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La mujer como objeto trágico del arte: el mito de Pigmalión en “El retrato oval”, de Edgar Allan Poe
Los mitos, como modelos arquetípicos y discursos de poder modeladores de la sociedad, merecen ser examinados y revisitados; especialmente aquellos que exponen patrones de dominación que aún en la actualidad continúan perpetuándose. Como señala Barthes en Mitologías (1957, p. 108), el mito es un tipo de discurso al que se le hace transmisor de un mensaje. Afortunadamente, estos mitos no son eternos, sino que están en permanente evolución. Personajes de la mitología como Pigmalión sorprenden en escenarios tan complejos como los de hoy en día, en los que es propio cuestionarse por todos aquellos mitos que contribuyeron a instaurar en el imaginario tales cosas como la idea de una mujer “moldeable” por el hombre. Esta historia, a la luz de un relato como “El retrato oval”, del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, arroja nuevas pistas sobre posibles interpretaciones de un mito polémico desde su popularización.
El mito de Pigmalión es de origen semítico y aparece en la antigüedad bajo distintas representaciones. La primera está recogida por Virgilio en el libro 1 de La Eneida; en esta versión, Pigmalión es rey de Tiro y hermano de Dido. La segunda corresponde a Clemente de Alejandría y aparece en Protrepticus: en ésta, Pigmalión aparece como un rey de Chipre que se enamora de una estatua de marfil que representa a una mujer esculpida por él mismo. La historia cuenta que en una fiesta de la diosa Afrodita, Pigmalión le pide a ésta que le conceda una esposa que se parezca a la estatua. Al regresar a su casa, la estatua cobra vida, pudiendo así Pigmalión ver cumplido su deseo. La tercera y más similar al mito hoy en día popularizado es la versión de Ovidio en el libro décimo de su obra Metamorfosis: Pigmalión, rey de Chipre y escultor, había modelado una figura femenina tan hermosa que se enamora de ella. Finalmente, por deseo de los dioses, ésta cobra vida. La historia culmina con Pigmalión viviendo felizmente junto a su creación que ahora vive.
Por otra parte, “El retrato oval”, relato corto publicado en 1842, de Edgar Allan Poe, escritor emblema del romanticismo norteamericano, es una historia contada desde el punto de vista de un tercero, quien malherido, debe refugiarse junto a su ayudante en lo que parece un castillo abandonado. Estando allí, se dispone a leer un volumen que contiene las historias de los distintos cuadros que llenan las paredes del lugar, hasta que advierte una pintura que antes no había llamado su atención: el pequeño retrato de una joven mujer en un marco oval dorado. En su momento, la confunde con la figura de alguien vivo y por eso, luego de mucho observarlo, busca la historia del cuadro en el libro que había encontrado.
Es en ese momento que comienza la verdadera historia que da nombre al cuento: el relato del cuadro que llamó la atención del hombre. Éste trata de una hermosa mujer esposa de un pintor. Él, obseso y apasionado por su arte, le pide retratarla y ella, aunque dudosa de la propuesta, accede. Sin embargo, con el paso del tiempo, a medida que el pintor completa el retrato, la mujer se consume paulatinamente.
Así, cada día el cuadro se asemeja más a su esposa, mientras ésta se encuentra cada vez más débil. En medio de su éxtasis, el hombre es incapaz de percatarse de cómo cada segundo de dedicación en la obra le roba la vida a su amada, hasta que al dar la pincelada final puede ver que está muerta.
El rol de la mujer
El dominio del hombre sobre la mujer es el primer gran tema en el que convergen ambos relatos. Fundamentados en la construcción cultural de Occidente de que la mujer es creada o formada siempre a partir de un varón, por tanto es inferior a él y carece de voz propia. En ambas obras, el hombre es creador y modelador, mientras que la mujer actúa, al menos a simple vista, únicamente como receptora, se caracteriza por ser un personaje pasivo y que sólo existe para recibir las acciones del hombre.
Fue terrible para la dama oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero ella era humilde y obediente, y permaneció sentada durante muchas horas, posando en la elevada y oscura habitación de la torre donde la luz solo caía desde lo alto sobre la pálida tela.
(Poe, 2018, p. 189)Sin embargo, en las representaciones más tradicionales y explícitas del mito de Pigmalión, la forma en la que se asume cómo el hombre es el que educa, viste y “modela” a la mujer es prácticamente natural; mientras, en el relato de Poe, esta relación se complejiza.
En el mito de Pigmalión, esta dinámica de poder aparece acompañada de otros factores muy propios de su contexto, entre esos, la equiparación de la belleza física con la perfección. En este relato, se ve reflejada la visión griega de la esposa ideal, visión sobre la mujer que no era del todo distinta para los tiempos de Poe y que, de alguna forma, mantiene relación con ciertos temas de la idealización femenina que se ven reflejados en muchas de sus obras, especialmente en su poesía, y que de alguna manera culmina casi siempre en la amada moribunda, específicamente en los poemas “Helen” I y II; en los que no es en vano mencionar que se mantiene la constante del ideal femenino representado por Helena de Troya, aunque encarnado en distintas mujeres (Mariño, 2018, p. 54).
Como señala González-Rivas (2010, p. 460) en relación con Rollason (1984), detrás de esta imagen femenina que culmina en la muerte, también está presente la idea de un miedo inconsciente por parte del hombre a perder su posición dominante ante una mujer temida y amenazante. Tan sólo la idea de que esta pueda existir por separado parece resultarle aterradora. Se trata de un esquema que se repite en varios de los cuentos de Poe, en donde el protagonista mata a su mujer, ya sea de forma literal o simbólica, en un intento por controlarla. En algunas ocasiones este intento resulta infructuoso, pues la mujer reaparece, ya sea de forma física o a través de otros recursos, como las alucinaciones, siempre para reafirmarse.
Sin embargo, al analizar la vida de Edgar Allan Poe, algunos expertos, entre ellos David Rein (González-Rivas, 2011, p. 513), dan a esta tragedia una nueva lectura: “El retrato oval” no es sino una historia de arrepentimiento, en este caso de un joven artista que maltrató a su mujer, relacionándolo así con la muerte de su prima y esposa Virginia Eliza Clemm. Una interesante postura que de alguna manera coincide con otra creencia popular de que este relato estaría inspirado en un retrato de la madre de Poe y la relación tormentosa que sostuvo con su padre, quien abandonó a su familia al año de su nacimiento. En ambas visiones, el relato no sería sino una crítica que nace a partir del remordimiento por la historia de dos mujeres que fueron olvidadas y minimizadas.
Entonces, ¿podríamos pensar en el cuento de Poe como inversión completa del mito de Pigmalión? Como revela el nombre original del relato, “La vida en la muerte”, en este caso el hombre no es quien convierte la obra en una mujer real como en el caso de Pigmalión; el pintor no es quien da la vida para vivir feliz por siempre junto a su amada, sino quien la quita. Se opera entonces un mecanismo totalmente opuesto al mito original en el que la obra que ha creado el artista será la causante de la muerte de la joven que la inspiró. Esta dinámica obedece particularmente a la estrecha relación entre el Amor y la Muerte en la literatura de Poe, tema recurrente tanto en el Romanticismo como en el gótico.
El Amor y la Muerte
En ese sentido, Francisco Collado hace énfasis en cierta contradicción en la literatura del autor norteamericano, explicada por el propio Poe tanto en The Poetic Principle como en The Philosophy of Composition, en los que señala que “el tema más poético que existe es la muerte de una mujer hermosa” (1988, p. 123) . Entonces parece lógico que nos cuestionemos: ¿cómo converge la belleza que parece siempre estar buscando este autor, con la desaparición de esta misma por la muerte? Es así como nos adentramos en la psicología del propio Poe, para entender que, en sus obras, no se trata de cualquier belleza a la que aspira, sino de un ideal inalcanzable. Una belleza paradójica como la de la historia del poema “Nevermore” y que, en concordancia con su cosmovisión, parece estar localizada del “otro lado”, completamente distante del mundo real.
El tema de transmigración de almas (Rigal, 1998), también presente en este relato, no es entonces sino una reacción de Poe en su búsqueda por encontrar una respuesta a sus deseos de conocimiento sobre lo que le espera al ser humano al llegar al más allá.
A su vez, Collado explica cómo esta característica obedece no sólo a obsesiones personales del autor, sino a rasgos comunes de la literatura fantástica moderna, una literatura que busca disolver las fronteras del ser y lo “otro”, la realidad aparente y la ausencia, e incluso introduce el concepto de entropía basado en los postulados de Freud y Rosemary Jackson, que explicarían esa atracción del autor por la muerte de la belleza: la disolución final unificaría a los amantes una vez ambos hubiesen transgredido las puertas de la realidad.
En análisis posteriores, se desarrollan con mayor detalle otros postulados de Freud que aparecen en Más allá del principio del placer y que defienden la hipótesis de una doble pulsión hacia la vida y hacia la muerte: dando así explicación a la fantasía de la amada muerta. Aún así, el mismo texto de González-Rivas (2011, p. 461) lo contrasta con otras obras, como “Annabel Lee” y “The Sleeper”, que dan lugar a lecturas más románticas que vuelven a llevarnos a la idea de una posible resurrección de la amada. De cualquier manera, más allá de las similitudes específicas entre “El retrato oval” y el mito de Pigmalión, podemos notar cómo la relación de Poe con lo grecolatino, aunque implícita, se fundamenta justamente a través del tema del Amor y la Muerte.
Aunque en la literatura gótica el amor suele quedar en segundo plano ante lo sobrenatural, existen varias obras en las que ambas temáticas se fusionan. El tema de la mujer moribunda se replicó en numerosas obras de autores del Romanticismo, quienes supieron encontrar también en este motivo belleza y placer, así como Poe vació en él sus obsesiones ante las muertes de todas aquellas personas por las que sentía un gran afecto.
Este dilema entre el Amor y la Muerte se explica mejor en cuanto se introduce el rol del artista, sea el pintor de “El retrato oval”, el escultor del mito o el propio autor de cada una de las obras, y se entiende el amor como un proceso fantasmático en estrecha relación con la propia imagen y su reflejo, tal como detalla Agamben sobre la idolatría de Pigmalión al hacer referencia a una versión posterior del mito en “Le Roman de la Rose”, de Jean de Meun:
Tanto la historia de Narciso como la de Pigmalión aluden ejemplarmente al carácter fantasmático de un proceso que apunta esencialmente al obsesivo embeleso de una imagen, según un esquema psicológico por el cual todo auténtico enamoramiento es siempre un ‘amar por sombra’ o ‘por figura’, toda profunda intención erótica está siempre dirigida: idolátricamente a una ymage.
(2006, p. 150).La relación obra-creador
La idea del amor del creador por su propia obra que ya planteaba Balzac en La obra maestra desconocida (1831), se deja ver con fuerza en ambas instancias, tanto en el deseo insaciable del creador por llegar a representar la perfección y la belleza más pura, como en la posterior compulsión del artista hacia su creación.Entre tanto, níveo, con arte felizmente milagroso,
esculpió un marfil, y una forma le dio con la que ninguna mujer
nacer puede, y de su obra concibió él amor
(Ovidio, 2002: párr. 245)En ese sentido, en el mito de Pigmalión puede nuevamente verse explicado por su contexto y ser visto como una celebración del logro artístico, puesto que es un fiel reflejo de su época: un momento en el que las obras de los escultores griegos se habían convertido en las representaciones humanas más realistas jamás elaboradas. Es ese el momento en que el artista destaca desde el acto de creación su vertiente más narcisista, convirtiéndolo en un mito símbolo del enamoramiento por la propia obra, del ensimismamiento en la producción que caracteriza a menudo y por igual a todo tipo de creadores.
Mientras que, en ese sentido, al situarse la literatura de Poe dentro del movimiento romántico, es de suponer que su método de creación se muestre influenciado por rasgos propios del Romanticismo aunque su caso se tratara del lado de lo oscuro y lo grotesco. Así, coincide con ellos en esta permanente búsqueda de la perfección, la lucha entre la realidad y el mundo ideal soñado, muy propios de la literatura gótica de la Inglaterra de fines del XVIII y principios del XIX, cuando el Romanticismo proponía presupuestos estéticos tales como la subversión de la idea de la finalidad del arte, o sea, el arte como placer estético: “el arte por el arte”; al tiempo que proyectaba la idea de un artista-genio, artista-divinidad dotado con un don divino (Gómez, 2012).
Desde la perspectiva de género y enfocándonos en la relación de los artistas con sus obras, “El retrato oval” puede analizarse como la situación de la mujer, siempre inferior al hombre y anulada por su éxito, imagen que resulta muy común, especialmente en el ámbito artístico. En el relato, la mujer del pintor ve en el arte a su rival y por eso teme que pinte un cuadro suyo, pues sabe que ese será el momento en el que se libre la batalla final.
También puede analizarse de la perspectiva opuesta: como una crítica al emparejamiento tradicional del artista masculino y la modelo femenina, proveniente de una época donde la masculinidad tendía a asociarse con la creatividad y la feminidad, con la pasividad a la que hacíamos referencia en un inicio por tratarse de una sociedad patriarcal que tendía a minimizar a la mujer y verla únicamente como un “objeto trágico” del arte.
[…] el pintor se vanagloriaba de su obra, en la que trabajaba horas y horas, días y días. Era apasionado y salvaje, un hombre de carácter, que se perdía en sus ensueños y no veía que la luz que caía tan débilmente en la solitaria torre marchitaba el espíritu de la joven, que se consumía a la vista de todos, salvo a la suya propia.
(Poe, 2018, p. 189)De cualquier forma, no puede ignorarse que en ambos relatos se habla de cómo el artista o autor se proyecta a sí mismo en su obra, quien de forma narcisista se cree la cúspide del mundo, y es ese ego, ese amor a sí mismo, lo que se traduce en amor por lo creado. Pues todo artista crea porque hay algo que necesita y no existe, y es por eso que los grandes artistas crean con su arte su propio universo.
Es así como Pigmalión es paradigma de esa necesidad del hombre y en concreto del artista, de la competición con los dioses en la creación (a imagen y semejanza de sus fantasías) de la mujer que anhela y la única que puede aceptar (pues se trata de él mismo proyectado).
Al igual que en el mito de Pigmalión, el artista busca en la imagen parte de lo que ha perdido de sí mismo. Su enamoramiento no es más que un instrumento en la búsqueda egoísta de su propio ser y por eso su obsesión está atada a la posesión.
La inversión del mito
Algo importante a destacar es que el objeto mágico que desencadena la sucesión de eventos en el cuento de Poe, es decir, el motivo del retrato, nos remite a unos de los temas más característicos del gótico y la literatura fantástica: el Doble. En el relato, de la vida real se crea una autómata representada por la imagen del cuadro, mientras que en el mito el objeto se convierte en una mujer real.
Aunque en ambos casos las mujeres no abandonan en ningún momento el rol de objetos, y sus dobles no existen sino como representaciones de lo que el hombre desea, en el caso de “El retrato oval”, hay un vínculo directo entre la persona real y su representación, incluso entre la imagen y el alma, a lo que podemos dar dos lecturas: cómo el deseo de exaltar la vida conduce a la muerte o que éste sea el triunfo del arte sobre la muerte y el propio tiempo.
“Aunque en el castillo hay numerosas pinturas de calidad, alcanzar una obra sublime parece exigir un acto de violencia”, escribe Sáez de Ibarra (2022, p. 127) respecto a “El retrato oval”. Lo mismo ocurre con la historia de Pigmalión como relato fundador del triunfo de la ilusión estética. Es el último sacrificio de la realidad para crear una imagen perfecta, cueste lo que cueste.
Más allá de probar los límites del arte, ambas historias hablan de los límites del individuo y de las consecuencias de esa idealización, e incluso, de alguna manera, constituyen un solo relato. Un relato que comienza con la historia de Pigmalión y acaba con el pintor de “El retrato oval” y su amada, donde se reafirma el rol de la mujer como un objeto más, sujeto a los deseos y aspiraciones de un hombre atrapado en una permanente nostalgia, en su deseo de inmortalidad.
Es por eso que en el instante final el artista se percata, ya que apenas ha visto a la modelo. Mientras se reafirma el concepto de mujer “muñeca” que vive por y para
el hombre, y culmina sacrificándose por amor, el hombre deja en evidencia su negativa a mirar de frente a la realidad:
Por un momento, el pintor quedó en trance ante la obra que había realizado; pero a continuación, mientras seguía mirando, comenzó a temblar y palideció y tembló mientras gritaba: “¡En verdad, ésta es la Vida misma!” y, al volverse de improviso para mirar a su amada, estaba muerta.
(Poe, 201, p. 190)La ceguera característica del propio Pigmalión toma forma en este relato, mostrando no sólo la debilidad del artista, sino que presenta un acto, inverso aunque igual de egoísta, en donde no se ha creado una mujer a “imagen y semejanza”, sino en el que la vida del objeto artístico lleva a la muerte del ser. El original finalmente se sacrifica por su doble.
Pero ¿qué representa la imagen vívida que observa el hombre que irrumpe en el castillo, más allá del elemento alucinatorio en el relato de Poe? Una reivindicación de la mujer que regresa de las sombras a contar su historia.
Referencias bibliográficas
Agamben, G. (1995). Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental. PRE-TEXTOS.
Balzac, H. (2014). La obra maestra desconocida. Oceano Expres.
Barthes, R. (2008). Mitologías. Siglo XXI Editores.
Rodríguez, F. (1988). Contradicción y entropía. Anuario de estudios filológicos, 11, 121-129.
Gómez, M. (2012). Edgar Allan Poe y su método de creación romántico. Tonos digital: Revista de estudios filológicos, 23.
González-Rivas, A. (2011). Los clásicos grecolatinos y la novela gótica angloamericana: encuentros complejos [Tesis inédita]. Universidad Complutense de Madrid.
López, J. (2004). El carácter histórico cultural del mito: aproximaciones
teóricas. Revista de Historia, 17.
Mariño, M. (2002). La presencia del mito clásico en «To Helen» (I y II) de Edgar Allan Poe. Futhark: revista de investigación y cultura, 13, 53-63.
Ovidio. (2002). Metamorfosis (libro décimo). Ana Pérez Vega, trad. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Poe, E. (2012). El retrato oval. En Narraciones extraordinarias (II). Edimat Libros.
Poe, E. (2022). Cuentos completos. Edición comentada. Páginas de espuma.
Rigal, A. (1998). Aspectos estructurales y temáticos recurrentes en la narrativa breve de Edgar A. Poe. Universidad de Castilla-La Mancha.Rigal, A. (1997). La influencia del entorno social en la producción literaria de Edgar A. Poe. Ensayos: Revista de la Facultad de Educación de Albacete, 12, 173-188.
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La encrucijada
El pueblo de Saint James Road despertó con un viento gélido que removía el seco polvo semi desértico y congelaba los huesos de los buscadores de oro y fortuna, mal tapados en frazadas viejas. Dos hombres se encontraban enfrentados en la ruta que daba nombre al pueblo, cercano a Sierra Nevada. Ambos se miraban a los ojos apuntándose con dos Colt 45 y un Schofield de Smith & Wesson a ocho pies de distancia. Se trataba del viejo John Earp Johnson, al que todo el pueblo llamaba Jon-Jon, y Jaime Muñóz Wesley, “El Jefe”. Jon-Jon había llegado hace más de quince años a Saint James Road en busca de oro, y había abandonado su sueño millonario hacía, por lo menos, siete años, para comprar unas tierras a seis millas del pueblo con la poca fortuna que había conseguido. El Jefe era el hijo bastardo de una criada mexicana y un general texano, quien le había cedido todas sus posesiones cuando el hijo ilegítimo demostró su valía en la Guerra de Secesión y todos sus hijos matrimoniales fueron mujeres. Se trataba de cuatro parcelas y quinientas cabezas de ganado.
Los terrenos se encontraban separados únicamente por un arroyo que actuaba de frontera entre los hombres.
Jon-Jon sostenía sus Colt desde su cadera, formando un ángulo de noventa grados con sus brazos. El Jefe apuntaba a la cabeza del viejo con su brazo derecho extendido y su Schofield fuertemente estrujado en su guante negro de cuero. Sólo el viento interrumpía el silencio infernal que formaba la escena, hasta que Bill “The Kid” se apareció, saliendo del salón con sus reconocidas botas blancas hueso. Bill era sólo un adolescente lampiño al cual no había que confundir con el legendario Billy the Kid, pero ya portaba dos revólveres comprados por su padre, el estanciero más rico de la región.
Bill miró somnoliento la escena.
—What’s up, partners? —preguntó mientras levantaba levemente su sombrero, también pálido—. ¿Puedo preguntar por qué ya nos estamos apuntando cuando todavía no es la hora del desayuno?
—Este brownie mal parido quiere joderme otra vez, Bill. Pero esta vez el viejo Jon-Jon no se lo va a permitir. ¡No, señor! Le voy a meter una bala.
—¿Yo lo estoy jodiendo, gringo? Fue este viejo loco quien robó parte de mi ganado. Tuve suerte de encontrarlo de frente, si no, el hijo de puta me habría disparado por la espalda, el muy maricón —contestó El Jefe.
—¡Nadie te hubiera disparado por la espalda, bastardo! Jon-Jon será viejo y loco, pero nunca un cobarde.
—Bueno, bueno, obviamente se encuentran en una discusión de lo más interesante, caballeros —observó Bill mientras se sentaba en los escalones de madera y encendía un cigarro—. ¿Pero cómo terminaron en este pleito? ¿Dijiste algo del ganado, Jefe?
—Sí, Bill. Jon-Jon tomó veinte vacas Polled Hereford de mi propiedad. Es un puto ladrón.
—No, no, no —sostuvo Jon-Jon golpeando el suelo con su bota izquierda con cada negación—. Las vacas cruzaron el arroyo solas. Jon-Jon simplemente las tomó como rehenes.
—Well, Jon-Jon. No es muy caballeroso tomar inocentes como rehenes, ¿no es cierto? Sobre todo cuando son unas pobres vacas sin mucha idea de lo que sucede. Ya sabes, son un poco lentas. Tal vez puedas entenderlo tú especialmente, viejo camarada —replicó Bill mientras se acercaba a El Jefe para meter un cigarrillo en su boca, como este le había pedido.
—El brownie comenzó todo, Bill. El pobre Jon-Jon es una víctima, goddammit!
—Bueno, señores, creo que esto puede ser fácilmente solucionado con una conversación adulta, o mejor con una partida de naipes. ¿Qué les parece si bajan sus armas? —propuso Bill.
—¿Estás loco, Kid? El viejo puede dispararme mientras bajo mi Schofield. No, gracias —dijo El Jefe.
—Yeah! Jon-Jon no bajará una mierda tampoco.
—Mmm… en ese caso sólo hay una solución —y con un rápido movimiento, Bill sacó sus revólveres y apuntó a los hombres—. O bajan las armas o les meto un tiro a los dos.
Ambos miraron a Bill, luego entre sí, y luego rieron.
—Jon-Jon no baja una mierda. ¿Qué me dice que no le meterás un tiro cuando baje su arma?
—Es verdad, Bill. No tenemos garantía alguna de que no nos matarás de todas formas. Eres el hijo rico de una tierra sin ley. Confío en ti tanto como en la serpiente que promete no morder.
—Well, shit. You’re right, boys —contestó Bill mirando el suelo, perplejo—.
Sin embargo, en ese momento los diez mineros de Saint James se acercaban, en su camino diario a la mina.
—Hey, boys! ¿Les gustaría ayudarnos a resolver este problema en el que nos hemos metido? —les preguntó Bill.
—¿Nos hemos metido? Tú te has metido solo, Kid —replicó El Jefe.
—¿De qué se trata, Kid? —preguntó Clay Garret, líder de los mineros.
—Well, estos caballeros tienen una pequeña disputa entre manos. Jon-Jon le robó unas vacas a El Jefe…
—¡Tomé de rehenes!
—Bueno, eso, “tomó de rehenes”. Y afirma que lo hizo porque… ¿Por qué era que lo habías hecho, Jon-Jon?
—Jon-Jon lo hizo porque this motherfucking brownie sigue robando mis tierras. El arroyo está moviendo su caudal hacia las tierras de Jon-Jon. Cada vez que Jon-Jon intenta mostrárselo al brownie, ¡este lo saca a punta de pistola! Jon-Jon sólo pide lo que es suyo.
—La parcela de Jon-Jon pertenecía a mi padre. El trato era simple: el arroyo marca el límite, si el puto arroyo cambia su caudal, no es mi puto problema —dijo El Jefe.
—Son of a bitch!
Ambos se volvieron a apuntar con fuerza.
—Wait. Wait, gentleman. Dejemos que los señores den su opinión al respecto —interrumpió Bill, quien no había dejado de apuntar a ninguno de los dos, excepto para llevar otro cigarro a su boca.
—¿Y tú cómo terminaste metido en esto, Kid? —preguntó Garret.
—Me ofrecí muy caballerosamente para terminar con su problema de morir baleados.
—¿Amenazándolos con meterles una bala?
—¿Qué otra forma hay de convencer a alguien?
—¿Y por qué no bajaron sus armas?
—¿Confiarían en que Kid no les dispararía si estuvieran en nuestra posición? —cuestionó El Jefe.
—Okey, creo que la solución es que votemos quién tiene la razón en todo este embrollo. Jefe, ¿tu ganado se encuentra marcado?
—Por supuesto.
—Entonces me parece obvio que tú tienes la razón. ¿Qué dicen ustedes, muchachos? ¿El Jefe tiene razón?
Cuatro hombres levantaron sus picos en señal afirmativa.
—Well… shit. ¿Eso significa que para ustedes cinco Jon-Jon tiene razón?
—Yeah, boss. El Jefe está siendo injusto con el viejo Jon-Jon. Ya tiene suficiente tierra, ¿de qué le sirve robarle a un pobre viejo loco? —respondió uno de los mineros.
—Ahora sí nos hemos metido en un aprieto, boys. ¿Cómo podemos resolver este empate? —preguntó Garret.
—That’s easy! —expresó Bill—. Yo llegué primero, así que yo tengo el voto ganador.
—No way! —dijo Garret—. Si no confiamos en que no le meterás un tiro a alguno de los dos, ¿con qué autoridad puedes decidir quién lleva la razón?
—Mi autoridad es el plomo de mis revólveres, boss.
—¿No nos llamaste aquí para resolver este pleito, Kid?
—Yeah. Y no lo pudieron resolver, así que ahora vuelvo a tener el control
Los mineros sacaron sus Colt de entre las sucias camisas, o sostuvieron sus picos en alto, listos para usarlos. Kid entonces apuntó a los mineros con una mano y con la otra alternaba entre Jon-Jon y El Jefe.
—Ahora sí estamos jodidos —observó Kid.
—Creo que necesitamos una tercera parte que resuelva esto —dijo Garret cuando pasaron unos minutos y nadie bajó su arma.
—¿Qué tal Masterson? Seguro pasa por aquí de camino al salón en cualquier momento —propuso uno de los mineros.
—No way! Vendrá con su carabina Sharp y estaremos en la misma situación. Necesitamos a alguien no armado que resuelva la disputa entre Kid y nosotros, para que podamos resolver la disputa entre Jon-Jon y El Jefe —contravino Garret.
—He’s right, boys —apoyó Bill.
—Entonces yo puedo ayudarlos —se escuchó a las espaldas de todos, obligándolos a mirar en esa dirección. Era el padre O’Connor—. Como hombre de fe puedo guiarlos por la senda correcta y proporcionarles…
No llegó a terminar su frase cuando una lluvia de balas lo dejó acribillado ahí mismo.
—Bien. ¿Qué otro gringo puede ayudarnos a resolver esto? —continuó El Jefe mientras todos se volvían a apuntar.
—What about a gringa, cowboys? —Madame Le Fleur salió del salón con su gran sombrero. Señora de las tres prostitutas locales, hablaba con un acento francés, aunque todos sabían que había llegado de Tennessee. Había escuchado toda la escena mientras tomaba una copa de ginebra. Su desayuno diario.
—Todos ustedes son clientes míos, al menos dos veces por semana, por lo que no tendré favoritismes. Me encuentro armada como toda madame intelligente, pero es con mi vieja Derringer, que sólo mata a quemarropa. Y, más importante, necesito que este problème se resuelva de forma pacífica o perderé la mitad de mi clientèle. Ya perdí a uno —dijo mientras observaba el cadáver del padre O’Connor.
Los hombres se miraron mutuamente y afirmaron con la cabeza.
—Très bien. Commençons, alors. Garçons, ¿ustedes se encuentran en un empate técnico, verdad? —preguntó Madame a los mineros.
—Sí, Madame —contestó Garret—. Cinco votos contra cinco.
—¿Existe la possibilité de que alguno de ustedes cambie de opinión? ¿No creen que fueron un poco précipités en sacar sus armas?
—Bueno, tal vez, Madame.
—J’ai pensé ça. Mientras lo charlan, Bill, ¿tienes alguna idea de cuál es tu opinión con respecto a esta disputa o sólo querías enseñarnos tus belles revolvères? —Bill the Kid respondió con una risotada.
—You’re right, Madame! No sé muy bien qué pienso al respecto. Sólo quería que los caballeros bajaran sus armas.
—Tal vez sería un buen primer paso que bajaras tus armas. ¿No crees, Bill?
—I’ll think ‘bout it —respondió Bill con una sonrisa bajo su blanco sombrero.
—Ça marche. Y ustedes, señores… Jon-Jon, como gesto de buena voluntad, ¿qué te parece devolver la mitad del ganado? Todavía te quedará una parte para negociar. Y tú, Jefe, te encuentras en una posición bastante sólida. Puedes recuperar tu ganado y sólo perderás unos pocos mètres de tierra que no eran tuyos para comenzar. ¿Puedes cederle un poco de toda esa tierra que tienes, si así lo deciden estos caballeros? Pour moi, mon amour.
—Si es por ti entonces puedo pensarlo —El Jefe parecía haberse sonrojado levemente bajo su frondosa barba negra.
—¡Jon-Jon también se lo pensará! —dijo orgulloso el anciano buscando ser blanco también de los coqueteos de la Madame.
—Très bien, très bien. Caballeros, ¿llegaron a un veredicto? —preguntó Madame a los mineros, quienes habían discutido en susurros mientras todos los involucrados parecían relajarse y los cañones de las armas se bajaban lentamente.
—Yes, Madame Le Fleur —contestó Garret—. He decidido cambiar mi voto. El arroyo no puede ser una frontera, al menos no una suficiente. Proponemos un vallado que divida efectivamente las propiedades.
—Excellent ! —festejó Madame.
—Wait a sec! —interrumpió Bill—. Yo también he llegado a una conclusión. El robo de ganado no está justificado. Es la propiedad de un hombre y eso está por encima de sus problemas fronterizos; si hay un culpable, es el viejo Jon-Jon.
—Entonces no pienso bajar mi arma. El Niño me ha dado la razón a mí —dijo El Jefe.
—Pero los mineros fallaron a favor de Jon-Jon. Así que tampoco Jon-Jon baja una mierda.
—Kid you motherfucker! La has vuelto a cagar ¡¿Por qué no cerraste el hocico, fucking púbero rebelde?!
—¡¿A quién llamas púbero, sucio minero?! ¡Lo único que recogen en esa mina es su propio excremento, montón de faggots!
Todos volvieron a apuntarse.
—Merde —murmuró Madame—. Siempre lo mismo con ustedes, malditos hombres. ¡Lo único que saben hacer es matarse entre ustedes como un montón de animales para luego venir a fornicar y tragar hasta que sus putain de verges parecen petits vers! Malditos salvajes sin uso de razón —dos pequeñas Derringer aparecieron desde las mangas de Madame, quien con un rápido movimiento las apoyo en la cabeza de los dos hombres que tenía más cerca, roja de furia.
—And now… What should we do?
—Esperamos que algún son of a bitch comience a disparar.
—¿Y si ninguno dispara?
Bill the Kid lanzó un largo silbido que calló la discusión.
—Well, gentlemen. Esta situación ya me cansó. El Jefe va a recuperar su ganado y la frontera continuará siendo el arroyo, como siempre lo ha sido. No me gusta nada esta charla sobre propiedad cambiando de manos únicamente porque alguno piensa que es injusto. Si continuamos en este camino terminarán incluso afirmando locuras, como que mi padre debería ceder tierras a los menos afortunados. Y eso no me hace ninguna gracia. Así que haremos lo siguiente, gentlemen: ustedes, mi querido grupo de mineros, tienen dos opciones, un camino sencillo y conveniente, como una dulce pradera primaveral, o uno difícil y mortífero, como subir una montaña en pleno invierno. Les ofreceré cinco dólares a cada uno de ustedes que decida apoyar a nuestro noble Jefe. Que su piel brownie no los engañe, su tierra fue ganada legítimamente. Ahora bien, si deciden no aceptar el dinero entonces me veré obligado a llamar a ciertos hombres que trabajan en las plantaciones de mi padre, diestros con el rifle y listos para acabar con la vida, porque ya lo han hecho antes, varias veces.
Algunos de los mineros bajaron sus armas y se miraron esperando una reacción.
—No se preocupen, boys —continuó Bill—. No tienen que decidirlo ahora. Les daré unos minutos. En cuanto a usted, mademoiselle, le ofreceré cincuenta dólares, sin amenazas. Sé que es suficientemente inteligente para aceptar el trato sin recurrir a medios innecesarios, y usted sabe que tengo la suma, no necesita verificarlo.
Madame Le Fleur también parecía dudar.
—Pero… pero… no le pueden hacer esto al pobre Jon-Jon —el anciano estaba enormemente afligido—. Me están robando.
—Cállese, anciano —respondió Bill sin mirarlo—. Usted quiso terminar por las malas cuando robó el ganado.
—¡No robe nada, goddammit! Tome… —sus palabras se vieron cortadas por los cañones de Bill, que ahora únicamente apuntaban a su frente.
—Me importa una mierda —respondió tranquilamente Bill—. Mi próximo tiro irá entre tus cejas. ¿Han tomado una decisión ya?
Madame Le Fleur había guardado sus pequeños revólveres definitivamente. Se acercó a Bill y acariciando su hombro le susurro:
—Espero el dinero esta noche —ya no quedaba acento francés en su voz. Luego miró al pobre Jon-Jon—. Lo siento mucho, cariño—acomodó su sombrero y volvió a entrar al salón, lista para la segunda copa del día.
Bill ahora observaba a los mineros
—¿Y ustedes, gentleman?
—Jefe —dijo de repente Garret tras un largo e incómodo silencio—. ¿Estás de acuerdo con lo que está sucediendo aquí?
—No —contestó el bastardo—. Pero tampoco voy a dejar que me vuelvan a pisotear. Son mis tierras. Y mi ganado.
—Damit. No me gusta nada esto, folks. No me gusta nada de nada. ¿Vamos a dejar que Bill nos ordene de esta forma? Si no plantamos una posición ahora entonces podrá venir y hacer lo que quiera con Saint James Road. Y ningún motherfucker le ha dicho nunca a Clay Garret que es lo que debe hacer, excepto mi padre. No sé quién de estos hombres tiene razón en este fucking pleito, pero de lo que estoy seguro es de que esta no es la forma correcta.
Bill sólo respondió con una risita.
—Les doy diez segundos, señores.
—One —algunos mineros parecían dudar nuevamente.
—Two —uno de ellos miró a Garret, quien continuaba firme apuntando a Bill.
—Three.
—Si alguno se mueve, lo acribillo —afirmó Garret a sus hombres.
—Four —los pies se movían, incómodos.
—Five! —con más fuerza en su voz.
—Six! —un grito pareció escucharse a lo lejos.
—Seven! —definitivamente se escuchaba un grito proveniente de la colina.
—Who’s that?
—Eight…! —Bill intentó continuar, pero ya nadie le prestaba atención.
—Creo que es Johnny Red.
— ¿Johnny Red? ¿Qué es lo que quiere?
—¿Está diciendo algo de un ataque?
—Shut up. No puedo escucharlo bien.
Johnny Red llegó en su caballo pinto, envuelto en una densa nube de polvo.
—¡Muchachos, los indios! ¡Los indios han atacado la granja de los Coleman! ¡Lo he visto y me he venido a avisarles!
Todos bajaron sus armas.
—¿Los indios?
—¡Sí, los indios! Si nos apuramos podemos alcanzarlos en el cruce antes de Calamity.
Se extendió el silencio mientras nuevamente los hombres se miraban entre sí.
—¿Pues qué mierda estamos esperando, yankees? ¡Vamos allá! —los caballos relincharon, los gritos llenaron el aire, ¡Yee Haw! ¡Iupiii!, dispararon al cielo y en menos de diez minutos Saint James Road volvió a un silencio absoluto, con excepción de los gélidos silbidos del viento que removía el polvo desértico haciéndolo bailar entre las cabañas y el cadáver del padre O’Connor (Dios lo tenga en su gloria) y el salón.
The End.
Ilustración por Eugenia Mackay
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La cuestión de los atributos
A Lucio Bagattin
Es hartamente sabido que Ulises no era astuto ni inteligente. El juicio histórico y literario fue muy bondadoso con él. En realidad, Ulises, fecundo en ardides, sólo necesitó ser inteligente y astuto una serie finita de ocasiones en su vida. De todas ellas la más emblemática es el episodio en la cueva de Polifemo. A esto voy: ignoramos todo lo que hizo Ulises antes de la Ilíada y todo lo que hizo después de la Odisea. Por lo que sabemos, Ulises pudo ser un perfecto idiota incapaz de comprender las cosas más básicas y más simples de la vida. Sin embargo, Ulises fue inteligente las veces que necesitó serlo, y por eso le asignamos el epíteto fecundo en ardides. Ulises no fue inteligente o astuto, más bien, Ulises fue inteligente o astuto durante una serie de acontecimientos puntuales en su vida que transcurren entre la Ilíada y la Odisea.
Esta idea surgió de una charla magistral con mi amigo Lucio (él hablaba y yo escuchaba), de los pagos del Bragado, cuando me dijo, haciendo gala de su excelente capacidad de síntesis: “A veces es una cuestión de muchos hoy”.
Narraré una historia funcional a este argumento. Por momentos recurriré a elementos propios de la ciencia ficción, pero ni la historia es lo más importante, ni la historia es, efectivamente, una historia de ciencia ficción.
***
El protagonista es un gladiador. Pero a pesar de ser un gladiador y un excelente guerrero, el protagonista tiene una sensibilidad de espíritu que uno no esperaría encontrar en un gladiador. Le gustan las artes y permanece absorto mirando las vistosas y llamativas túnicas púrpura de la élite romana. Más de una vez dibujó, con un pequeño clavo, las paredes de su calabozo.
Todos los gladiadores fueron esclavos. El protagonista, entonces, es un esclavo, un guerrero, un agudísimo artista y un soñador.
Lógicamente, el protagonista tiene un nombre pero sólo él lo conoce; es decir, les estoy diciendo de manera elegante y subrepticia que sólo el protagonista sabe quién es. Sólo él conoce su identidad y de lo que es capaz. Yo, como todavía no he terminado de narrar su historia, aún ignoro su identidad tanto como la potencialidad de sus actos.
A todo lobo lo cerca siempre un círculo de perros hostiles; los esclavistas, la elite romana, los organizadores del circo, la muchedumbre. Basta saber que también ignoran el nombre del protagonista (la ignorancia es adrede: la sola mención de su nombre bastaría para matarlos). Lo llaman escoria.
El principal atributo del protagonista sin duda es su valentía. Quiero decir, además de ser un gran artista, un fino observador de la realidad, un implacable guerrero, es un valiente. No nació siéndolo, sino que desde una muy temprana edad se propuso serlo. Por eso pidió perdón las veces que tuvo que pedir perdón, por eso fue humilde frente al destino. Por eso se animó, a pesar de ser un esclavo, a pesar de su jaula de piedra, a dibujar las paredes de su calabozo.
Todo narrador escamotea más de lo que muestra. Yo, que menos su nombre conozco todos los trazos que dibujaron su vida; yo no olvidaré que partió su pan con el de la celda contigua. Sabiendo que el otro, por la mañana, sería su rival en el Coliseo.
«En esta cárcel somos todos iguales. Este acto es independiente de su resultado».
Prometí recurrir a la ciencia ficción. Al protagonista le borran todo recuerdo de su pasado. Al borrar el nexo del héroe con su pasado, rompemos la fórmula que le permite a todos los protagonistas en la historia de la literatura encontrar su destino. Si el héroe ignora quién fue, ignora su insoportable condición de huérfano; olvidará vengar a su padre. Quiten la memoria y quitarán también la identidad; quiten la identidad y quitarán también el propósito; nadie (digo yo) puede cumplirlo sin valentía.
—¡Inhumano y cruel experimento! ¿Quién es capaz de semejante infamia?
***
Por eso el vasto nombre de Ulises. Porque para Ulises es ese hecho puntual del encuentro con Polifemo el que forja su confianza y le dice que él es inteligente y astuto. Y no sólo es este evento puntual el que forja en él un pasado de inteligencia, sino que es este mismo evento el que le otorga un destino que cumplir, un legado que dejar a la posteridad. Ulises deberá ser siempre digno de esa inteligencia; Ulises será digno de su principal atributo o será indigno y olvidado. ¡Que no llegue Ulises a Ítaca, pero que sea digno, por favor, que sea digno!
Sobre su estupidez podemos ver la burla a Poseidón al final de la Ilíada. Poseidón, que maneja el Sindicato de Transporte de la Grecia Antigua (a menos que se tenga un Pegaso). Tanto Polifemo como Poseidón empiezan con la letra P, esto no es aleatorio, ambos son los puntos extremos entre los que se debate la inteligencia de Ulises: cenit y nadir de su principal atributo. La letra P como la línea que guía el verdadero relato: la historia de Ulises como digno o indigno de su inteligencia. El castigo por esta burla será condenar a Penélope (también con P) a diez años de prostitución1 (práctica que, de más está señalarlo, también empieza con P).
***
Los artífices del experimento macabro no dejaron nada librado al azar. Quitada su memoria y mancillada así su identidad, lo arrojaron a golpes a las oscuras bóvedas del Coliseo. Entre sus manos encadenadas aguardaba paciente el último insulto que recibiría: un filo romo y oxidado. Los detractores de su identidad no dejaron nada librado al azar; enfrentado, un gigantesco murmillo capaz de partir en dos a un caballo. Capaz de partirlo en dos al Pegaso.
Hay miedo y confusión en nuestro protagonista. Los clamores del público enardecido lo intranquilizan. Antes de salir, mira su inútil sica, mira su inútil vida.
―Temblarán por haberte dado un arma, «hijo mío».
Sale nuestro protagonista a las arenas del Coliseo, el estruendo de la muchedumbre es un agobio, el emperador grita, demagogo, con su túnica púrpura. Frente a él se alza con funesto esplendor el gigantazo que acabará por matarlo. Nuestro protagonista, que empieza a descubrir quién es, sonríe al ver que el miedo no amedrenta sus pies.
Una finta rápida y el gigantazo queda en falso y desorientado. Un golpe fuertísimo quiebra su escudo por la mitad. Metal y madera, ya inseparables de la sangre y de la arena, juran un corte limpio. Los detractores de su identidad, los artífices del experimento macabro, no pueden creer lo que ven. El miedo y el pánico transforma sus rostros, el mal olor inunda la historia. ¡Perdieron el control de su esfínter!
***
Hoy es, por definición, único. De ahí el ingenio de Lucio, que mejoró el trabajo de Riemann sumando solamente momentos únicos y singulares; sumando un tiempo presente que no envejece al conjugar su pasado y que no tiembla al imaginar su futuro; sumando el esfuerzo y lo bailado. Sumando la sangre que se derrama.
Hay un evento puntual que construye un rasgo en nuestra personalidad que crea una verdad tan cierta como cualquier otra: para Ulises esa verdad fue que él era inteligente y astuto. Pero lo valioso de su historia vino después: Ulises se propuso todos los días de su vida hasta su último día, ser inteligente. Ulises eligió, sin dejar de tener los vaivenes propios de los héroes vanidosos, ser digno de su atributo. Por eso, aunque mucho haya que andar para alcanzar ese hoy que será único, la promesa de ese hoy nos exige estar a su altura. Es igual si es el gris quien digita la historia.
Lo de Lucio fue tan audaz como insolente y certero. En una sola frase condenó el destino sumiso de Occidente y de la Argentina, dependientes de la figura de un presunto mesías que nos salvará a todos. Lucio reivindicó un proceso muy específico: el de la justificación más allá de los resultados. Reivindicó las tardes inútiles que David pasó entrenando la carne que lanzaría la piedra que mataría a Goliat. Y aunque la historia eligiera narrar la más gloriosa de esas tardes, la del tiro milagroso, esa tarde no es más que todas las tardes que le precedieron. Lo mismo daba si erraba la piedra por un solo milímetro. David hubiera sido digno de su atributo y nada podía hacer si el destino torcía el curso de su disparo. Hubiera muerto luchando por ese hoy prometido.
Y sin embargo Lucio se equivocó. Siempre, y no a veces, es una cuestión de muchos hoy. Siempre, Lucio, siempre.
***
Esto fue lo que no entendieron los cínicos que hicieron el experimento con nuestro protagonista. En el fragor de la batalla, imaginó las paredes de su calabozo; entendió que para salir con vida debía pintar las líneas con púrpura y con gran maestría. Pero el peso de los infortunios fue mucho, y el gigantazo nos alcanzó con su espada y vimos, junto al protagonista, el púrpura de su sangre (no estaba ni delirando ni viendo su muerte fantásticamente, es sólo que también muere con él el artista que pinta con púrpura).
Indigno de mediocres atributos de escritor, mi fracaso es doble: narrar un hoy sin gloria y perder el control de este ensayo que matará a mi protagonista. Pero antes quiero hacer un escándalo, quiero vengar tu muerte, quiero lastimar a los detractores de tu identidad, quiero lastimar a los artífices del experimento macabro. Quiero gritar tu nombre. Quiero pintar con púrpura.
Yo aún puedo intervenir la historia. Su grito menos tuvo que ver con el dolor y más con lo excepcional de sus atributos; más con el cierre de esta historia que empezó con los recursos de la ciencia ficción y que siguió con la mano que empuñó sin temblar el filo romo de un arma estéril. Con horror comprendieron que el gris no impide que un artista pinte en presente. Fue el presente lo que se olvidaron de quitarle, y en ese presente supo por fin que era valiente, y peleó contra todos y como ninguno, y en ese presente fue digno de su atributo.
En las arenas del Coliseo forjó el epíteto que acompañaría para siempre su nombre.
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1 En el griego homérico, el verbo tejer debe ser interpretado como un lunfardo para referirse al sexo. Los traductores han sido, evidentemente, indignos de los atributos que les otorgó su oficio (N. del A).
Ilustración por Eugenia Mackay
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Terror, ficción y entretenimiento en tiempos de corrección política
Vivimos la época de la censura, ¿será también el final del arte como lo conocemos? Una era en la que la militancia se disfraza de justicia para perseguir lo mismo que su adversario: el poder. La rebelión se califica como progreso y desarrollo, pero en ciertos tópicos parecemos más atrasados que nunca, con ejes temáticos que no hacen sino coartar la libertad original que exige el arte en su ejercicio. ¿Significa esto que haya que abandonar todas las luchas? No, sino no perder el tiempo peleándolas fuera de sus territorios. ¿Tiene sentido la corrección política en la ficción?
Resulta evidente que en los últimos años se ha afianzado una tendencia con intención moralizante en varias áreas, tanto en la literatura como en el cine, y aunque parezca casi absurdo, podría estar alcanzando al género menos favorecido por la crítica y la academia: el terror.
Aunque por definición la literatura de terror, horror, miedo o suspenso debería permanecer ajena a la censura o a la hegemonía temática (donde, huyendo de la política, para refugiarse en el “horror de lo cotidiano” termina como casi siempre incurriendo en la denuncia y la crítica social: sea este “otro” la tecnología, el machismo, el racismo, o alguna causa similar).
En un principio, parece ésta una práctica inofensiva e incluso positiva, con grandes resultados como las letras de María Fernanda Ampuero, Mariana Enriquez, Samanta Schweblin o Luciano Lamberti en Latinoamérica o cintas de la calidad de Midsommar (2019), de Ari Aster o Get Out (2017), de Jordan Peele. Sin embargo, ¿cuánto puede tardar la realidad en afectar la narrativa de un género cuya naturaleza es incorrecta, en un mundo en el que la cultura de la cancelación incluso promueve la censura de libros escritos décadas atrás?
Incluso las típicas producciones sobre asesinatos como Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile (2019) o la más reciente Monster: The Jeffrey Dahmer Story (2022) están siendo acusadas de promover la glorificación criminal que, recordemos que aunque estén basadas en hechos reales, siguen siendo ficción.
¿Es posible imaginarnos un futuro con villanos más políticamente correctos? Incluso las series estadounidenses más populares sufrieron alguna vez la censura. Con el lanzamiento de Dexter (2006-2013), el Parents Television Council presentó acciones contra los publicistas que financiaron la serie e, incluso, hizo lo posible por prohibirla de las grandes cadenas. Lo mismo ocurrió en Francia con Breaking Bad (2008-2013), que sólo fue difundida en Arte y Orange Ciné Max.
En Los nuevos malos (2015), François Jost desarrolla cómo estas producciones llevan años desplazando las líneas entre el Bien y el Mal e incluso buscan la empatía del espectador, la identificación con estos “malos” que, insiste Jost, no han de seguir siendo llamados “antihéroes”. En todos los casos, la tesis de que “nadie es voluntariamente malo”, se ve sustituida por “malo no se nace, sino se hace”; no por argumentos menos moralistas como el evidente cuestionamiento al sueño americano, pero sin temer tratar temas incorrectos o poner el foco en protagonistas moralmente cuestionables.
Allí también hace referencia al libro de Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827), donde el acto es analizado desde un punto de vista estético. Incluso el autor señala que las personas se comportan frente a los asesinatos de la misma manero que lo hacen frente a los incendios:
Después de un primer tributo de lamento por los que perecieron y, en todo caso, cuando el tiempo ha calmado los sentimientos personales, es inevitable examinar cuidadosamente y apreciar las características escénicas, lo que podemos llamar ‘cualidades relativas’ de los diversos asesinatos.
Argumento que, si bien podría ser excesivo llevarlo a la vida real, parece adecuado cuando nos acercamos a la ficción. Y es que, contrario a la tendencia actual, resulta extraño pensar que las obras de arte podrían llegar realmente a influir de forma negativa en las conductas humanas. Esta nueva creencia llega con el fin de contaminar la propia naturaleza de la ficción y el arte en general, cuyos creadores tienen el único deber de ahondar en sus profundidades sin temor a ser juzgados por herir susceptibilidades.
Otro ejemplo muy representativo del género es Stephen King, quien al encontrarse en un mundo donde sería imposible volver a escribir obras como Rage (1977), Carrie (1974) o The Shining (1977) sin ser cancelado, optó por una historia con una agenda política detrás tan evidente como Elevation (2018).
¿Es un problema que comiencen a incluirse los problemas sociales actuales en la literatura (machismo, racismo, xenofobia, homofobia), independientemente del género? Por supuesto que no. Está mal convertir el arte en un campo de propaganda y transformar la intención de la ficción cuya naturaleza no es educativa, sino disruptiva, para obedecer a la moral impuesta por el momento.
Muchas otras obras ya se enfrentaron a los efectos de la censura y la cancelación por razones distintas, y lograron sobrevivir: Les fleurs du mal (1857), Lady Chatterley’s Lover (1928), Lolita (1955), por nombrar algunas. Pero ¿cuánto tardará en alcanzarnos?
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Morir fantásticamente
[…] mais souvenez-vous : au-dessous des mers de nuages… c’est l’éternité.
A. Saint-ExupéryEn “El tema del traidor y del héroe”, Borges dice: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible…”.
Más de una vez pensé en Antoine de Saint-Exupéry, que se fascinó con la llanura argentina e imaginó el delirio de un hombre perdido (también) en un desierto. A ese hombre se le representó el numen de un principito y juntos reflexionaron sobre lo esencial en la vida.
[…] Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que la historia y la literatura se confundieron; yo querría saber si el escritor o piloto renació y murió en aquel júbilo secreto; si alcanzó a entrever, siquiera como un hombre en su delirio, que la historia estaba copiándolo y que cumplía por fin su destino. Fiel, a la manera de su principito, nadie encontró su cuerpo.
Ilustración por Eugenia Mackay
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Un héroe en la noche
Eso decía el tablón de madera, con letras apretujadas y obscenas de color granate gastado. Al lado, un gato negro en una cruz que aún conservaba su piel y la marca de los golpes que le habían dado muerte. Su cola partida en ángulo recto era lo más inquietante. La cola de un gato siempre es sagrada, es el símbolo de su independencia y de su poder: quebrarla fue una declaración política que equivalió a romper su glamorosa jerarquía divina y degradarlo al orden de lo telúrico.
Verán, yo les puedo decir que la historia empieza en una negra casita de madera (casi) abandonada en medio del bosque, les puedo decir, también, que esa noche sin misericordia engendró la más brutal de las tormentas. Juro, ante la mirada de todos los dioses que existan, que entre los rayos que partían sin esfuerzo los árboles vi como el mundo se moría apenas al tocar esa lluvia torrencial y maldita.
Pero fue en la tercera noche de suplicios y calamidades que vi algo que no puedo explicar: vi como mis ojos vieron una forma que bajo el agua que mataba se movía. Recé para ser fuerte y valiente, y aun si yo debía morir, rogué por un fuego que hiciera del mundo cenizas.
El favor de los altísimos no tardó en llegar: mi desconocimiento es más grande de lo que sé y por lo tanto menos terrible. Tampoco yo podía explicar el cielo negro la tarde que crucificaron a Cristo.
Aquellos que permanezcan a mi lado, y sólo los que logren abstraerse conmigo, verán los hilos que tejen la historia y el rasgo del razonamiento que me enseñó los arcanos métodos del universo. Verán de cerca la noche y la casita endeble bajo su tiranía, verán también la negra figura que en las sombras de esa noche se escondía. Verán al animal morir.
Todo ser que viva, por más sobrenatural que parezca, comete el error de seguir un determinado patrón. Yo me propuse identificar ese patrón para que le entrara de una vez la herida. Al amanecer del cuarto día, me revelaron o se me reveló la verdad.
El animal y la noche estaban, como su negro color lo indica, relacionados. Creí (o quise creer, con el mismo arrojo con el que se persignan los débiles y se convencen los ignorantes) que el más pequeño de los actos bastaba para marcar el infinito; creí, como el más ingenuo de los científicos, que la ecuación simplificada era igual a la función salvaje, inmaculada y compleja. Entendí por fin que matar a un soldado de un ejército invencible era cambiar para siempre la esencia de ese ejército, ya nunca más invencible.
Debo aún descifrar si la casita en la que vivo es así por la negra atmósfera que la azota o por el negro corazón que la habita, pero sé con certeza que por eso maté a mi gato; para dañar al negro. Para acabar por fin con la noche.
Ilustración por Eugenia Mackay
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La Madonnita, de Mauricio Kartun
Buenos Aires, principios del siglo XX. Una historia de prostitución, ilusión y nostalgia, ruina y mezquindad.
En su afán característico por alcanzar potestades que no les corresponden a los mortales, el hombre se propone —como Frankenstein, que en su delirio quiso recrear la vida, o como los arquitectos de Babel, que en su arrogancia buscaron la altura de los dioses— enjaular a la nostalgia para venderla.
Esta es la historia de un fotógrafo que esculpe el cuerpo de su mujer, cuerpo encorvado, rengo, mudo, según la luz que es capaz de proyectar sobre él, cuando lo prostituye. Y en esos irrisorios consuelos que pocas veces son justicia ocurre algo que no esperábamos que ocurriera: la mujer prostituida se enamora del hombre con el que se prostituye, y con esto nace una secreta ilusión, escondida temerosa en el brillo de sus ojos.
Pero en estos personajes vanidosos que desafían las leyes sagradas del universo siempre hay un punto de quiebre, alguien o algo que les hace pagar el precio de su abominación. Por celos, por vanidad, por posesión; por debilidades propias de la condición humana, es el mismo fotógrafo quien romperá esa ilusión, dándole muerte al amor de su mujer, sin saber que, al hacerlo, borra también lo mágico de sus fotos, y se queda sin la nostalgia que empeña —porque la nostalgia era la de su mujer anhelando una vida que no tendrá jamás—, y sólo queda lo mezquino, y lo “monstruoso” de su mujer, y lo monstruoso de él, y se da cuenta de que la estelar Madonnita se escapó en alguna de las fotos vendidas, y todo lo que sobrevino fue la ruina del ser humano.
Que esta obra esté hoy en el teatro Ítaca es un accidente, pero creo fervientemente que este accidente hace que la obra cobre un halo de mística coincidencia, porque en Ítaca también transcurre la historia de Penélope, la prostituida —porque Penélope no se aboca a la confección de un telar para ganarle tiempo a su Ulises, Penélope se prostituye, se acuesta cada una de sus noches durante todas sus noches con un pretendiente distinto, para confundirlos a todos, para no decirles nada—, porque Ítaca es también la ilusión de Ulises por volver a un lugar que nunca más será aquel que anhela su corazón, porque Ítaca también es la nostalgia de no recuperar el más feliz de los pasados, y de encontrarse con la miseria de su perro muerto, de su hijo adulto, de su tierra devastada; de su mujer prostituida.
La Madonnita, pieza de Mauricio Kartun, todos los domingos de octubre a las 19:30 en Ítaca Complejo Teatral (Humahuaca 4027, Ciudad Autónoma de Buenos Aires). Dirección de Malena Miramontes Boim.
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#CríticaEnUnPárrafo (septiembre 2022)
Listamos a continuación las críticas en un párrafo que publicamos en nuestras redes durante el mes de septiembre.
Queen’s Gambit (2020), de Scott Frank
Netflix tiene un curioso método de operar donde, por un lado, es heraldo del progreso, pero de un progreso forzado que termina metiendo a presión comentarios sobre el racismo y el feminismo que, aunque ciertos, a nadie sorprenden cuando la historia transcurre en los sesenta, y que además supeditan aquellas cuestiones estéticas a una mera intención política pecuniariamente premeditada (siempre puede optarse por hacer un documental). Por el otro lado, Netflix fomenta la pedofilia al poner a una actriz de veinticuatro años en el rol de una de trece. Aunque esta práctica está bastante extendida: vende más poner en el rol de un onceañero a un actor de veinticinco que es además modelo. La serie acierta en algunos aspectos, como el tormento inseparable de todo genio y la desmesura como regla general que rige esa genialidad siempre tormentosa. Hacia el final, un verdadero hecho sobrenatural y fantástico descoloca al espectador: que los rusos pierdan en el ajedrez.
Don’t look up (2021), de Adam McKay
Lo completamente verosímil. La captación perfecta del Zeitgeist; que, al ser nosotros hombres y mujeres de la época, parece revelarnos la verdadera naturaleza de nuestra especie: su estupidez irreparable. Algo que Hobbes y Rousseau pasaron por alto, algo que sólo esta comedia negra sabe comunicar. La ambición extrema, tan inexorable que ni siquiera se modera ante la destrucción del mundo; la ambición que rompe todo contrato. El consuelo de saber que frente a esa roca que detendrá la vida nos parecemos a los que admiramos; el consuelo de saber que en el olvido mi literatura y la de Borges son iguales.
How I Met Your Mother (2005-2014), de Carter Bays y Craig Thomas
Se nota cuando, en ese afán por lograr la perfecta esfera del círculo, se piensa el principio y el final de las cosas y no se improvisa según las veleidades del olvidadizo rating y del mejor postor. How I Met es la historia de un padre viudo que desdobla la narración. A sus hijos les narra la historia de cómo conoció a su madre, y a ellos, pero también a sí mismo (sin saberlo hasta el final), el recuerdo detallado de cada fragmento de su pasado que lo llevó a conocer a esa persona, para descubrir que, a la vista de todos (hijos y resto del público), en los arrabales de ese relato mal titulado que sin éxito él trata de priorizar, se nos revela desde el primer momento que la historia es la historia del amor de su vida y no de la madre de sus hijos.
12 Angry Men (1957), de Sidney Lumet
Cervantes narró la historia de aquel que defiende lo que sólo uno es capaz de ver; Lumet, la historia de aquel que defiende lo que sólo uno sospecha que puede ser visto.
Hell or High Water (2016), de David Mackenzie
La historia de dos hermanos que roban hoy para vivir mañana, y se mueven entre las inseguridades de la vida que imprime la Texas árida —las económicas y financieras y las que disparan los policías—, hasta que la ambición y la sangre se derraman.
Das Boot (1981), de Wolfgang Petersen
Si los ditirambos se hubieran escrito para el dios de la guerra, y hubieran sido performados no por el que se consume en el goce de los placeres carnales y las trampas de la insidiosa piel, sino por aquel que sabe que no podrá escapar de su destino y que observa sobrio el despilfarro de los suyos como si se tratara de “montoncitos de carne” que se dilapidan, y si además ese destino del que es imposible escapar fuera inseparable de la muerte que por todos lados acecha, en las bombas enemigas, en el aire que se escurre o en el agua que se filtra, y si a pesar de todo eso, esta composición no compartiera, ni por un solo momento, el tono derrotado o nostálgico de la elegía y fuera también la crítica del que vio en primera plana el destino trágico de Alemania y que logró escaparse de la garra horrenda de una muerte solitaria en el hondo mar para morir en la orilla junto a los suyos, si todo esto pudiera ser un ditirambo, esta película entonces lo sería.
Asalto a la casa de moneda (2021), de Jaume Balagueró
Una carrera de piratas entre (los que lógicamente no pueden faltar) España, Reino Unido y las petroleras. Como es común al género humano, para este tipo de escenarios complicados que no se complicarían en primer lugar si nadie se llevara lo que no es suyo, se propone una solución a la altura: un mesías de veinte años, ingeniero brillante, políglota, actor y hombre de acción, que sabe de memoria las fórmulas de Einstein pero que está empeñado en arreglarlo todo con “lo simple” y el mindfulness. Hay gente que se entretiene haciendo crucigramas y otros hacemos checklists sobre acontecimientos predecibles en una película; claro que aparecen sin dilación y en abundancia artilugios ya poco aggiornados como los de Misión Imposible: aparatitos que se conectan a la electricidad para alterar las cámaras, saltos acrobáticos, hackeos, traiciones, el beso con la chica prometida, etc. También el guionista —cumple pero le falta destreza (o tal vez está resolviéndolo todo con lo simple)— trata de esbozar una revelación epifánica sobre la quintaescencia de la pasión, para lo que recurre al fútbol, lo que no deja de ser una pobreza narrativa y una mala copia de Campanella.
La fille sur le pont (1999), de Patrice Leconte
La matemática tiene esa ideología paradójica y empalagosamente positiva y contemporánea de que menos por menos es más. Así, en blanco y en negro, sobre un puente en el río Sena, una joven desdichada que está por quitarse la vida se encuentra con un hombre que, como yeite, se gana la vida lanzando cuchillos en circos olvidados. La suerte de ambos cambia con esta platónica sociedad de dos que provoca a la muerte; siempre y cuando estén juntos (para que se cumpla la promesa de la matemática y porque separados serán siempre un número negativo). No sé quién salvó a quién en la oscuridad de su noche.
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Mi abuela es una dulce conejita
«Me llevo la siguiente empanada a la boca. Más dura que la anterior, abundante en nervios, apenas cocida, la carne está en el verdadero punto perfecto en el que todos deberíamos consumirla (“consumir”, qué palabra desagradable que perpetúa la hegemonía de este tiempo de imposible disidencia). Después de todo, así lo hacían nuestros lúcidos ancestros, ¡cómo extraño aquellos tiempos de iluminación! Cierro los ojos y me entrego al placer de la comida».
El primer puntapié fue al estómago y el animalito escupió sangre. El segundo lo golpeó de nuevo en el mismo lugar: se le quebraron varias costillas. Debió perforársele algún órgano; ya no escupía sangre, la vomitaba. El animalito moriría pronto pero su agonía no había terminado. El siguiente golpe fue con el taco de la bota de cuero. De arriba para abajo, como quien pisa una cucaracha, dirigido al cráneo, que hizo un ruido seco al partirse como la madera cuando se quiebra. El animalito siguió convulsionando y eso molestó mucho a mi abuela, que acto seguido lo tomó por la cola y lo estroló cuatro, una, siete, cinco veces contra el tapial. ¿A quién se le ocurre estropear así el tapialcito que a mí tanto me gusta?
Yo tenía apenas seis ciclos cósmicos cuando contemplé la escena. Ni lloré (nunca lloré en mi vida), ni me horroricé, ni el asesinato brutal de mi perrito me dejó impresiones profundas o duraderas. Un placer enorme me invadió el cuerpo; me sentí viva y feliz: me sentí plena. Y a mí me enseñaron que hay que buscar la plenitud, la eudasmónia o eso que dice ese griego viejo que practicaba la sodomía. Lindo eufemismo para decir que tenía “curiosidades profundas”.
El placer por matar no es un placer secreto, es algo que compartimos con mi abuela. A los nueve ciclos cósmicos, me enseñó a empuñar el cuchillo y gozar con la pólvora. A los tres, a disparar un arma. A los doce, a incendiar la casa de mis vecinos, los Gauna. A propósito de los Gauna, mi abuela me contó que ella a los ocho ciclos cósmicos parecía de quince, y a los quince parecía de treinta. Cuando tenía diez, convenció a los tres primos de los Gauna, los Ricci, para que se acostaran con ella (“acostar”, parezco un maricón cursi escribidor de poesía); ellos rondaban los veinte ciclos cósmicos. Cuando el escándalo se hizo público, mi abuela rompió a llorar y dijo haber sido brutalmente violada. Los Ricci murieron a manos del pueblo enardecido, que les metió perdigones incluso dentro de la “curiosidad profunda”, aunque alguna conducta posterior de mi abuela me hizo pensar (qué vergüenza “pensar”) que ella ya se había encargado de eso durante su encuentro, con el mango del rastrillo.
Como ven, con mi abuela nos une esta perversa pasión por el daño, por la violencia, por la destrucción, por la tortura. Mientras ella mataba a mi perrito, yo vitoreaba: “¡viva, abuela!, ¡más fuerte, abuela!, ¡hacelo sangrar, abuela!, ¡hacelo sufrir mucho, mucho, mucho, abuela!, ¡matalo de una vez, abuela! En realidad, mi abuela me lo explicó de manera muy convincente, es toda una filosofía. En los tiempos que corren, ya no hay una verdad objetiva, todo es relativo, dicen, ahora nos interesan las subjetividades, ahora no importa la intención del orador sino la interpretación del inútil que escucha, ahora las palabras, según formuló el trasnochado fulká (curioso como el viejo de la eudasmónia), sólo se refieren a sí mismas y son incapaces de describir otra cosa por fuera de ellas. Así, la literatura, para fulká, no es más que una serie de islas aisladas (sí, verán que yo también soy una virtuosa de la palabra) que se describe sólo así misma y que es incapaz de hacer proyecciones sobre la moral y de transformar, para siempre, la vida del lector. ¡Qué profesionalmente oportuna masturbación mental, fulká!
Resulta que para mí y para mi abuela lo que hacíamos siempre lo sentimos correcto y nos pareció la verdad, ¿o quién sos vos, Ilustración, Revolución Científica, para decir lo contrario? Mi abuela me enseñó que tenemos que ser oscuras y sospechar de absolutamente todo porque estamos siendo manipuladas por un “gran genio hegemón maligno” que nos espía. Entonces hay que dudar de todo y de todos los que nos rodean. Incluso hay que dudar de tu propia madre, ¿quién te dice que no es parte de la Gran Conspiración?
Cuando mi mamá me regaló con una sonrisa de oreja a oreja el Quijote, y me percaté de que el Quijote no hablaba del sujeto moderno, con mi abuela la matamos a puñaladas por traidora; por mentirosa. Seguro había sido cooptada por alguna verdad objetiva. Por eso la maté a puñaladas, porque no confío en nadie ni en nada ni siquiera en mi madre, seguro es una invención de ellos, que dominan el mundo.
Y así, entre delirios y resignificaciones y sospechas del mundo, cuando llegué a querer a mi abuela, cuando llegué a amarla verdaderamente, le asesté doce o cuatro golpes con la pala, una vez en el piso le pegué con el canto de la pala, y también la pateé mucho y muy fuerte con la punta de mis botas de cuero. También la escupí. Y copié, con el asta de la pala, todo lo que mi sana mente imagina que ella hizo con los Ricci pero con un rastrillo (yo sé que no tengo ninguna prueba de esto —o que la única prueba viene de “pensar”, algo que además de poner en riesgo mi perpetuación biológica es una ignominia—, pero justamente las mejores cosas se hacen sin pruebas, sin pensar, porque yo así lo siento y entonces es suficiente, porque miré al cielo y a su configuración estelar y sé que es así, porque así me dicen que lo dice la configuración estelar, aunque yo de astrofísica o de matemática no sé un carajo —pero la trampa oculta y la razón de las desigualdades y tragedias del mundo está escondida en la tradición y celosamente guardada por les passéistes: dense cuenta de una vez por todas, animales de corral alienados por el cancerígeno pensamiento crítico, que la ignorancia es superior al conocimiento y que la herrumbre de un clavo es más eficaz que la penicilina—; la división es inútil en la medida en que yo puedo visualizar lo que quiero y tomarlo según mi antojo y mis gustos —que me encargo de que estén estrechamente alineados con la inquebrantable verdad que estipula la configuración estelar y que sólo un leproso cuestionaría—, porque además de tener el derecho de tener lo que quiera tener si yo así lo quiero tener, si yo lo visualizo y soy positiva, ¡así va a ser!). Cuando cayó muerta, dijo claramente:
—Pendeja puta.
—Puta, vos. Te cogiste a los Ricci (¡qué estómago, vieja moribunda!).
La maté porque la quería. Y estoy convencida de que esto de querer, este amor que siento por mi abuela no es más que una sucia artimaña inventada por los que manejan el mundo; por el liberalismo o el feudalismo (que son lo mismo), por algún científico o algún terrorista (que son lo mismo). Por eso la maté a mi abuela, porque no hay verdad en el amor. Eso fue lo que nos hizo creer, entre otros, ese tal Cristo, que también era un re curioso y, si no, a ver cómo explican los ilustroides que se haya muerto cuando un romano lo tocó con la puntita de su lanza. ¡Además de exhibicionista! Típico, ¿con qué derecho se pavoneaba desnudo el día de su muerte? Como si alguien lo quisiera ver. Ni hablar de cortar una planta para hacerse una corona, ¡qué vanidoso maltratador de la naturaleza! Por suerte está el karma, que según cómo me levante es el lado para el que percibo sus energías (no sea cosa que se convierta en algo obsoleto y acartonado con reglas y funcionamientos prescritos que puedan no ser los que yo quiera); así, por cortar una ramita y jugar al rey, el destino lo obligó a cargar un buen pedazo de tronco (y aparte se murió “apoyado” por ese tronco: otra para los ilustroides. Aunque quizás deba ser más empática y entender que nació en diciembre). Bien merecido lo tiene.
¿Y quién dice qué comida “está bien” y qué comida “está mal”? Yo soy la artificia de mi propia verdad. «¡Qué ricas las empanadas de abuela!».
Ilustración por Eugenia Mackay
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Qué pasa con la literatura femenina (y feminista)
Hablar de feminismo es un asunto complejo. Sin embargo, condeno únicamente dos posturas: las mujeres que aseguran no ser feministas (¿cómo atreverse a un “no me identifica” cuando se trata de un movimiento que defendió y defiende tus derechos como ser humano?) y las feministas (o cualquiera) que no están dispuestas a debatir (¿cómo mejorar o llegar a otros cuando nuestra postura es inamovible? ¿Cómo tomar una postura crítica ante el mundo pero no estar dispuesta a escuchar lo que otros tienen para decir?).
Dicho todo esto, me animo entonces a cuestionar: ¿es positiva la proliferación de la literatura femenina actual? ¿Es lo mismo literatura feminista que literatura femenina? Antes de que comiencen a juzgarme es necesario reconocer que no soy la única prácticamente incapaz de diferenciar en la actualidad el oportunismo de la necesidad de expresión real y verdadera.
Ahora, ¿existe algo como “lo auténtico”? ¿Quién soy para cuestionar eso? ¿Qué me convierte en una autoridad para señalar eso? ¿Es correcto imponer que alguna opinión cuente como autoridad sobre otra en temas de esta naturaleza? ¿Cómo cuestionar las intenciones de otros? ¿Es siquiera posible definir qué se calificaría como “real” y “verdadero”? Entramos entonces a otro tema polémico: la autenticidad, la originalidad; un concepto en crisis desde hace tantos años que casi parece ridículo utilizarlo aún.
Existen muchas formas de concebir lo original: ya sea como algo único, disruptor, o un concepto más realizable: un producto de debates anteriores, un remix de ideas antiguas que generan algo “nuevo”. Lo nuevo no existe, sólo la transformación. Como escribió Adorno en Teoría estética: “El concepto de originalidad, que es el de lo originario, implica tanto lo muy antiguo como lo que no ha existido todavía, es la huella de lo utópico en las obras” (1970, p. 227).
De hecho, aunque no lo parezca, ya que en la actualidad son más los discursos que se dedican a repetir ideas ajenas, el valor de la autoría no siempre fue tan importante en muchas de las corrientes artísticas, en especial las artes plásticas, donde antes de la idea de un genio creador todopoderoso los motivos de las obras se reproducían sin ni siquiera firmarse. ¿Es el ego del autor o el culto a la originalidad algo nuevo? Desde luego que no, pero no siempre ha tenido el mismo tratamiento. Si hay algo muy intrínseco en nuestra naturaleza y que negarlo sería hacer lo mismo con nuestra humanidad, es que nuestra cultura es la imitación (y eso no tiene nada de malo, hasta cierto punto).
La forma en la que ha evolucionado el conocimiento ha sido gracias a esta característica, por lo que negarla sería directamente absurdo. Es entonces cuando volvemos a la importancia de la intencionalidad (también la sinceridad de, por ejemplo, saber admitir hasta cierto punto cuánto se ha copiado y por qué, qué tanto de eso se ha hecho por complacer a los mercados).
En el caso de los discursos literarios y feministas (y ¿femeninos?) actuales involucraría esto como una palabra clave en su análisis: la intención. ¿Cómo diferenciar la verdadera intención artística?, ¿por qué es eso tan importante?
Antes que nada, insisto en destacar que de ninguna manera sugiero que la literatura de temas hasta cierto punto catalogados como feministas sea de alguna forma innecesaria. Sabemos que durante toda la historia se ha puesto en juicio la subordinación y desvalorización constante de la mujer y su rol en la sociedad. Incluso mucho antes de que existiese el feminismo muchas mujeres pudieron advertir su posición desventajosa y buscaron luchar contra los prejuicios y los estereotipos existentes. A partir de entonces, ya sea en la primera, la segunda, tercera o cuarta ola, así como en sus distintas corrientes (feminismo marxista, ecofeminismo, interseccional, transfeminismo, radical, liberal, etc.), el papel de la literatura ha sido innegable: basta con repasar los aportes de mujeres como Mary Wollstonecraft, Elizabeth Cady Stanton, Susan Brownell Anthony, Olympe de Gouges, Virginia Woolf o la mismísima Simone de Beauvoir.
Al hacer ese muy breve resumen parecería apuntar a una intención menos editorial y más política. No hablemos aún del uso de motivos femeninos por hombres (¿aliados?). Aunque caiga en el riesgo de sonar fundamentalista.
Comencemos primero por cuestionar: ¿qué sería un canon literario femenino, entonces?, ¿escrito por mujeres?, ¿con motivos feministas?
Por desgracia, desde la perspectiva de género de la crítica, el término de lo femenino estaría asociado a todo aquello a lo que se relaciona también la feminidad: lo débil, lo sumiso. Lo que sí es cierto en todo esto es que hombres y mujeres tienen formas distintas de ver el mundo y eso se ve reflejado en su literatura, es entonces legítimo pensar en una literatura femenina, escrita por mujeres, que habla de su experiencia, de cómo viven y sienten, todo esto dentro de lo que no ha dejado de percibirse como una sociedad patriarcal, aunque algunos insistan en desmentirlo.
La literatura femenina como categoría existe, y está marcada por mujeres con influencias similares y en una determinada época que evidentemente escriben e, incluso, habitualmente han sido subestimadas. Como toda categoría, tiene entonces algunas características comunes que la hacen fácil de identificar: como la relevancia de los sentidos en la narración y mayoría de protagonistas mujeres. En ese sentido es hora de resaltar que lo femenino no siempre es feminista, o al menos no es una relación directa, ya que ambos conceptos no son equivalentes. La literatura femenina es una especie de representación del mundo desde los ojos de la mujer, es la realidad tal y como la perciben sus protagonistas en su vida cotidiana, sin necesidad de llegar a abordar propuestas ideológicas y de lucha explícita ante la desigualdad de derechos y oportunidades como lo es la literatura feminista. Pero ¿qué pasa con el uso y abuso de uno o ambos conceptos ante la exigencia del mercado editorial?, ¿qué hacer cuando la intencionalidad ha sido reemplazada por la fórmula?
La hegemonía genérica y cultural se ve cargada entonces de una evidente intención mercantilista y política. Está de moda hablar de mujeres, de temas que de una u otra forma resaltan su posición vulnerable y sumisa, violentada, víctima. Sin profundizar en el hecho de que buscar aprovecharse económicamente de temas como el maltrato va en contra de todo lo que podría considerarse feminismo, al valerse de la figura de la mujer con un único objetivo final: ser aceptado en la escena editorial y hacer dinero.
Sabemos que la literatura escrita por mujeres ha tomado un papel protagónico en la escena editorial reciente, al menos en Argentina. Sus autoras han ganado legitimidad no sólo en el mercado, sino en la academia (aunque definitivamente más en lo primero que en lo segundo), y no sólo a nivel nacional, sino internacional.
Por supuesto, la situación actual no es sino una consecuencia del movimiento que comenzó a gestarse a mediados de los años sesenta con autoras como Sylvia Molloy y Hebe Uhart; y llega a su punto más álgido con escritoras como Samanta Schweblin, Mariana Enriquez o Gabriela Cabezón Cámara. Y a pesar de que son muchos los temas de esta nueva o novísima literatura argentina: trauma por el pasado dictatorial, la memoria, los fantasmas y desaparecidos, el cuerpo, la civilización y la barbarie (Drucaroff, 2011); es indudable que no sólo se trata de la irrupción de autoras mujeres sino de temas feministas: cómo olvidar las almas abandonadas en medio de la ruta en “Mujeres desesperadas” o la maternidad no deseada en “Conservas”, ambas de Schweblin en su libro Pájaros en la boca, o las mujeres quemadas de “Las cosas que perdimos en el fuego” o el violento vínculo que aparece en “Tela de araña”, de Enríquez, incluso la novela Las aventuras de la China Iron evidentemente escrita en clave feminista.
Marina Mariasch, en el capítulo “El pelotero del logos” de ¿El futuro es feminista?, explica cómo las mujeres escritoras han peleado durante años por abrir espacio en un lugar únicamente reservado para los hombres: “el de la palabra escrita como palabra pública”. Como dijo entonces Josefina Ludmer, el otro es quien tiene el poder, el que da y el que quita. En un mundo en el que, aún en la actualidad, los hombres parecen tener mayor autoridad a la hora de opinar sobre ciertos temas (actualidad, política), mientras que para la mujer están reservados los “temas que les incumben”, como el amor; Mariasch se pregunta: “¿Cuándo [las mujeres] podremos hablar de política sin que nuestra mirada esté invadida por la lucha contra el patriarcado?”.
Se trata no sólo entonces de una lucha feminista, donde en sus bases parece estar instaurada la lucha en temas específicos (por ejemplo, no sólo contra el patriarcado, sino en contra del capitalismo) sino justamente una lucha por el libre albedrío a la hora de hablar de temas e intereses, una lucha elemental y primigenia: la de ser libres de elegir. Respecto a eso, Mariana Enriquez, en el prólogo del mismo libro, se refiere a esto como “un terreno en disputa y de disputas” y señala que entonces nuestra responsabilidad es cuestionar verdaderamente los espacios que ocupamos, quizás con una mirada despojada de toda corrección política y de lo que “debemos” pensar como mujeres.
Recapitulando, más allá de la literatura femenina y feminista actual que pueda tener una intención y un trabajo evidente detrás, ¿como mujeres escribimos sobre los temas que nos interesan o sobre los que el mundo cree que deberíamos inclinarnos? ¿Los autores en general abordan temas feministas por un auténtico interés, por una preocupación genuina por una causa social o porque es lo que exige el mercado?
En esta época de la copia, de la muerte del arte en manos de la corrección política, del fin de la creatividad, es necesario que los autores vuelvan a pensar en los temas de los que no se escribe o en innovar desde la forma, pero de alguna manera buscar hacer algo aunque sea ligeramente distinto.
La literatura siempre intenta ir más allá de su época y es así como termina reflejándola. El primer error de los que escriben es no lograrlo. Tener la audacia para intentarlo y astucia para lograr reconocer cuando un tema se agota es parte de ser buen escritor, el poder distinguir cuando el tema que antes era tabú ya pasó a ser la norma.
Libros como Moby Dick se convirtieron en clásicos por presentar una idea innovadora para su tiempo. ¿Qué novela feminista del presente pasaría a ser ese gran clásico que nuestra época necesita?
Quizás sea por eso el momento de abordar el tema de la figura de la mujer de una cara distinta, menos victimizante y que nos interpele (pienso en libros como Madres no, Cacería de niños o La azotea) y que al final sea esa reivindicación aún más feminista que cualquier otra.
Independientemente del camino, se hace necesario recuperar la capacidad de cuestionarnos: ¿cómo terminamos siempre escribiendo sobre lo mismo? ¿De qué trata realmente este pacto implícito en el que parecemos ignorar el aburrimiento que esto genera, la muerte de la creatividad que esto representa y la intención mercantilista que evidencia, únicamente porque es políticamente incorrecto criticarlo porque “por fin se habla de estos temas”? ¿Este abuso de los temas únicamente con el fin de vender no es acaso una traición a esta causa también? Si continuamos a este ritmo el próximo clásico de la literatura podría jamás escribirse.