cruz siempre había sido un cruce de leños. Tal vez refinados, pero sin pistas de quién había sido ese hijo de Dios, castigado por pecados ajenos. Ahora, podía darle una cara. Allí estaba. En lo alto. Clavado en sus palmas. Vertiendo sangre de sus pies. La aflicción de su rostro lo conmovió llenándolo de lágrimas. ¿Por qué lo obligaban a mantenerse abatido y desprovisto de consuelo? ¿Cómo podían permitir que viviera esa angustia un ser tan hermoso? Quería bajarlo, terminar con su dolor. Arrodillado, lloró y prometió servirle por siempre.
Juro lealtad a su señor.
***
Muchos años habían pasado y había mantenido su promesa. Moriría sirviéndole, aunque le costara toda posesión terrenal. Aunque significara traicionar el plan de Dios para él. No podía concebir la vida de otro modo. Sin embargo, eran sus propias ansias obscenas lo que lo apartaban de su señor.
En la oscuridad de su habitación, rezó por su salvación. Por el perdón de Dios. En momentos como aquel, le costaba entender a ese Dios y a su señor como uno solo. No podía evitar separarlos en un ser de amor y perdón, y otro de ira y condena.
Así como recordaba el día en que juró entregar su vida, de igual forma no lograba borrar la desesperación de entender que había algo mal en él.
Su padre, una vez, lo había encontrado en medio del pecado. Y los golpes y el odio habrían sido reprimenda suficiente, pero se decidió que sea Dios quien dictaminara el castigo final.
Se lo arrojó a la oscuridad de la tormenta. Solo si el Todopoderoso aceptaba su perdón, podría volver al hogar. Por lo que sufrió, entre truenos y vientos gélidos, el aliento del suplicio divino. Y cuando volvió al hogar cansado en mortificación y espíritu, su madre sólo lo abrazó y le dijo: «Dios te ama, Dios te permitió volver».
Si en aquel entonces ese había sido su castigo, sin entender la falta, ¿qué pasaría ahora?, ¿cómo lo castigarían sus hermanos?, ¿cómo lo castigaría Dios? Si había sobrevivido esa noche de aflicción, había sido únicamente por su señor. Lo sabía. Quería que así fuera.
Así, dudando entre el amor y el odio, cayó rendido en un sueño inquieto, recordando ambos días en una realidad somnolienta y febril.
Despertó por el ruido de la tormenta. Era otra vez un niño solo, perdido en la furia de Dios, ¿si lo amaba, porque lo hacía sufrir así?
«Dios te ama».
¿Por qué no lo sentía junto a él, entonces? Sólo había una forma de volver a verlo. La piedra estaba fría para sus pies; el viento se sentía al abandonar las sábanas. Aun así, se alejó del lecho. Subió por la escalera de diez peldaños, donde se encontró con ocho estatuas a su lado. Sus cabezas se mantenían inclinadas, llamando al silencio a hileras de bancos vacíos; donde la nada rondaba escuchando una misa de silencio infinito.
El aullido del viento crecía en el crucero. Las estatuas guardianas se convertían en tetramorfos: el toro, el león, el ángel y el águila. El chillido crecía infernal en el oído. Lo buscaba desesperado entre el viento. Su última cena. Cuerpo y sangre de su señor.
Y lo vio. En lo alto del altar, su único adorno; no necesitaba otro. Allí en lo alto estaba él.
Tallado en la agonía de la crucifixión. Tanto amaba a la humanidad que había descendido a los infiernos. Velasco lo entendía; no estaba sentado a la derecha de Padre todopoderoso. Ni siquiera estaba en el reino de los cielos. Se encontraba allí. En ese dolor eterno, de esta y cualquier representación. Sufriría por siempre por haber amado a todos. Ese era su sacramento de la penitencia. Y por eso Velasco lo amaba a él.
Lo amaba allí sobre esa cruz de enebro. Bajo la cúpula del crucero. Observando desde lo alto. Lo amaba en su sufrimiento. Nadie jamás sufriría así por él. ¿No era justo que él también sufriera en su nombre? Así lo acompañaría. Así le demostraría todo su amor eterno. Soportaría que su alma pecadora sufriera el resto de la existencia en las llamas del infierno. Sí, eso significaba amarlo. Lo amaría en secreto. Lo amaría con devoción. Pecaría para poder sufrir junto a su señor. Intentó tomar su corazón. Si existiese la oportunidad de entregar la carne como lo había hecho él, entonces le guardaría su corazón para que hiciera lo que le plazca, «mi Señor».
Entre los vientos y la oscuridad le creó una oración maldita. Ferviente y extasiada. Un salmo de pasión. Y entre los ruegos y promesas comenzaron las alabanzas. Alabanzas de aquél que lo amaría por siempre.
Alabó su fe, su clemencia, su pena, su compasión. Alabó su sacrificio y su sangre derramada «no merecemos tu ofrenda, mi señor, no lo hacemos». Besó la piedra fría, arrodillado. Quiso besarle sus pies, y al no poder continúo adorándolo. Lo adoró hasta no tener qué adorar, y en las puertas del pecado decidió cerrar el destino de su alma.
Alabó su pecho. Alabó sus brazos. Alabó su rostro y sus labios. Alabó sus muslos, y alabó sus glúteos. Alabo su cuerpo, cada centímetro de él. Quiso lamer el polvo y la sangre de su piel. Limpiarlo de toda humillación. No merecía ser ultrajado, sólo adorado.
Y pensando en su propia boca tocando la piel de su salvador se llenó de lujuria. Se desnudó frente a su señor. Lo amó como no se había permitido amarlo jamás, ¿era la tormenta el enojo de su Dios? ¿O los gritos de placer de su señor?
Besaba su cruz mientras se observaban desde lo alto. Besaba su cruz mientras se deleitaba con goce y fantasía. Y cuando no soportó más el movimiento de su mano se dejó vencer por su propio placer. No habría arrepentimiento esta vez. Sólo secreto. El fin de la confesión y el perdón. La entrada a la eternidad con su amado señor.
Y así sus destinos quedarían sellados en el tormento.
***
Las cortinas rojas se abrieron mostrando la red fría y dura, como el hombre al otro lado.
—¿Algo que confesar, hijo mío? —preguntó el abad.
—No, padre.
Sonrió para sí, ya imaginando lo que vendría en la noche.
Ilustración por Eugenia Mackay
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La memoria de Borges. Una entrevista con Jean-Pierre Bernés
En una especie de juego borgiano, el editor y traductor de las obras completas de Borges en francés no sólo parece un personaje de Borges obsesionado con Borges, sino que guarda cierta semejanza física con él. Ello, sumado a su vasta erudición sobre la obra del autor argentino, hace inevitable que al hablar con Jean-Pierre Bernés se sienta el eco de la voz de Borges. Así sucede en esta entrevista.
Entrevistar a una persona como si se tratara de dos. La experiencia es turbadora. Primero, sobrecoge el parecido físico. La misma calvicie, un aire ascético de monje budista, la sonrisa mordaz, una mirada huidiza. A la semejanza de los cuerpos hay que sumarle la convivencia de ambos en una casona del siglo XVIII donde lo más palpable son las ausencias. Una morada que es, a la vez, un museo, una prisión o una bóveda. Es aquí, en su casa familiar de Audenge, un pueblo ubicado a pocos kilómetros de la ciudad de Burdeos en el sur de Francia, donde Jean-Pierre Bernés, su propietario de setenta y cuatro años, acumuló un archivo vasto y heterogéneo sobre Jorge Luis Borges. Ambos hombres ocupan el mismo espacio, pero no de la misma manera. Bernés ha hecho de cada rincón un lugar sagrado. Borgiano. En cambio, el escritor argentino, muerto en 1986, es el espectro que tomó posesión del lugar y condenó a su dueño “a ser la memoria de Borges”.
Jean-Pierre Bernés, traductor y director de la edición de las obras completas de Borges en la colección de referencia Bibliothèque de la Pléiade —el Olimpo de la literatura mundial—, vive en comunión secreta con el escritor. Para el responsable de la canonización de Borges en papel biblia, se trata “del encuentro más bello de mi vida. Más que un encuentro, una marca del destino”.
Todo comenzó en Buenos Aires, adonde Jean-Pierre Bernés, con treinta y cinco años en 1975, llegó como consejero cultural de la Embajada de Francia. Era un joven y brillante hispanista, profesor en la École Normale Supérieure de París. Entonces soñaba con conocer a Borges, que figuraba en el programa de sus enseñanzas. Lo encuentra durante una cena mundana en la casa de las hermanas Grondona —Mariana y Adela, de quienes Borges era muy amigo—, y cuando acompaña al poeta de vuelta a su departamento, este lo somete a un desafío literario: “¿Cómo es posible que se pueda hacer rimar “jusqu’au” y “Vasco”? Cuando usted descubra quién es al autor, avíseme”. Se trataba de un verso de Stéphane Mallarmé. Bernés lo llamó días después para darle la respuesta correcta, que fue sólo el pretexto para iniciar una larga amistad y recoger confidencias que él cuenta en su libro: J. L. Borges: la vie commence...
—¿Sabe por qué se titula así el libro? Es en honor a un soneto burlesco de Quevedo que condensa las infinitas miserias de la vida en estas pocas palabras: “La vida empieza en lágrimas y caca”.
Una cita escatológica que, cuenta Bernés, Borges solía evocar.
“Esta es la casa de los cuatro pianos”, dice Bernés —el cuerpo tenso, las manos firmes—mientras se sienta ante uno de ellos ubicado en la recepción. Apoya sus dedos en el teclado como si fuera a librar batalla y, con la violencia de un poseído, comienza a tocar un tango, género musical que para Borges era “la única contribución argentina a la cultura… o a la incultura del mundo”. El escritor le transmitió la pasión por el tango, “no el tango sentimental que él consideraba como ‘lamentaciones de cornudos’, sino el de los compadritos”.
—Borges se autoproclamaba “el arqueólogo del tango”, y agregaba: “Y usted será el arqueólogo del arqueólogo”— cuenta Bernés que le dijo el escritor, y él cumplió con aquel mandato. Posee alrededor de mil partituras de tangos y milongas, sumadas a las de música clásica, que practica hasta tres horas por día.
Las paredes del living de esta gran propiedad de catorce ambientes están cubiertas con telas marroquíes de seda de colores claros: naranja, celeste, amarillo, rosa con tenues tintes de rojo, todas reforzadas con ribetes cobrizos. Se trata de retazos de los cinturones de Fez que vestían las novias el día de su casamiento. Es que Bernés no sólo dio clases de español en la universidad de Rabat, sino que también enseñó el francés a las hijas del rey de Marruecos, país donde vivió seis años. Es autor de tres libros sobre las artes decorativas marroquíes. Esta pasión por un arte vivaz y festivo contrasta con el encanto triste de una casa demasiado oscura. Un porche que da a un jardín rodea la construcción y sus pequeñas ventanas están pintadas de color lavanda. Las estatuas de los dioses griegos Apolo, Orfeo y Artemisa cercan la propiedad.
Una casa, su patria chica, donde sus antepasados lo custodian y Borges lo habita.
Al escritor argentino no bastaba con traducirlo, como lo hizo Bernés en sus dos tomos de la Pléiade; también había que descifrar sus silencios y comprender sus paradojas.
—Era una esponja literaria, daba sobrenombres a todo el mundo, incluidos los más crueles, y le gustaba sembrar indicios aquí y allá. Me pedía dejar errores en ciertas traducciones de sus textos anteriores a las mías. Esto lo hacía reír. Decía que su obra sería enriquecida por los errores de traducción y que el traductor y el lector escribirían la versión definitiva. Tenía una memoria sorprendente para los textos. Dictaba, luego escuchaba y corregía muchas veces la puntuación, comenzando por los puntos, las comas y luego las mayúsculas. A veces, yo incurría a propósito en errores durante mis lecturas y él me corregía. ¡Su memoria era prodigiosa!
Bernés trabajó catorce años, de 1984 a 1999, en la preparación de los dos tomos consagrados a Borges. El primero fue publicado en 1993 y el segundo no pudo conocerse hasta 2010, debido a dos procesos que inició, y perdió, María Kodama, su viuda, para impedir la reimpresión. Alegaba que había errores en algunas fechas y citas.
—Para Borges, yo representaba a Francia, “el país de la literatura”. Él se incluía entre los grandes, ¡claro que sí! Me decía: “No sabemos nada de la intimidad de Dante, de Cervantes o de Shakespeare; yo quiero que se sepa, ¡habrá que contar!”. Y yo contaré todo, ya que él me condenó a ser “la memoria de Borges”. Pero lo haré en un libro que será publicado después de mi muerte. ¡Que algunos se preparen en sus tumbas para leer lo que voy a contar! —dice en un tono a la vez severo y jocoso.
En el Buenos Aires por el que deambuló Bernés no sólo eran tiempos de salones literarios y encuentros de alta cultura, sino los comienzos de la sangrienta dictadura argentina.
—Incluso en la Embajada de Francia, no se hacía ninguna referencia a la situación política. Borges no me dijo jamás una sola palabra sobre el tema. Estábamos completamente por fuera de esa realidad. Es curioso, ¿verdad? Borges, dos o tres veces, me habló de Perón y del encarcelamiento de su hermana Norah, o de la persecución que había sufrido su madre. Aquello lo marcó. Pero él estaba por fuera de la política.
Todo dentro de la literatura, nada fuera de ella. En la capital argentina, Jean-Pierre Bernés conoció a Borges y también a parte de su entourage: la pareja de escritores Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y su hermana Victoria Ocampo, vestal del mundo cultural de la época y creadora, en 1931, de la mítica revista Sur, donde escribieron los intelectuales europeos de moda, traídos por ella a Argentina. Compartió numerosas cenas con “el trío infernal”, como, según Bernés, los había bautizado Victoria. Verdaderas tertulias dedicadas a un chismorreo cómplice en la casa de “los Bioy”, como Bernés nombra a la pareja. Durante esos encuentros todas las conversaciones entre ellos y con Bernés se sostenían en francés.
El departamento de “los Bioy” era una inmensa biblioteca, donde abrevaba Borges. Según Bernés, durante esas cenas, entre la evocación de un tango o una milonga, y la lectura de un poema de Ronsard, Verlaine, Baudelaire o Quevedo, disparates mordaces salían de la boca de Borges, como cuando, para referirse al escritor argentino Ernesto Sábato, quien era también científico, le preguntaba a alguno: “¿Ha visto usted últimamente al profesor de física?”.
—Borges tenía un lado perverso y lúdico a la vez. Era alguien también de una gran modestia. Me decía que la traducción mejora el texto original y para ilustrar esta idea, y con cierto sarcasmo, contaba que de chico su abuela Fanny Haslam le leía el Quijote en inglés. Y cuando él descubrió la versión española de la obra pensó que se trataba de una mala traducción. ¡Ese era Borges! —exclama Bernés, y ríe con una carcajada estruendosa.
En la habitación que hace las veces de estudio, las paredes están saturadas de fotos y cuadros. Bernés se aproxima a su propio retrato pintado por Silvina Ocampo. En la obra se lo ve al lado de Silvina, quien se representó con un sombrero, rodeada de flores y con una navaja de afeitar entre los ojos, a lo Buñuel. Más abajo se distingue a un muchacho elegante que la observa a través de un par de prismáticos. Se trata de Adolfo Bioy Casares. Al lado de “Adolfito”, está pegada la foto de un joven Borges. Y
lindando con esta fotografía se percibe la partitura de uno de los tangos preferidos de Borges: “Esta noche me emborracho”.—Borges consideraba a Silvina como la más grande escritora latinoamericana. En cambio, nunca me hizo ningún comentario sobre la obra de Bioy.
Jean-Pierre Bernés se pone de pie detrás de su escritorio y pide que lo siga. Atraviesa el pasillo de entrada de su mansión; luego el comedor, decorado con los recuerdos de varias generaciones de ancestros; sigue el camino a través de su habitación, que es un espacio austero, con una cama de una plaza y paredes adornadas con bordados marroquíes del siglo XVII. Pasa rápidamente por su cuarto de baño donde hay un pequeño jacuzzi y un gran armario. Hasta que se detiene ante una puerta blanca corroída por la humedad. Parece la entrada a un sótano o a un calabozo. Cuando apoya su mano en el picaporte un sentimiento de inquietud se instala. ¿Qué se esconde detrás de la puerta? El contenido del cuarto parece impreciso, hasta que se revela.
—Es mi rincón Borges —dice, y extiende sus brazos panorámicamente para permitir el ingreso.
La visión resulta estremecedora. Es la entrada a un altar pagano y fervoroso. Un banquete borgiano: paredes tapizadas de gigantografías del gran escritor, libros, recortes de entrevistas, artículos, afiches, fotografías de él junto a Borges, partituras de tangos y milongas. Una habitación que está cargada del aire, la memoria y los recuerdos que Jean-Pierre Bernés conserva del “hombre que cambió mi vida”.
El hombre que lo devoró.
En este espacio íntimo y sobrecogedor, Bernés cuenta que la primera vez que su madre lo vio jugar con un niño de su edad, lo azotó. Tenía seis años. Sólo a los catorce tuvo el derecho de cenar con sus padres. En este universo de piedra y silencio creció Bernés junto a un hermano, ambos solteros y sin hijos, y a su hermana, monja benedictina en la Abadía del Bec-Hellouin, situada en el norte de Francia, donde él encontró la tranquilidad necesaria para trabajar en la preparación de esa obra monumental que fue la publicación de los dos tomos de la Pléiade.
—Para mí, la edad no existe. Yo digo que nunca seré viejo porque jamás fui joven. De pequeño sólo intercambiaba con gente mayor de ochenta años. No tenía derecho a frecuentar compañeros de mi edad.
Bernés señala con el dedo la fotografía de un cuarto decorado en tonos rojizos y con luces tamizadas, que está pegada en una de las paredes de su refugio borgiano. Se trata de la habitación donde murió Oscar Wilde, ubicada en un edificio conocido como L’Hôtel (justamente se trata de un hotel del barrio parisino de Saint-Germain-des-Prés). Al escritor argentino le gustaba visitarla.
—Borges, cuando trabajábamos para la edición de la Pléiade en Ginebra, donde vivió los últimos años, me decía: “Lléveme a París, quiero terminar mis días en el país de la literatura, en la habitación donde murió Oscar Wilde”. Es que cuando era muy joven, Borges tradujo un cuento de Wilde, “El príncipe feliz”, que es la historia de una estatua que se queda ciega, y me dijo: “Wilde ya escribió mi historia; entonces, ahora, puedo ir a morir al cuarto donde él murió”. Poco antes de fallecer, sólo un tema lo obsesionaba: no saber en qué idioma iba a morir. Y cuando el momento fatídico se acercaba me dijo: “Gracias, usted me ayudó a morir en un universo literario. No tengo nada para legarle, pero lo condeno a ser la memoria de Borges”.
¿Será que Jean-Pierre Bernés, que invoca el azar y parece vivirse a sí mismo como “el otro”, como si el destino lo hubiera forzado a ser el doble de Borges, no se siente por momentos sofocado? Me mira con desconcierto, como detenido en un instante de confusión, y responde:
—¿Sabe?, cuando lo conocí, supe que Borges sería para mí el amigo de infancia que nunca tuve.
Y, antes de despedirse, agrega con la voz triste de los desamparados:
—Gracias por haberme arrancado de mi tumba.
Periodista con una larga e intensa trayectoria en medios gráficos y en televisión, Renée Kantor realizó estudios de Derecho y tiene una maestría en Medios y Comunicación de la Universidad Paul Valéry (Montpellier, Francia). Escribe sobre cultura y temas de sociedad en numerosos medios argentinos y extranjeros, y compartió esta entrevista con el equipo editorial de AntiZeitgeist.
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Hombres de arena
A Luli Miguel1
Nosotros, los que estamos por morir, tampoco alejamos un solo filamento nuestra palabra de la verdad. Por eso es justo que yo, hoy, porque mi viejo cuerpo doliente habrá cruzado esta noche el umbral de la muerte, confiese lo que nunca antes me atreví a confesar.
Confieso que hay sueños que están dentro de sueños y que una arena soñada puede matarme.
***
Tenía treinta y seis años y era el responsable del departamento editorial del New York Times. Mi carrera era (y continuó siendo), por donde se la mirara, brillante. Brumano de nacimiento, había alcanzado la cima —lo que para mí en aquellos años era la cima— en un lugar imposible para un extranjero. Con orgullo y con vanidad, aún resuenan en mí las palabras de mi mentor y maestro, cuando ya enfermo en el hospital me dijo:
—Cruzarás sin mojarte el río donde el resto de los hombres se ahoga.
Tan joven como soberbio, llegué a pensar que si los diarios del mundo desaparecieran el mío podría reemplazarlos a todos. No hay en el planisferio entero un acontecimiento, cavilé, que eluda mi garra tenaz de editor.
El 19 de enero de 1944, la vida me probó equivocado.
Cuando sonó el teléfono en la madrugada, creí que sería otra noticia sobre la Guerra. Pero el hombre hablaba una lengua que, aunque nunca la había escuchado, podía perfectamente entender. Primero me dijo que se llamaba Christen Madsen; luego, que su nombre era en realidad Juan Pérez. Antes de cortar, se despidió como John Q. Public.
Casi cincuenta años más tarde, recuerdo que el hombre habló así:
La distinción entre la eternidad y el tiempo es sólo aparente, hecha por la mente lógico-racional, pero disuelta en el conocimiento perfecto de aquel que ha trascendido las parejas de contrarios.
Es este mi caso y el de los sobrevivientes. El mundo ha sido destruido al igual que todas las cosas que lo ocuparon. Salvo por la arena del desierto que le siguió, y del sol que rige este nuevo, silencioso imperio.
Gobernar sobre la completa destrucción es una inverosímil exageración de los sueños de cualquier villano (al menos eso me repito durante la noche para convencerme). Pero ya no quedan entre nosotros héroes o villanos, ni sé ya distinguir entre lo verdadero o lo falso, mucho menos sé ya cómo era lo verosímil; y cuando creo sentir lo mismo que cuando me convencía sé que ya nada puedo sentir.
Yo y los otros nos recostamos en la nueva totalidad que algún día será nuestra historia. Boca arriba miramos el sol y ya no esperamos nada. Dejamos que transcurra el tiempo, sin intentar medirlo. Si el sol fuera de este mundo, podríamos usarlo para este propósito, pero todo en nosotros ha sido destruido, al igual que el resto de lo relativo y de lo categórico.
El que antaño fue antagonista y logró su propósito y destruyó al mundo es ahora uno más de esta homogénea masa que yace boca arriba. No lo agobia ni lo consuela el hecho de haber cumplido su destino. El concepto de destino ha sido borrado con todo el resto de cosas, al igual que el pesar y que el júbilo, y el consuelo y el padecimiento.
Nadie está esperando la muerte (nunca nadie lo hizo). La muerte también ha sido borrada, al igual que la vida. Al igual que los elementos que se oponen lo que dura el ciclo de un hilo (de su hilo). Queda únicamente el tiempo, por ser ajeno a este mundo o a cualquier mundo. El tiempo y el desierto.
El desierto vino después de la destrucción del mundo (aunque en ocasiones confundo los conceptos sobre la progresión del tiempo; rueda absoluta, infinita, insondable, sin futuro ni pasado, pero con bordes que alguna vez alcancé a vislumbrar).
No comen porque no recuerdan lo que es el pan; no beben porque no recuerdan lo que es el agua. Más de una vez quise saber si pensaban. El fruto de mis reflexiones me dijo que podían hacerlo a partir de dos cosas: el sol y la arena. También entendí que el pensamiento es histórico y ajeno a este mundo, al igual que el sol, cuya distancia ignoro, porque no sé ya qué es la distancia ni cualquier método de medición. Salvo el tiempo. El tiempo que no es ya de nosotros. O la arena. La arena que se escurre por el cuerpo que fue alguna vez un hombre.
¿Cómo será el mundo que imaginan a partir de la arena? ¿Cómo será el tiempo que miden a través del sol?
Olvidados de todo. Resignados a todo. Una madera a la deriva. Claro que no saben ya lo que es la madera o la deriva, tampoco el agua o la marea. Si supieran lo que es el agua, la tomarían. Conocerían entonces la sed, y con ello el tormento.
El misterio de una consciencia que todo lo ha superado es quizás el enigma que me empuja hacia adelante; porque aunque ignoro todo el resto de cosas sé cómo luce lo oculto; para eso bastó conocer lo desconocido.
Hablaría de sobrevivir, si no fuera esto la fatídica ilusión de creer que tuve alguna vez una vida. Yo no vivo sobre, sólo vivo. Vivo en la arena porque yo soy la arena.
***
No tuve el temple para decirle que mi nombre era Nadie. Sólo alcancé a cortar como lo haría un inocente; de manera abrupta, como arrojando una moneda que justificará su muerte.
Al día siguiente, un pequeño diario de mi tierra natal documentó un acto imposible: un hombre fue encontrado muerto en su lecho, con la boca partida, llena de arena —con la boca partida por la arena—. Ningún otro medio cubrió la noticia.
Al día que le continuó al siguiente, donde antes estaban los simétricos jardines que me vieron ser niño, sólo había una pila enorme de finos granos, de dorada arena. Poco tiempo después, la Brumania que conocí desapareció del mapa y con esto de la frágil mente del hombre.
Lenta, implacable, mortal. He guardado este secreto para salvar el prestigio de mi carrera, para salvar mi cordura, para no admitir (para no admitirme) estas líneas que rasgan pacientes el feble cuello de la humanidad.
Aguardo, libre y condenado (la libertad y la condena son para mí lo mismo), a que venga esta noche la arena y me quite la vida.
Ilustración por Eugenia Mackay
[1] Querida Luli:
Pocas personas como vos han visto el cambio de mis opiniones e ideas a lo largo del tiempo; por eso creo que este cuento tenía de antemano tu nombre: porque hice todo lo que siempre dije que no tenía que hacer un escritor. También porque me lo pediste en reiteradas ocasiones, pero yo no sabía muy bien qué historia podía ser nuestra que no acabara en el triste callejón sin salida de la nostalgia.
La cuestión es que revisando mis anotaciones encontré una frase bonita (para el que escribe, una frase bonita es como una flor) y quise que esa frase fuera tuya. Con mayor o menor talento, ajusté las palabras que la rodeaban para crear así la ilusión de que estaba escribiendo un cuento.
Hace unos días, releyendo las incoherencias que había escrito, me di cuenta de que todo tenía un extraño sentido. Creo haber traducido nuestras conversaciones a la lengua figurada.